Colombia es un país “multicultural” y “pluriétnico”, según lo afirma nuestra constitución; pero la diversidad que algunos consideran está en las fiestas y en las comidas, en realidad va mucho más allá de eso. El sentido de la multiplicidad que se declara desde el nivel constitucional se refiere a que nuestro territorio nacional integra toda una serie de comunidades que, en su esencia, tienen formas completamente propias de concebir el mundo y la realidad –tan propias que pueden hasta ser opuestas con las de otros.
Nuestro proceso histórico de consolidación nacional llevó a que dentro de unas mismas fronteras fuera agrupado todo un crisol de gentes que en sus diferencias debieron buscar puntos de encuentro para convivir dentro de un contexto, aunque este les otorgara condiciones diferenciadas según su identidad y su territorio.
Foto: María Alejandra Villamizar – Canal Trece.
Esta diversidad de comunidades ha sido tan propia de la historia colombiana, que ha acompañado al país desde su proceso de conquista y colonización. Si tenemos en cuenta que desde los siglos XV y XVI los españoles llegados al continente americano no provenían de una misma región y, además, traían en sus barcos personas africanas de distintas comunidades y zonas de aquel territorio, la diversidad podría considerarse como un principio que se impulsó desde los descubrimientos en el Nuevo Mundo y los procesos que de allí en adelante surgieron.
Para añadir a este escenario, los españoles se encontraron un territorio con distintas comunidades indígenas que eran tan diferentes entre ellas como los ecosistemas que separaban las regiones del país; incluso después de la formalización de la colonia, el mestizaje y la llegada de migrantes árabes, gitanos –y mucho después de europeos y asiáticos, hizo que la “multiculturalidad” adquiriera todo un sentido real en Colombia.
Foto: María Alejandra Villamizar – Canal Trece.
A la luz de tanta variedad, la consolidación de Colombia como nación era inviable de una única forma; es decir, concebir de manera unitaria (con un único sistema de creencias, de organización social y de expresión cultural) a un país que expresaba en su esencia la diversidad era imposible. Entonces, como respuesta a lo anterior, desde la constitución del 91 se reconoce dentro del territorio colombiano la multiplicidad de expresiones sociales, culturales, económicas e incluso políticas (en términos de jurisdicción y derecho) que han convivido –y a veces se han mezclado- en el país desde sus orígenes.
Esta acción implicó, finalmente, una legitimación de las diferencias que desde su historia han conformado el desarrollo del país y de nuestra sociedad. Así, vinculada a un arraigo territorial que después se manifestó en expresiones regionales, la diversidad en Colombia adquiría visibilidad y protagonismo, pues permitía a comunidades como las afrodescendientes e indígenas contar sus historias y mostrar sus prácticas dentro de sus cotidianidades –desde sus contextos y problemáticas propias.
Ciertamente, la fuerza implícita en el reconocimiento de la diversidad estuvo en la posibilidad de darle un lugar real a estas comunidades que históricamente habían sido renegadas y oprimidas; en darle voz a aquellos pueblos que, a pesar de haber sido excluidos de la historia, son una parte fundamental de la configuración de esta identidad colombiana maleable y de los procesos que han permitido conformar el país que tenemos hoy. Sin ellos no habría podido existir la Colombia que conocemos.
Así, aunque la diversidad se vincule a regiones y a apropiaciones particulares de los distintos territorios colombianos, hoy, este híbrido de identidades se refleja sobre manifestaciones que trascienden los límites de la región para presentarse en escenarios de contexto nacional o incluso mundial. Un ejemplo de esto es el Festival Petronio Álvarez, celebrado en Santiago de Cali durante el mes de agosto; un momento que, de acuerdo con Yamileth Cortés (directora del festival) “Es el espacio de encuentro donde mejor se expresa la inclusión y la diversidad cultural de nuestro país, un espacio en donde todos somos humanos”.
Este festival es una manifestación de la cultura y las tradiciones de las comunidades afrodescendientes del Pacífico colombiano; además de tener como propósito preservar las expresiones musicales de la región que están en “peligro de extinción” y reflejan “lo que vive el hombre del Pacífico y la mujer del Pacífico”, como diría Baudillo Cauama (músico y fabricador de instrumentos del Pacífico) a propósito de la marimba.
En este sentido, el festival Petronio Álvarez es, por un lado, una muestra de la cultura de las comunidades del pacífico y, por otro, una manera de “patrimonializar” la historia y las cotidianidades de unas poblaciones que han sido parte de ese proceso de in-visibilización histórico que trató de subsanarse con el reconocimiento de la diversidad.
De hecho, el nombre que lleva reconoce en un personaje la trayectoria de las comunidades negras del pacífico colombiano pues, Patricio Romano Petronio Álvarez, antes de ser un reconocido músico de la región, vivenció esa atadura al trabajo duro (inherente a la población negra del país) que expresaba en su música mientras al tiempo hablaba de su vida y la de su pueblo.
Como él otros personajes han dado voz a las circunstancias de vida e historias de las comunidades afrodescendientes del país; aunque no todos han alcanzado un alto nivel de reconocimiento. Ejemplos de esto son, dentro del ámbito de la literatura, autores como Manuel Zapata Olivella, Candelario Obeso y Armando Palacios, quienes a través de la lírica y la prosa buscaban dar una continuidad a esa tradición oral propia de la cultura afrodescendiente y que se arraiga en sus raíces desde sus orígenes africanos y los procesos de la Trata Trans-atlántica y la esclavitud.
Si Petronio rememoraba el hoy, Zapata Olivella, Obeso y Palacios reivindican el pasado y las circunstancias bajo las que se consolidaron las comunidades afro dentro del país. Su importancia está en que, mientras enriquecen el acervo literario colombiano, dan un lugar a la historia de esas comunidades que, como diría Zapata Olivella en “Changó, el gran putas” quieren romper las cadenas de la esclavitud, aunque no puedan mirar atrás a lo que eran. Este reconocimiento de la historia fortalece el sentido de diversidad ya que, resalta en las narrativas la presencia de formas de pensar y concebir el mundo determinadas cultural, social e históricamente; no obstante, esta no es la única forma en que las composiciones orales tienen lugar.
Uno de los escenarios más importantes para la reconstrucción de la vida y la cotidianidad de las comunidades afrodescendientes del Pacífico colombiano es la música y los cantos; en realidad, estos elementos han sido tan importantes en su esencia cultural y su historia que en la época de la colonia les fue prohibido cantar y tocar la marimba porque, según los católicos, invocaba la presencia del demonio y de espíritus malignos.
“Nací cantadora, nací en la música, viví en la música y soy música”, afirma Policarpa Angulo Hinestroza, cantadora corista de Canalón de Timbiquí.
La música representa la forma de difundir la riqueza ancestral y el amor a la tradición, junto con el sentimiento sobre las condiciones de vida de su pueblo y de su territorio. Es una expresión que vincula el origen de su comunidad en el territorio colombiano y recuerda las relaciones tan estrechas con la naturaleza presentes en sus formas de pensamiento –y en las de muchas otras comunidades; como también lo afirma Luis Carlos Osorio (representante legal de la Fundación Cultural Guadajo) cuando habla de Gualajo y su manera de hacer música mediante las enseñanzas de su abuelo y los recuerdos de las noches de cacería.
José Antonio Torres Solís –o Gualajo, como se le conoce artísticamente- fue otro de esos personajes que representó el sentido de la expresión de la cultura y la vida afrodescendiente a través de la música, a través de tocar la marimba. Con la interpretación de su “marimba pensatónica” y la inspiración en ruidos de la selva, Gualajo presenta al mundo la cotidianidad y la riqueza cultural de las comunidades negras del pacífico colombiano a través de las narrativas de la música y los ritmos que reviven los vínculos con la región y el contexto físico del Pacífico.
En realidad, esta cercanía con la naturaleza entra en juego con todos los escenarios de la expresión cultural afro en el país; además de la música, está presente en la gastronomía y la fabricación de licores como el viche y el curado. En esta relación se revive el verdadero vínculo entre todas estas manifestaciones y la apropiación y reafirmación de ese pasado africano y de esa ancestralidad que se imprime en la justificación de cada una de sus prácticas, “La herencia africana son las hierbas, la sazón y el sabor que tenían nuestros ancestros” afirma Edila Jobi Palomino
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Si bien las comunidades afrodescendientes han tenido una larga trayectoria de imposiciones y negaciones históricas, el reconocimiento de la diversidad como algo fundante del país y legitimador de cada cultura permitió que el Pacífico olvidado tuviera una voz a través de manifestaciones culturales como la música, la oralidad y la comida. Así, aunque parecería que en ellas lo importante es lo que son hoy en día, el verdadero patrimonio que recogen festivales como el Petronio Álvarez o fundaciones como la de Gualajo, es la tradición de esa herencia ancestral –la esencia de esos orígenes africanos que han sido tan importantes en el país como el proceso mismo de colonización.
Aunque la marimba, los cantos de currulaos, las preparaciones de piangua y el viche no se conciban como integrantes de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial del país, son parte de un patrimonio histórico que reivindica la profunda diversidad que caracteriza a Colombia y se ve cada día sin necesidad de estar en el Pacífico.
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