Es un sonido… Es difícil de explicar.
Es como una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar.
¡Bang! Y después se encoge…
Es terroso.
Metálico.
Redondo.
Es como un rugido desde el centro de la tierra.
El lenguaje no alcanza para describir el aturdidor bang que una madrugada despierta a Jessica Holland (Tilda Swinton), una escocesa que cultiva orquídeas en Medellín y ha viajado a Bogotá para cuidar de su hermana Karen (Agnes Brekke), enferma de un mal desconocido. En la cama del hospital Karen recuerda un sueño inquietante en el que cree entender el origen de sus síntomas: un perro moribundo, arrollado frente a su casa y a quien olvidó asistir, la ha maldecido. Juan (Daniel Giménez-Cacho), su esposo, está convencido de que fue un rezo antiguo. Karen ha estado investigando a pueblos no contactados en la selva amazónica y Juan sospecha que, como a quienes alguna vez quisieron atravesar una carretera en su territorio, sobre Karen surtieron efecto los hechizos de protección con los que esos “hombres invisibles” se mantienen a la sombra del mundo.
Mira arriba el tráiler de Memoria
Tras el bang y la visita a su hermana, Jessica permanece inquieta, insomne —ella misma compone luego un breve poema de su desvelo vagabundo, El poema de las noches sin sueño: “Más allá de los pétalos / y las alguna vez furiosas alas / el aire jadea / ante su desvaneciente sombra”—. Quiere, a través de Hernán (Juan Pablo Urrego), un ingeniero de sonido amigo de Juan, hacer audible ese estruendo que la persigue y que solo parece existir en su cabeza. Hernán logra darle una forma provisional: un sonido que emula su sonido, el fantasma del fantasma que acompasa su propio deambular por una Bogotá enrarecida.
Jessica camina, observa, escucha. Estudia, para cuidar sus orquídeas, sobre hongos, virus y bacterias. En una de sus errancias por la ciudad, busca con Hernán un refrigerador que, al modo de las magias arcanas de las comunidades amazónicas, detenga el tiempo: que aleje la descomposición y mantenga, como en un poema que Juan compone a los hongos, “lo que brota de lo vivo” lejos de lo vivo. Pero esas fuerzas invisibles —los espectros conjurados y los microbios: lo que ha entrado en su hermana enferma y en sus flores enfermas— solo confirman la permeabilidad de todo organismo. La porosidad de lo cerrado. Y, como el cráneo de seis mil años de antigüedad que está estudiando Agnes (Jeanne Balibar), una arqueóloga encargada de analizar los restos descubiertos en las excavaciones del Túnel de la Línea, que para liberar “los malos espíritus” de todo cuerpo y de todo territorio —el trauma o el resto, el fósil o el recuerdo— basta con perforar profundo.
Quebrados sus propios contornos, sin temor ya del grosor del ruido, Jessica emprende un viaje que es un vaciamiento: la salida de la ciudad al verde vibrante del campo quindiano, la apertura radical al paisaje y a las voces soterradas de los otros, la entrega total al (en palabras de Juan) “espectáculo molecular” del mundo. En esa “danza sin órganos” conviven los sismos volcánicos, lo viral y lo que está suspendido más allá de las nubes, las historias y los duelos que están grabados en las piedras, el sonido de los ríos y los gruñidos de los monos aulladores, cuya lengua Hernán (Elkin Díaz), un pescador ermitaño con el que se encuentra y que lo recuerda todo, entiende. La belleza y la tristeza del mundo…
Memoria (2021), la más reciente película del tailandés Apichatpong Weerasethakul, coproducida en Colombia y rodada en 2019 entre Bogotá y Pijao, es, como su protagonista, una reverberante máquina sonámbula (el mismo nombre del personaje de Swinton, señala Weerasethakul, es un guiño a la catatónica Jessica Holland del clásico I Walked with a Zombie, de Jacques Tourneur); un artefacto sónico y tectónico en el que confluyen las corrientes elementales que vinculan todo lo que existe. Los materiales que la componen —moléculas, recuerdos, espectros, sueños, huesos, cuerpos, melodías— se solapan, friccionan y reajustan desde los dos movimientos que sostienen la posibilidad de cualquier acto mnemotécnico: recibir (Jessica es “una antena”) y almacenar (Hernán es “un disco duro”). Dos movimientos opuestos y complementarios que abren, para Weerasethakul, una de las tensiones vertebrales del film: ¿cómo albergar toda la memoria del planeta y, al tiempo, vaciarse completamente para que todas esas voces (lo vivo y no vivo, lo visible y lo invisible, lo subterráneo y lo celeste, los ancestral y lo por venir) puedan hacer casa en uno?
La apertura sensible de Jessica, ha dicho el tailandés, espeja la suya propia cuando visitó por primera vez Colombia en 2017, invitado por la productora paisa Diana Bustamante, fundadora de Burning y en ese entonces directora artística del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICCI). Fue, para él como para Jessica, un paulatino vaciamiento: la renuncia a sí mismo para dejarse ocupar por los rastros y recuerdos de un territorio desconocido. Ya Weerasethakul ha contado en otros lugares los destellos clave que dieron forma al proyecto: el sonido que él mismo escuchaba en su cabeza —una rara condición que se conoce como el síndrome de la cabeza explosiva—; la residencia de Más Arte Más Acción con la que viajó dos meses por lugares como Cali, Medellín, el Chocó y el Quindío; la huella subterránea que dejó en él la intensidad del paisaje colombiano, sus cicatrices y el eco de sus traumas; y la certeza de que finalmente, después de diecisiete años de amistad, era en Colombia donde debía consumar su primer proyecto conjunto con la actriz escocesa Tilda Swinton.
El pasado jueves 30 de septiembre, dos años después de terminado su rodaje y tras la pausa obligada por la emergencia sanitaria a la que empujó la pandemia por la COVID-19, Memoria llegó finalmente a salas del país. Con funciones especiales en Medellín, Cali, Pijao y Bogotá, y tras ser seleccionada para representar a Colombia en la carrera por los Óscar y ganar el Premio del Jurado en la pasada edición del Festival de Cannes, donde tuvo su premier mundial, Weerasethakul pudo, dice, “regresarle al fin esta película a Colombia”.
De eso y más hablamos con él.
Apichatpong Weerasethakul rodó Memoria en 2019 entre Bogotá y Pijao, Quindío. Foto: Cortesía Burning,
Empecemos por la poesía. Lo poético irradia no solo el tiempo y la forma misma de Memoria, sino que está vivo en todo el guion: las dos mitades de la película abren con poemas que componen los personajes. Juan escribe un poema sobre los hongos; luego Jessica comparte con Agnes uno sobre sus noches sin sueño. ¿Cómo es su relación con la poesía? ¿Qué de ella ha aprendido para su oficio como cineasta?
Cuando en Tailandia se habla de poesía usualmente se piensa en una composición rígida, con reglas, que obedece a unas convenciones particulares. Por eso al principio no me hablaba. Quizá por eso en los últimos años, cuando me acerqué más directamente a la poesía occidental, al leerla siempre había algo de mí que quería buscar una serie de reglas, de convenciones. Pero en mucha de la poesía contemporánea no las hay. Ahí algo cambió. La leía, la navegaba y la trataba de entender y, sin embargo, algo se me escapaba. Como con el teatro, para mí hay en la poesía algo esquivo. Quizá es porque mi cabeza opera con procedimientos cinematográficos y mi universo sensible ha sido construido a través del cine. Tal vez por eso, para entregarme al misterio que provoca en mí, quise sumergirme más directamente en el arte poético para componer Memoria. A muchos de pronto puede pasarles con las películas lo que a mí me pasa con un poema: que aunque no logre captarlo del todo, hay algo en él que es profundamente fascinante, que provoca un extrañamiento. Yo en los poemas puedo ver destellos de belleza, aun cuando siempre haya algo que me sobrepasa. Eso busco con el cine.
¿Qué otros recursos ha aprendido de ella?
Sé que el espíritu de la poesía, en términos de texto —de lenguaje y de palabras—, se me escapa. Pero en términos de temporalidad, de color y de textura, hay algo que sí entiendo y que me interesa mucho. Hay, en especial, algo del volumen del tiempo que consigue lo poético que he buscado siempre llevar a mis películas.
Ese acercamiento volumétrico al tiempo se percibe muy intensamente en Memoria: varias capas de tiempo y de historia del planeta se solapan sobre un instante determinado. Más que una narración —acciones que se encadenan una tras otra en un tiempo sucesivo— percibe uno en su película un volumen y un ritmo. ¿Cómo llegó a ellos?
Ese volumen del tiempo ha sido el lugar desde el que siempre he trabajado como cineasta: condensar en un destello la prehistoria y el futuro, los fantasmas de otros tiempos con los cuerpos vivos. Con los años, esa exploración, que es también una exploración rítmica, se ha acentuado. Venir a Colombia lo radicalizó y me llevó a darme cuenta de la diversidad y complejidad de las capas temporales que componen el presente. Aquí sentí otros tiempos, otros ritmos, otros flujos. Uno de los movimientos internos que uno siempre persigue en su relación con el mundo es el de sincronizarse. Pero no hay nunca una sincronización perfecta; mucho menos cuando uno se entrega a un territorio que no le es familiar. Por ejemplo, entre mi tiempo —entre mi ritmo interno— y el tiempo colombiano había un desajuste. Y fue a partir de ese desencuentro que quise pensar la temporalidad en Memoria. Por eso la película no es solo sobre Colombia, sino sobre cómo Colombia y yo nos comunicamos, sobre nuestros intentos de sintonía y nuestros desencuentros, sobre la escucha honda de esas melodías que a primera vista se escapan. De ahí que la película no sea sobre un personaje que habita un entorno conocido, sino sobre una mujer extranjera en una tierra que no le es familiar.
«La película no es solo sobre Colombia, sino sobre cómo Colombia y yo nos comunicamos»
¿Cómo fue el proceso de darle forma a esa fricción?
Me gusta la palabra “fricción”, porque detrás de ella hay un intento de diálogo, de que dos fuerzas encajen sabiendo que al final ese engranaje perfecto es imposible. Siempre habrá vacíos, choques e intensidades que quedarán por fuera. Durante la realización de Memoria me fui dando cuenta de que era ahí donde estaba la potencia de la película. Además del rodaje y de mi relación con el equipo aquí en Colombia, buena parte de la pregunta por cómo trabajar el tiempo sucedió en postproducción. Viendo el material, editando, fue cuando ya nos vimos enfrentados más vivamente a la pregunta por cómo darle sentido a esos tiempos dispersos, cómo ordenar algo que es inherentemente desordenado como la memoria —o las memorias—, cómo enmarcar en la línea de tiempo de la edición un viaje imposible de enmarcar. Fue un tira y afloja.
Algo que me inquietaba de ese trabajo temporal, que está tan enraizado en mi propia relación con el territorio colombiano, era pensar cómo iba a circular una película así en un contexto como Tailandia o en Francia. Y la proyección en el Festival de Cannes fue una revelación: mostró que ese intento personal de sintonía con el tiempo y la memoria de un paisaje particular podía funcionar a un nivel universal. Las personas pueden conectar con ello, más aún después de este tiempo de aislamiento al que empujó la pandemia. Pero solo fue cuando la estrenamos en Bogotá que percibí cómo la película habla en capas mucho más complejas, mucho más hondas, a quienes viven aquí. Hay algo soterrado en esas imágenes, en esos lugares y paisajes que los colombianos pueden detectar de otros modos. De repente sentí que Memoria se volvió mucho más relevante. Ver la película aquí fue muy conmovedor. Raramente me siento así cuando hago películas. En Pijao y Bogotá entendí cómo una película como esta echa raíces profundas en un territorio.
Hablando de lo que echa raíz, de lo que está anclado en un territorio de manera profunda, otro campo de interés que vertebra Memoria es la arqueología. Hay restos, huesos, excavaciones. ¿Cómo es su relación con el oficio arqueológico? ¿Es Memoria una suerte de arqueología afectiva del mundo?
Me gusta eso, y sí puede pensarse como una arqueología afectiva del mundo o una arqueología espiritual. Todo partió de mi interés por hacer algo imposible: cuando tienes un dolor de cabeza como el que yo sufría y que dio origen a la historia, tú quieres solo romperte el cráneo, taladrarte el cerebro, y ver qué es lo que hay dentro. Memoria intenta hacer eso: como un arqueólogo, la película busca penetrar en lo profundo de la tierra y buscar cómo presentar esas emociones subterráneas, esos rastros indelebles que han quedado incrustados en la memoria del planeta, lo que vive ahí y espera a ser descubierto. Ahora que hablábamos de lo poético, creo que aquí hay algo de eso: de intentar representar en imágenes y sonidos una serie de vibraciones, de ecos temporales y recuerdos anteriores y posteriores a nosotros, de excavar en lo profundo y hacer audible lo que hay allí sepultado. Es lo que hace Jessica cuando quiere que Hernán pueda dar una forma concreta a un estruendo que solo ella oye dentro de su cabeza.
Hay correspondencias entre lo que sucede con los cuerpos y con el paisaje: el túnel que penetra lo profundo de la tierra y el cráneo de la niña taladrado…
Así es. Y, de la misma manera como ese cráneo perforado libera los malos espíritus, una excavación como la del Túnel de la Línea hace emerger esos espíritus que guarda el territorio. Los mismos restos arqueológicos son un eco de otro tiempo que convive con nuestro tiempo, y que solo al perforar la tierra llega a nosotros.
Hablemos de la enfermedad. En buena parte de su cine —desde Tropical Malady hasta Syndromes and a Century— hay un interés por los cuerpos moribundos, por los malestares y afecciones de salud. En Memoria también lo hace: el cuerpo enfermo de Karen es el que da arranque al viaje de Jessica. Pero la enfermedad no solo es física, sino de una manera “mágica” o “espiritual”. Una teoría que Juan arroja en una cena es que Karen podría haber sido hechizada por una tribu amazónica no contactada. ¿Cómo llegó a interesarse en el campo de la medicina y la salud?
Ese ha sido uno de mis intereses más persistentes como cineasta. Yo crecí en un hospital, porque mis padres eran médicos. El hospital era mi patio de juegos. Crecer en un ambiente así me dio un cierto ritmo. De niño pasaba mis días en los corredores del hospital, y allí veía a los acompañantes de los pacientes esperando qué noticias les traían de sus familiares enfermos. La sala de espera tiene un tiempo propio: un tiempo suspendido entre la vida y la muerte, un tiempo que no pasa, una anticipación constante de lo que hay más allá de nosotros.
La presencia constante de la enfermedad me dejó grabada, además, esa conciencia temporal de los espacios liminales. Los hospitales son portales entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo vivo y lo muerto, y también lugares donde el tiempo se anula o se vuelve una promesa de futuro: un futuro en el que uno mismo ya no estará. Esa crianza en instituciones médicas estableció un ritmo en mí de las resonancias hondas que provoca un cuerpo enfermo, que es algo que en buena parte de mis películas está siempre presente. Es algo muy real, porque es el lugar del nacimiento y la muerte. El hospital es el lugar que nos recuerda el destino inevitable de la naturaleza, de todo lo vivo, de nosotros mismos.
Ahora que dice eso, pienso que hacer cine opera muchas veces de forma quirúrgica. El montaje o —como Hernán en la consola en Memoria— el diseño de sonido, implican un trabajo de recorte, de desplazamiento de segmentos y órganos, para que el cuerpo de la película emerja. Corta y pega algo para producir un cuerpo nuevo. ¿Hay algo de cirujano en el trabajo del cineasta?
Es un buen punto. Y sí: hasta cierto punto un cineasta es un cirujano. Yo siempre pienso una película como un cuerpo. Partiendo de eso, lo que uno como cineasta quiere hacer con todas las partes —con ese acervo de imágenes y sonidos de los que se compone un film, que son sus órganos— es darle vida a ese cuerpo, volverlo un organismo viviente. Pero aunque uno pretenda crear un humano, lo que aparece es casi siempre algo más parecido a un monstruo: un Frankenstein. Y es que en el cuerpo monstruoso hay esa desarmonía de la que hemos estado hablando, una combinación inesperada en un mismo espacio de cosas que en principio parecen disímiles: memorias personales y memorias sociales, presentes y pasados, distintas voces y cuerpos, paisajes que se solapan, huesos y herramientas tecnológicas, restos lo íntimo y de lo nacional. De eso, por ejemplo, está hecho el cuerpo de Memoria.
«Yo siempre pienso una película como un cuerpo»
Uno de los elementos con los que ensambla ese cuerpo es el mundo microscópico: los virus y las bacterias, que Jessica estudia a la par que las orquídeas…
Así como estoy interesado en los fantasmas y los espíritus, durante toda mi carrera he estado fascinado por lo molecular y lo microscópico. Ambas son presencias invisibles, indetectables, que al final componen el sustrato de lo vivo. Como fui criado en el animismo, en una cultura como la tailandesa que habla y convive muy de cerca con el reino espiritual, que se pregunta constantemente por los espectros que componen el mundo natural y que animan los cuerpos, desarrollé de forma casi inmediata un interés por lo atómico, por los seres minúsculos que componen todo. Me fascina esa línea que une ambos discursos, porque ambos buscan lo mismo: el científico y el chamán se están preguntando por eso que no vemos pero que nos mueve. Y creo que en Memoria se ven, con mucha mayor intensidad que en cualquier otra de mis películas, las corrientes subterráneas que unen al virus y al espectro.
Ahondemos en la memoria. En la película, la memoria no se ve —como en algunos enfoques occidentales— como una sucesión de eventos o un mero registro de hechos, sino que es algo más tectónico: hay placas sobrepuestas de sueños, sonidos, resonancias, voces prehistóricas, ecos del pasado y del futuro. ¿Cómo fue ese trabajo de composición?
Cuando viajé a Colombia tuve que repensar la forma como me acerco a la memoria y, muy de la mano, al cine. En Tailandia, donde he hecho todas mis demás películas, yo usaba mi propia memoria o la memoria de mis conocidos para pensar una historia, para crear un relato audiovisual. Aquí me tocó operar de otra manera. Mi memoria era insuficiente; por eso tuve que absorber las memorias de otros. Quienes guardan la memoria de este territorio son otros. Y esa memoria estaba siempre fuera de mí: en los actores, los productores, en todo el equipo de trabajo colombiano, en el mismo paisaje. En la película lo pongo, desde el contraste entre Hernán y Jessica, en términos de discos duros y antenas: Hernán lo recuerda todo, es un gran disco duro, y Jessica es una antena que se deja atravesar por otras voces y recuerdos que están fuera de ella pero que ella hace suyas. En Colombia yo fui la antena.
Por eso, haciendo Memoria me sentí más cerca de cuando he hecho ejercicios de arte, como las videoinstalaciones que presenté hace unos años, que de cuando he hecho películas. En las videoinstalaciones que hice sobre la situación política de Tailandia, a diferencia de cuando he escrito films más narrativos, solo viajaba, registraba gente y escuchaba. Acá expandí eso desde Tailandia hacia Bogotá, Cali, Pijao y Medellín. Esa es la razón por la que el film tiene una forma tan libre, por eso tiene la forma de un contenedor: es un gran recipiente que absorbe y acumula sonidos, luces, recuerdos, voces y paisajes.
El arte es otro de los órganos de ese gran cuerpo de la película. Ha dicho que un punto de partida de todo fue una exposición de Éver Astudillo en el Museo la Tertulia…
Ver esa exposición de Éver en el Museo la Tertulia me impresionó mucho, me sentí conectado inmediatamente con su mirada cinematográfica. Él ha sido influenciado por la fotografía, la pulp fiction y los cómics; todas son cosas que yo amo. Además, la forma como presenta los cuerpos y sus figuras en su obra me conmocionó. Esa ambigüedad, sus sombras, su misterio. Su piezas detonaron memorias mías del pasado. Ahí hubo una conexión que quise que se viera reflejada en la película.
Haciendo otras conexiones, la película me hizo pensar que es posible un nuevo acercamiento ético al mundo y a los demás. Memoria nos invita a escuchar otras formas humanas y no humanas de existencia —calibrar, como Jessica, la “antena” que recibe las historias que están grabadas en el paisaje, en los animales, en las rocas, en los huesos, en el mundo microscópico—. ¿Cree que el cine puede movilizarnos hacia una nueva ética en un mundo roto y distanciado como el que vivimos? ¿Que, a través de él, podemos recalibrar nuestra “antena”?
Me gusta mucho como lo pone. Creo que el corazón de eso es la despersonalización, el despojarse del yo. Visto así, más que una ética nueva, prefiero entenderlo como una entrega tal al mundo, una apertura tan radical, que se suspenda la necesidad de construir una ética individual. En Jessica hay un entregarse a la escucha atenta y un vaciamiento del yo que permite albergar el mundo completo, y que hace que hasta la pregunta por lo ético se anule. Y quizá el cine es uno de los mejores espacios que nos permite pensar en una inmersión profunda en los otros y la inmersión de los otros en uno. El cine sí permite abrirse al mundo de otros modos. Y no solo desde el lugar del espectador, sino que, al menos desde mi experiencia en Colombia, también desde el oficio del cineasta. Cuando vine aquí tuve que depender tanto de otros, de mis colegas, de los colaboradores, del entorno, que esa escucha me hizo entregarme y soltar el control. Tuve que confiar absolutamente en ellos, en sus consejos y sugerencias, empezando porque yo no hablo español y la película es hablada en español. Ahí hubo un acto de entrega.
«En Jessica hay un entregarse a la escucha atenta y un vaciamiento del yo que permite albergar el mundo completo»
¿Y cómo ha recibido su equipo y el público colombiano la película, ahora que llegó a salas?
Regresarle esta película a Colombia ha sido lo más hermoso de todo el proceso. En la realización sentí una suerte de responsabilidad con todas las personas que la hicieron posible. Memoria pertenece a este territorio. Frente a la dedicación y generosidad de todos los que participaron en ella, Tilda y yo sentimos la urgencia de devolver algo. Venir, compartir y escuchar: eso fue lo que hicimos. El jueves en la premier fue bellísimo escuchar las formas tan distintas y amorosas como resuena la película en la audiencia. Esos feedbacks del público, especialmente de las personas del crew con el que trabajamos estos años, le dio sentido a todo.
He leído varias lecturas políticas de la película, en consonancia con la protesta en la premiere en Cannes o, como varios han señalado, por esa forma como invita a reordenar lo sensible, muy en la línea de lo que alguien como Jacques Rancière entiende lo político. ¿En qué sentido entiende usted Memoria como una película política?
Cada vez estoy más convencido de que es una película política. En una de las salas, Memoria se proyectó justo antes de James Bond. Es muy raro pensar que Memoria y James Bond pueden existir en el mismo universo, en el mismo momento en el mismo teatro, cuando buscan cosas tan radicalmente diferentes. Mientras una confirma el orden de las cosas, la otra, como dice, nos mueve a reordenar lo sensible. Películas como las de James Bond producen una ilusión de la que volvemos iguales, y yo siempre he pensado que primero debemos hacernos cargo de lo real antes de huir hacia la fantasía. Con Memoria, en cambio, yo quise excavar hacia el núcleo de lo real.
Por otra parte, además de su forma o de sus búsquedas estéticas, hay también en Memoria una potencia para pensar el presente político, sobre todo el colombiano, a través de otras resonancias. Particularmente aquí, y después de escuchar las respuestas de los espectadores colombianos, sé que la película vibra de una forma particular. El paisaje no es cualquier paisaje: es este territorio y sus cicatrices, es Pijao, es la carretera y el Túnel de la Línea, es Bogotá. Y esa localización, ese territorio situado, detona unos recuerdos muy precisos y adquiere unos sentidos que solo emergen aquí. Los sonidos y paisajes de Memoria evocan toda la historia de un territorio, y eso es profundamente político. Con esta sensación de dislocación de Jessica se abre esa posibilidad: sientes la espera, sientes el paso del tiempo por el espacio. Y el espacio no es otro que Colombia.
¿Es decir que esa segunda potencia política se diluye si la exhibe en otro lugar?
En parte sí. Cuando muestre Memoria en Tailandia quizá no tendrá esa potencia. La lectura sociopolítica probablemente no existirá. Quizá acarree otros sentidos, pero no ese sentido que muchos me han dicho que les resuena en Colombia, esa mirada hacia las voces soterradas del conflicto armado o los duelos abiertos, esa lectura posible desde el sonido hacia la historia de violencia incrustada en este territorio. En lugares como Francia, cuando la exhibimos en el Festival de Cannes, creo que la lectura de la crítica y los espectadores se fue más hacia lo íntimo y psicológico, hacia eso que en cada uno resuena de la experiencia del film, porque igual los asuntos que pone sobre la mesa son universales. Pero aquí se siente viva: activa en quienes lo habitan unos recuerdos que solo ellos ven tallados en el territorio.
Hay un diálogo muy potente en el que Hernán le dice a Jessica que no quiere ir a ningún lado porque él ya lo recuerda todo. Ella le recomienda que vea televisión o vaya al cine, pero él no quiere. Si un cuerpo puede contener todas las historias de todos los tiempos, ¿para qué la ficción? Pensaba que, en tiempos de internet, de ese almacenamiento aparentemente infinito, esa pregunta resuena más fuerte: ¿para qué el cine o la ficción?
Es una pregunta muy fascinante. A veces yo siento que quiero operar como Hernán: abstraerme de todo porque parece que ya todas las historias han sido contadas. Y es que esa parece ser la pregunta constante de la historia del arte: ¿es ya suficiente? ¿para qué pintar si ya con las fotografía podemos registrarlo todo? Si observamos y dejamos que fluyan en nuestra conciencia todas las intensidades del mundo, un acto que ya es lo suficientemente hermoso, ¿para qué, entonces, la ficción? No lo sé. Tal vez quizá por eso siempre he emparentado la ficción cinematográfica con el sueño: lo hacemos, nos sucede, pero no sabemos por qué soñamos o por qué seguimos haciendo películas. Y no tengo la respuesta. Solo sé que, a diferencia de Hernán, yo sí quiero soñar muy intensamente y seguir haciendo cine. Es una clase de adicción, algo que me ha mantenido vivo y que espero que me siga moviendo por muchos años más.
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