Catherine Rodríguez, la diseñadora de vestuario colombiana que hará parte de la Academia

Cuando Catherine Rodríguez vio a Zaida desplegar su manto de seda roja para bailar la yonna, con el interior recamado en hilos dorados —un resplandor sobre el desierto guajiro—, lloró. La imagen de esa joven wayúu del clan Pushaina, a quien la actriz Natalia Reyes da vida en la película Pájaros de verano (2018), luciendo una tela imaginada por ella, inspirada en la fotografía olvidada de un sari en una textilería samaria, la conmovió hasta los huesos. Tras cinco años de trabajo diseñando vestuario para cine, esa secuencia, su huella emotiva, le confirmó que había elegido el camino correcto: “Cuando vi esa escena, esa tela volar de esa forma, dije: esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida”.

Pájaros de verano, dirigida por Cristina Gallego y Ciro Guerra, era el tercer largometraje en el que Catherine trabajaba como diseñadora de vestuario. El proceso de investigación, además de acercarla a las tradiciones culturales y textiles del pueblo wayúu, la sumergió en la moda ochentera de la bonanza marimbera en Santa Marta y La Guajira, a partir de la cual logró otras pintas que aún la enorgullecen, como la de Moisés (el alijuna a quien interpreta el cartagenero John Narváez), modelada en figuras como el Joe Arroyo y Kid Pambelé. Era el tercer proyecto, también, en el que trabajaba con Gallego y Guerra, con quienes había colaborado sin pausa desde que le ofrecieron por primera vez participar en la producción de arte de Los viajes del viento en 2009, de la mano de quien se volvería su gran compañera y maestra: la diseñadora de producción Angélica Perea. 

En ese momento, en 2009, Catherine aún estudiaba Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Colombia, de la que se graduó un año después. Allí, dice, fue donde empezó a tejer las redes profesionales con las que empezó a labrar su carrera, que hace pocos meses fue reconocida con uno de los honores más altos de la industria audiovisual internacional: el pasado 1 de julio fue invitada a formar parte de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, la organización que entrega los codiciados Premios Óscar. De los 395 profesionales de la industria seleccionados para sumarse como miembros en 2021, ella es la única colombiana.

Y es que, cuenta Catherine, han sido diez años de trabajo riguroso, intenso e ininterrumpido. Las primeras puntadas que dio al frente de un departamento de vestuario de un largometraje fue en Mateo (2014), de la bogotana María Gamboa, donde aún su búsqueda, dice, “era muy estética”. Fue un año después, con El abrazo de la serpiente (2015) —la película dirigida por Guerra que representó a Colombia en los Óscar de 2016—, que encontró su voz y se precipitó su reconocimiento en el gremio cinematográfico: por su trabajo allí fue nominada al Premio Iberoamericano de Cine Fénix 2015 y a los International Online Cinema Awards en la categoría de Mejor Diseño de Vestuario.

Por su trabajo en El abrazo de la serpiente, Catherine Rodríguez fue nominada al Premio Iberoamericano de Cine Fénix 2015. Foto: Cortesía. 

En su investigación para construir el universo de los coihuanos, el pueblo indígena ficcionalizado en la película, aprendió técnicas ancestrales de tejido en la Amazonía para la confección de las túnicas de los pobladores y figurantes, se enfrentó a las transformaciones de la corteza con la que confeccionó el taparrabos de Karamakate (el último sobreviviente de la tribu, interpretado a dos tiempos por Nilbio Torres y el fallecido abuelo Antonio Bolívar) y elaboró su talismánico collar de cuarzo y hueso, que emula los dientes de jaguar que lucían ciertos chamanes de pueblos originarios de la selva amazónica.

Como asistente de vestuario pasó por producciones internacionales rodadas en Colombia como Lost City of Z (2015), de James Gray; Jungle (2017), del australiano Greg McLean; y Loving Pablo (2017), del español Fernando León de Aranoa, donde trabajó de la mano de Wanda Morales, la diseñadora que tenía a su cargo la tarea de vestir a Penélope Cruz y a Javier Bardem. Sus manos y su afilado ojo han estado, además, detrás del diseño de los vestuarios de películas como El concursante (2019), de Carlos Osuna; Salvador (2020), de César Heredia; Vers la Bataille (2019), de Aurélien Vernhes-Lermusiaux; y, más recientemente, de Memoria (2021), el nuevo film del tailandés Apichatpong Weerasethakul, protagonizado por la británica Tilda Swinton y coproducido en Colombia, que se estrenó este 15 de julio en el Festival de Cannes, donde compite por la Palma de Oro. 

Desde su cuarentena en Niza, antes del estreno mundial de Memoria, hablamos a fondo con ella sobre sus comienzos en la industria, de su interés por investigar y tejer universos visuales (y simbólicos) de pueblos indígenas en la gran pantalla, de su trabajo en producciones internacionales y de cómo recibió la noticia de que había sido invitada a formar parte de la prestigiosa Academia.

Catherine durante el rodaje de Pájaros de verano en La Guajira. Foto: Cortesía. 

¿Cómo comenzó tu interés por el diseño de vestuario? ¿Cómo era tu relación con la moda y la ropa antes de empezar a trabajar en la industria audiovisual?

En mi familia hay toda una historia relacionada con el tejido y la manufactura. Mi abuela cosía. De chiquita yo iba con ella a Facol a comprar telas y fue ella quien me enseñó a coser. Las telas eran algo que nos vinculaba. Mis papás, además, se dedican a trabajar con cuero. Tanto de ellos como de mi abuela heredé un interés particular por el componente humano del vestuario y los materiales. La ropa está atravesada por redes afectivas y, en ella, hay un montón de significados que hablan del cuerpo que está detrás del tejido. Yo no vi nunca el vestuario desde la fascinación por la industria de la moda o las grandes marcas, nunca fui tampoco una fashionista. Lo que me interesa es el potencial narrativo del vestuario: la ropa es algo que te cuenta algo de alguien, que te narra desde la superficie textil cosas de ese humano que está al fondo.

Empezaste en el área de producción de arte de Los viajes del viento. ¿Cómo fueron esos años iniciales y cómo diste el paso del arte hacia el diseño de vestuario?

Yo entré a estudiar a la Escuela de Cine y Televisión de la Nacional porque me interesaba la comunicación, pero nunca fui lo suficientemente valiente como para pensar en comunicar desde mi propia voz. No me gusta exponerme. Por eso tampoco nunca pensé en ser directora. Me gusta más camuflarme, trabajar en equipo, hacer parche. En mi semestre eso se dio de forma muy chévere. En esa época, me invitaron a participar de una tesis en la que conocí a Camila Olarte, una diseñadora de vestuario muy conocida en Colombia, y a Angélica Perea, una de las mejores diseñadoras de producción y directoras de arte que tiene América Latina. Me fue bien y me dijeron que estaban buscando a alguien para ser pasante en la telenovela de RCN Mujeres asesinas, donde trabajé de asistente de la coordinadora de arte.

De ahí entré a UN Televisión con Cristina Gallego, donde me dedicaba a loguear material. Por lo que me enseñó mi familia, tengo desde pequeña muy buenas habilidades manuales y buen ojo y, por esas destrezas, Cristina le dijo a Angélica que yo podía ser la productora de arte de Los viajes del viento. Fue durísimo. Era una película muy ambiciosa para ese momento, fue hecha con las uñas y haciéndola entendí que mi relación narrativa no estaba con los objetos ni las cosas. Podía hacerlo, pero a mí los muebles no me hablaban; en cambio, las telas sí. Ahí supe que el arte no era lo mío.

En ese momento, Iván Gaona [el director de Pariente] y Diana Pérez iban a empezar a hacer su tesis en la Escuela, un corto que se llama El pájaro negro. Iván me propuso hacer el vestuario a mí. Fue en ese momento cuando encontré mi propia voz. Entendí hacia dónde quería ir: que el vestuario me mueve como no me mueve nada.

Catherine en el rodaje de Fósforos mojados, aún en posproducción. Foto: Felipe Martínez. 

¿Cuál fue el primer largometraje en el que lideraste el diseño de vestuario?

El primer diseño de vestuario que yo hice de un largo fue en Mateo, de María Gamboa, por ahí en 2013. María es una persona grandísima, impresionante. Con Mateo tuve la oportunidad de entender de otro modo el conflicto armado en una sociedad que está demente, descompuesta. Esa película, creo, le apostó al posconflicto durante el conflicto. Es muy dolorosa, y creo que encontrar ese tono de forma respetuosa desde la ropa fue todo un reto. En Mateo mi búsqueda como diseñadora de vestuario fue muy estética, pensada sobre todo en función del impacto visual. Ahora que veo hacia atrás, pienso que ahora tengo búsquedas muy distintas. Hoy entiendo el vestuario de otra forma: ya no solo de forma estética, sino que procuro que detrás de cada tela haya algo más, que se puedan leer otras capas de sentido allí, que hable de otras formas.

Mateo, de María Gamboa, fue el primer largometraje en el que Catherine lideró el diseño de vestuario. Foto: Cortesía 

Hablemos de tu experiencia en El abrazo de la serpiente, tu siguiente trabajo con Ciro Guerra y Cristina Gallego, con la cual fuiste nominada a varios premios internacionales. Creo que ahí ya se ve ese enfoque quizá más antropológico y narrativo de entender el vestuario del que hablas. ¿Cómo surgió tu interés por pensar los universos simbólicos y estéticos de los pueblos indígenas desde el vestido?

Mi énfasis en la universidad fue en cine documental. Mi papá, además, ha sido siempre una fuente muy presente de investigación en asuntos étnicos, porque él ha tenido toda su vida una curiosidad natural por la tradición de los pueblos originarios desde temas como el yagé o las herencias muiscas en Bogotá. Cuando estaba en cuarto semestre, fui al Jardín Botánico a hacer un documental sobre una chagra que algunos indígenas muiscas y uitoto estaban construyendo allá. Una chagra es una huerta que alimenta a una comunidad. Ahí conocí a un abuelo y a la comunidad muisca de Bogotá, al tiempo que fui refinando desde mis estudios universitarios técnicas etnográficas. Fue ahí cuando se me disparó la curiosidad sobre cómo los saberes de los pueblos indígenas de Colombia estaban desapareciendo en manos de los blancomestizos. 

Todo eso coincidió con que Angélica me ofreció hacer El abrazo de la serpiente, que era apenas mi segundo diseño de vestuario. “¡Qué responsabilidad tan gigante para una persona tan chiquita!”, pensaba yo. Me sentía poco preparada, pero tenía muchas ganas: esa película me hablaba en muchos niveles. Acepté y durante seis meses fuimos conversando e investigando, fuimos paso a paso buscando el diálogo entre los resultados de esa investigación y las necesidades visuales y narrativas de la película. 

El collar y el taparrabos de Karamakate en El abrazo de la serpiente retaron a Catherine a aprender a trabajar con materiales orgánicos en la selva amazónica. Foto: Cortesía. 

¿Cómo fue ese proceso de investigación y diseño? 

Investigamos a fondo sobre el Amazonas colombiano, sobre sus pueblos originarios, sobre textiles nativos y técnicas de manufactura. En el proceso fui a Mitú, busqué los textiles, aprendí a triturar con las semillas y yerbas, estuve un buen tiempo entrenándome en técnicas ancestrales de diseño, averigüé cuáles eran las semillas tradicionales para los collares y adornos. El cuarzo del collar de Karamakate, por ejemplo, está basado en buena parte en las tradiciones de vestimenta ritual amazónica. Mandamos incluso a replicar los dientes de jaguar que lo componen. 

Cuando nos encontramos con Ciro y Cristina ya teníamos un discurso muy estructurado del universo de los coihuanos, que es la etnia que inventamos para la película. Ese universo estético y simbólico que creamos con el vestuario fue muy potente, muy redondo. Tanto así que una estudiante de Angélica, en una clase que daba de Técnicas de Investigación, le llevó un montón de fotos de El abrazo de la serpiente y le dijo que estaba súper interesada en estudiarlos y ella no pudo contener la risa. ¡La chica estaba convencida de que existían! Eso me impactó y emocionó por partes iguales, porque siento que con un trabajo tan riguroso como el que hicimos allí me di cuenta de que nuestras ficciones tienen la potencia para hacerse pasar por realidades.

En una entrevista hablabas de lo difícil que era el comportamiento de los materiales y las telas en la selva, y mucho de tu trabajo —como en El abrazo de la serpiente o en la serie de Netflix Frontera verde— ha sido en la región amazónica, en condiciones duras de humedad y de exposición al ambiente. ¿Cómo sorteas esas dificultades?

Es un reto inmenso para una como vestuarista trabajar en las condiciones de la selva amazónica, porque el textil está vivo. Los materiales que usamos para el taparrabos de Karamakate tenían un ciclo vital. Ese taparrabo es una corteza y estaba en contacto todo el tiempo con la humedad de la selva y sus microbios, y también con los del cuerpo del actor. Hay, claramente, un desgaste más rápido que el del algodón de la camisa que uno compra en cualquier tienda de fast fashion. Entender el proceso de la “vida útil” de los materiales naturales es fascinante. Y aunque esos materiales puedan representar un sobrecosto, creo que le dan una fuerza estética y narrativa que no tendría usar otro material cualquiera, mucho menos en películas que quieren recrear el universo cultural de la Amazonía. En Frontera verde, el taparrabo de Yua era muy complejo porque el material se comportaba muy raro, absorbía toda la humedad y no tenía forma. Eso causaba todo un lío de continuidad entre las escenas, pero se veía muy bien. Con el tiempo, he ido aprendiendo a trabajar con esos materiales, a entenderlos y moldearlos mejor.

«Procuro que detrás de cada tela haya algo más, que se puedan leer en ella otras capas de sentido»

En el caso de Pájaros de verano, que rodaron en La Guajira y en la que retrataban el universo cultural wayúu, ¿cómo fue ese trabajo con los textiles?

Lo que pasó en La Guajira es que todo era demasiado seco. Y como todos los mantos y vestidos wayúu eran sedas, las sedas sometidas al calor y la sequía hacen muchísimo ruido. Al sonidista le tocó sortearlo y lo logró con dificultad, pero de forma magistral. Los materiales tienen muchas formas de comportarse en diferentes ambientes. De Pájaros de verano recuerdo con mucha emoción una escena particular: cuando Zaida, el personaje a quien interpreta Natalia Reyes, está bailando la yonna. Esa es quizá una de las piezas favoritas que he diseñado: la capa es roja y por dentro está recamada en dorado. Tomamos esa decisión porque en principio la capa se veía muy oscura. Un día fui a Santa Marta y entré a un centro de textiles y había una foto de un sari, con una vestimenta hindú impresionante, y era así: rojo con dorado. Ahí se me iluminó todo. Quedó precioso y narrativamente funcionaba muy bien. Ese ha sido el momento de mayor felicidad en toda mi carrera.

¿Qué sentiste?

Ver bailar a Zaida es algo que todavía no puedo explicar. Es una de las imágenes que más me impactó y me quedará grabada de mi vida profesional. Estaba conmovida a muchos niveles. Fue como una epifanía, fue mágico. Verla bailar la yonna con esa capa era la magnificencia de entender que la ropa no es solo ropa. Que era algo que hablaba en muchísimos otros registros. Me salieron lágrimas de emoción, eso antes no me había pasado. En El abrazo de la serpiente tuve una conexión muy profunda con la investigación, con los pueblos indígenas, con la selva, pero no de la forma como lo viví en Pájaros. Viendo esa imagen, esa tela volar de esa forma, dije: quiero hacer esto el resto de mi vida, quiero vivir momentos como este siempre.

El vuelo de la seda en el baile de la yonna de Rapayet y Zaida en Pájaros de verano confirmó a Catherine su vocación como diseñadora de vestuario para cine. Foto: Cortesía. 

Hablemos un poco de tu participación en producciones internacionales. ¿Cómo viviste el contraste entre trabajar como vestuarista en películas colombianas a hacerlo en una superproducción como Lost City of Z?

Eso fue monstruoso: debíamos vestir a 150 personas en tiempo récord siguiendo los viaje de un explorador en distintos pueblos indígenas de la Amazonía. Ahí trabajé con la gran diseñadora de vestuario española Sonia Grande, que tenía una mirada súper respetuosa hacia los pueblos indígenas. Ella hizo todo para que se retrataran lo más rigurosa y fielmente posible. Con Sonia hicimos una investigación fuertísima. Buscamos muchos materiales en Brasil, investigamos muy seriamente sobre el viaje que Percy Fawcett hizo partiendo de Rurrenabaque en Bolivia. 

Yo hice todo el viaje siguiendo su camino visitando a las comunidades. Analizaba, por ejemplo, los detalles de las prendas que usaban los indígenas Bakairis. Ellos usaban unos trajes de palma, que nosotras pensábamos que eran similares a las palmas con las que fabricaban las escobas de antes. Pero fuimos aprendiendo que en los diferentes rincones del Amazonas no crecen las mismas plantas, y esas palmas eran distintas. Hasta que no dimos con ellas, no quedamos tranquilas. Todas las piezas son resultado de una investigación muy ardua. Yo no le permito nada al azar: la falta de verdad en el vestuario me angustia mucho. No me gusta que no haya verdad en las películas.

¿Qué tal te fue al pasar del mundo indígena a vestir a Javier Bardem y a Penélope Cruz en Loving Pablo

Para mí en Loving Pablo era todo muy novedoso, como entrar a una biblioteca nueva. En ese proyecto, que era gigante, había tres diseñadoras de vestuario en diferentes posiciones. La del cast era Loles García Galean, una diseñadora española muy famosa, y la del crowd era Saoia Lara, que se ganó un Goya al mejor diseño de vestuario con Handia. Yo trabajaba de la mano de Wanda Morales, que tenía a su cargo la tarea de vestir a Penélope Cruz y a Javier Bardem. 

Fui muy ávida de conocimiento y ese fue mi contacto más directo con el universo de los diseñadores famosos: a Penélope la vestíamos de Valentino, de Thierry Mugler, de Yves Saint Laurent. Conocí muchas de esas marcas de la alta costura de los ochentas y noventas, ese mundo fashionista al que siempre le he hecho el quite, porque eso realmente no me habla. Entendí muchas cosas de la megaindustria y aprendí que los actores son también personas. Para mí fue un gran aprendizaje sobre el sistema y el método. Además, me permitió seguir cultivando maestras, que es lo que más agradezco haber tenido en este oficio.

En Loving Pablo, Catherine fue asistente de vestuario de Wanda Morales, encargada de vestir a Javier Bardem y Penélope Cruz. Foto: Cortesía. 

Cuéntanos sobre tu participación en Memoria, que esta semana estrenan en Cannes. ¿Cómo fue el proceso de conceptualización y diseño del vestuario con Apichatpong Weerasethakul? 

Fue un trabajo muy largo. Duramos un mes y medio en el acercamiento al vestuario, que es algo que no me había pasado nunca. El proceso de conceptualización con alguien cuya lengua materna no es el español es un reto. Nuestros universos culturales y nuestro capital social es distinto, y ese intercambio entre personas con referentes vitales, culturales y estéticos tan distantes para un proyecto suele ser difícil. Agarrar referentes es retador. Pero generamos un sistema: primero vestíamos a una modelo de cuerpo, luego lo llevábamos a un maniquí y ya, al final, a los actores y actrices. Apichatpong quería, por ejemplo, separar a Tilda Swinton, la estrella, el ícono mundial, del personaje de Jessica. Pero todo el tiempo él veía en Jessica a Tilda y creo que eso lo conflictuaba de diferentes maneras. Al final lo logramos y Apichatpong quedó muy tranquilo.

Su más reciente proyecto al frente del diseño de vestuario fue en Memoria, de Apichatpong Weerasethakul, rodada en Colombia y protagonizada por Tilda Swinton. Foto: Cortesía. 

¿Cómo fue vestir a Tilda Swinton?

Yo, que ya había trabajado con actores y actrices muy famosas, llegué un poco prevenida el día que iba a conocer a Tilda: pensaba que iba a ser complicadísima. Pero el día que la conocí, lo primero que me dijo fue: “Yo he visto tus películas”. Quedé paralizada. Se sabía mi nombre, hablamos harto y, desde ese momento, engranamos de forma increíble. Ese reconocimiento tanto profesional como humano entre dos personas que están trabajando en un mismo proyecto es algo fundamental. Tilda no deja de sorprenderlo a uno: su alma, su luz, su tranquilidad, su trato hacia los otros. Fue tan amorosa y tan atenta que todos quedamos deslumbrados con ella. Lo pongo así: Tilda es todo lo que está bien con un humano.

Hablabas en un live sobre los problemas de percepción que la gente tiene sobre el oficio del diseñador de vestuario en cine: que muchos, aun en el gremio, creen que es solo “poner ropa”, cuando en realidad es todo un lenguaje paralelo al del guion, un universo de significación. 

¿Has leído un libro de Carl Sagan que se llama Cosmos? Entre toda su explicación física le preguntaban cómo le podía explicar a una persona la cuarta dimensión. Él decía que es algo muy difícil, porque si no eres consciente de que existe, si no estás vitalmente abierto a pensar esa experiencia, no vas a poder entenderlo. Yo pienso el vestuario como un asunto de cuarta dimensión: siento que nos dan por sentado y hay que aprender a mirar para entender cómo lo que hacemos configura universos de sentido. “Es solo ir a la tienda a comprar vestidos”, dicen. Pero detrás de ello hay todo un proceso de conceptualización y una narrativa oculta, muchas veces inconsciente para el espectador, que se cuenta a través de las prendas. La gente, sin saberlo, lee el vestuario, lee sus colores y telas.

Hace unas semanas di una charla en Congo Films y pensaba en las películas de Wes Anderson. Son películas con paletas de color felices y brillantes, pero las historias a veces son duras, oscuras. Los sentimientos van codificados desde un contraste con los códigos de color. Pasa lo mismo con cualquier producción audiovisual. El hecho de que uno no sepa que la cuarta dimensión existe, no significa que no esté ahí. Lo mismo con el universo de significación que despliega el vestuario: aunque no sepas que hay un valor narrativo ahí, no implica que no esté contando cosas. Como con todo código nuevo: hay que entrenarse para saberlo leer.

Vers la Bataille, uno de los largos para los que Catherine diseñó vestuario antes de la pandemia. Foto: Cortesía. 

Has estado constantemente en producciones que retratan relaciones de colonialidad, viajes a territorios habitados por comunidades indígenas, descensos de expedicionarios a las selvas americanas —desde las películas de Guerra y Gallego hasta Lost City of Z o Jungle, la de Daniel Radcliffe—. ¿Cómo te enfrentas a la pregunta por la colonialidad y las fricciones culturales desde el diseño de vestuario en las películas? ¿Cómo no replicar ese “exotismo blaquimestizo” del que hablabas al comienzo desde la forma como vistes personajes de pueblos originarios?

Tengo siempre esas preguntas en mente y son muy difíciles de resolver. De hecho, justo ahora estaba colaborando en la investigación de La Reina del Sur y leía sobre el tema del poscolonialismo en Bolivia y lo que ahora implica pensar una identidad chola, el proceso de blanqueamiento, el mestizaje postaymara y postquechua, y pensaba que hay siempre un nudo ciego: retrates como retrates a comunidades indígenas, nunca los vas a tener como son o fueron en realidad. Porque esa identidad original ya no existe, ya han pasado por cientos de manos de colonizadores, de blancos, ha habido ya procesos de evangelización. 

Yo descreo de la idea de la pureza cultural; sin embargo, mi apuesta es siempre ser lo más respetuosa posible. Contrasto la información que tengo antes de llevarla a un traje, reviso muchísimas fuentes para que el acercamiento sea riguroso, que lleve a una verdad que no hiera a nadie o que lastime lo menos posible. Porque, de todas formas, en cualquier representación del otro hay ya un grado de violencia. Todo proceso de representación étnica siempre correrá el riesgo de ser, por un lado, exotista o, por el otro, de hablar desde la miserabilización o el “pobres ellos”. Ahí prefiero rayar un poco en el exotismo y hablar desde la visión de la verdad impugnable del chamán ancestral y no desde la imagen de los despojados, de la indignidad de que estén en la calle bailando música popular por una limosna. Prefiero pensar que la verdad que construimos desde el cine, desde las películas que he hecho, pueden regresar algo de dignidad a esos pueblos históricamente violentados.

Catherine se ha especializado en el diseño y conceptualización de vestuarios de pueblos indígenas, como en la serie de Netflix Frontera verde. Foto: Cortesía. 

Mucha gente relaciona un buen vestuario con los despliegues de trajes vistosos. En los Óscar, las películas que suelen ganar en esa categoría son las películas de época o los mundos futuristas, con trajes excéntricos y muy visibles, pero muchas de las películas en las que tú has trabajado parecen acercarse a ello de otra forma. ¿De qué manera entiendes el oficio de cara a una industria que parece premiar la extravagancia? 

Como señalas, a la gente solo parece interesarle el vestuario cuando es muy vistoso, cuando resalta y se hace muy visible. Solo son conscientes de que hay vestuario cuando imperiosamente tu punto de visión va allí. A mí me gusta pensar, en cambio, que el vestuario que yo hago, que es más sutil y narrativo, puede cobrar ese poder sin que te reviente en la cara. Igual yo admiro a la gente que hace esos vestuarios futuristas o de época tan hermosos; una de mis ídolas es Ruth E. Carter, la diseñadora que ganó el Óscar por su trabajo en Black Panther. A mí lo que me parece es que si te vas a arriesgar que lo hagas con toda. Si un día yo hago algo así de época, del siglo XVIII o siglo XVII, quisiera darle algún giro y llevarlo al extremo.

El otro día leía algo sobre la serie Bridgerton: mucha gente decía que había muchos fallos en la correspondencia entre la época y el vestuario de la serie, desmenuzaban punto por punto los “errores”. Y la diseñadora decía: “No estoy buscando que esto sea idéntico históricamente, sino que es mi propia interpretación de esa época. Desarrollamos una nueva narrativa en este espacio temporal, pero esto no es la verdad, es una ficción”. Esto se conecta con lo que me podrían decir frente a los wayúu o a los vestuarios de la bonanza marimbera en Pájaros de verano. La respuesta es que una película y su vestuario siempre son interpretaciones ficcionalizadas, nunca es “la verdad”.  

«Hay una narrativa oculta, muchas veces inconsciente para el espectador, que se cuenta a través de las prendas»

Para terminar, háblanos de la invitación de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. ¿Cuándo la recibiste y qué expectativas tienes ahora que estarás participando allí?

En julio del año pasado me llegó un correo electrónico de Aggie Guerard Rodgers, la diseñadora de vestuario de Star Wars: El retorno del jedi y El color púrpura, de Steven Spielberg. En él me decía que ella admiraba mucho mi trabajo. Yo no me lo creía, pensaba que era una broma, como esos mails de spam en los que te quieren robar los datos de la tarjeta de crédito. Aggie me decía que quería que yo fuera parte de la Academia, que estaban intentando vincular más personas de América Latina, que si yo estaba interesada.

Cuando salí del shock y me di cuenta de que era real, lo pensé mucho y empecé el proceso. Tenía que conseguir sponsors y Sonia Grande y Julio Suárez, el diseñador de vestuario de Lucrecia Martel, aceptaron. Otras personas del medio cinematográfico me hicieron cartas, pasé la aplicación y me eché la bendición. Tenía susto de no quedar porque toda la gente en la Academia es muy adulta, con trayectorias de treinta años, como Beatriz Di Benedetto y Muriel Parra, las otras latinoamericanas que entraron este año. Creo que será una gran oportunidad para hacer otras cosas afuera, eso me llena de ilusión. Sin embargo, creo que la fama no me mueve, me mueven las historias.

En este punto tan alto de tu carrera, ¿qué aprendizajes compartirías con un joven o una joven que aspira a dedicarse al diseño de vestuario hoy?

Que no se den por sentado: es maluco la gente que es canchera desde tan chiquita. Que está bien dudar, preguntar. Que es muy aburrido ser como los demás, que vayan desarrollando su voz interior y que la escuchen. Esa intuición se va a volver su sello, lo que los hará destacar. Esa voz, con los años, se va volviendo nítida, va cogiendo forma. Como el ruido que persigue a Tilda en Memoria, yo sigo escuchándola.


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