El cultivo de la tradición

Foto: María Alejandra Villamizar – Canal Trece

No es necesario ser una gran ciudad para tener una inmensa historia. Este es el caso de Ramiriquí (Boyacá), un municipio ubicado al suroriente del departamento en el Altiplano Cundiboyacense. Con una extensión de 146.5 km2 (que se descomponen en 24 veredas rurales y 8 barrios urbanos) y una población de 9.926 habitantes, Ramiriquí representa el 6% del espacio físico del departamento de Boyacá; aunque en realidad contiene mucho más de su historia y su desarrollo.

Su nombre proviene del último cacique muisca de la región, “Ramirique”, quien después de ser bautizado Felipe Ramiriquí en 1541, se convirtió en el dueño de las tierras que hoy componen el municipio y algunos de los aledaños. El valle fue fundado como Ramiriquí el 21 de diciembre del mismo año por el fraile español don Pedro Durán. Esta acción tenía el propósito de honrar uno de los sitios en los que se habían realizado la mayor cantidad de bautizos en la época; sin embargo, al mismo tiempo fue un disfraz para profundizar en el proceso de colonización y evangelización que se venía realizando. Aunque, es preciso mencionar que, como distrito parroquial (una figura similar a la del municipio que tiene hoy en día) se constituyó en 1842 después del decreto de división de provincias emitido por la Cámara de Representantes de la Nueva Granada.

Ramiriquí se ha posicionado como un testimonio de la historia muisca y las tradiciones alrededor del cultivo, tanto en la época de la colonia como en la actualidad; de allí que la actividad campesina siga teniendo tanta influencia en la zona, al ser uno de los motores de su economía, la del departamento e incluso la del país. Otra señal de toda su influencia indígena está en la presencia de petroglifos y un parque de reserva arqueológico que comparte con el municipio de Ciénaga; además de la realización de festivales alrededor del maíz y de sus tradiciones campesinas.

Ramiriquí se encuentra ubicado cerca de Tunja -hacia el norte- y limita con Chinavita y Zetaquirá por el sur, con Rondón y Ciénaga al oriente y con Chivavitá, Tibaná y Jenesano al occidente. Al estar localizado sobre la cordillera oriental de los Andes, tiene una geografía irregular y montañosa con altitudes variantes entre los 2.200 y 3.400 msnm, característica que además influye sobre su temperatura promedio de 15º. Entre otras cosas, tiene una variedad de fauna que va desde la presencia de osos y venados, hasta gran diversidad de aves y algunos simios pequeños; esto se encuentra relacionado con la afluencia de los ríos Guayas, Jusavita, Tasajera, La Miel, Ciénaga y Boyacá que rodean la zona y le dan un alto nivel de fertilidad a las tierras –importante en su labor agrícola y ganadera.

En este contexto se ubica Celia Soler, una artesana de 70 años que junto a su esposo entró al mundo de las artesanías desde hace 45 años y hoy se dedican a la producción y comercialización de elementos realizados con fique como alpargatas, bolsos, sombreros y demás. En su historia la tradición del trabajo y el sustento campesino tiene gran importancia, no sólo porque el cultivo del fique es protagonista en el desarrollo económico del departamento (especialmente en el siglo XX), sino porque las prácticas requeridas para el desarrollo de su actividad artesana se remontan a su infancia y el trabajo en los cultivos de fique que tenían sus padres.

Foto: Somos Región – Canal Trece

Desde niña se relacionó con el que sería el insumo principal de su trabajo como adulta; al ser la mayor de sus hermanos, ayudaba a sus padres a desfibrilar el fique y procesarlo para venderlo. Este sentido de trabajo se convirtió en el impulso que la llevó a estudiar con Acción Cultural Popular y a ganar una beca para los institutos de la Radio Sutatenza. Así, después de casada ingresó con su esposo a un curso del SENA en Zetaquirá sobre fabricación de artesanía para aprender y perfeccionar la técnica del hilado y confección del fique; de hecho, fue este aprendizaje el que les permitió formalizar su empresa de artesanías y organizar su taller para la fabricación de los productos.

El fique me transformó la vida”, afirma doña Celia; a ella y a muchos más. La actividad campesina y la reivindicación de las tradiciones alrededor del cultivo y el manejo de los productos que de allí surgen ha permitido que muchos colombianos en diferentes partes del país puedan encontrar una forma de subsistir en alternativas más próximas a las economías locales. Si bien Colombia como país ha estado marcado histórica y socialmente por la fuerza de la ruralidad y las actividades campesinas –pues “somos un país rural, un país de regiones”-, los conocimientos municipales y tradicionales relacionados con la siembra y los usos de la tierra son un patrimonio que muchos luchan por mantener a pesar del constante crecimiento de la agro-industria.

Ahora, en esta lucha las artesanías juegan un papel importante, pues se han consolidado como un producto que tiene acceso a la economía nacional en tanto refleja técnicas tradicionales y conocimientos de orden regional; se consideran un medio de reivindicación en tanto están atadas a procesos de carácter local, producciones que no implican una gran tecnificación en la manufactura. Entonces, las artesanías están fuertemente vinculadas a la actividad campesina, ya que reconocen en ella la fuente de insumos y de prácticas para generar productos estéticos atractivos al público.

La labor artesana para el país representa la consolidación de una serie de conocimientos que involucran a la tierra y a la historia, para mantener vivos saberes y tradiciones sobre una comunidad y su trabajo. Así, en el oficio de Celia Soler están presente, por un lado, el sentido esencial de la artesanía como algo hecho a mano, y por otro, la intención de Ramiriquí por custodiar y preservar las semillas y los conocimientos campesinos que, desde su herencia muisca, se establecieron alrededor de cultivos como el maíz, la papa, la uchuva, el tomate de árbol, entre otros.

Finalmente, la importancia de un trabajo como el de doña Celia está en que esta unión entre el cultivo campesino y la labor artesanal plantea una alternativa de subsistencia que se mantiene fiel a los conocimientos y las prácticas de su región mientras adquieren un nivel de legitimidad nacional al reconocer la necesidad de ambas acciones en la economía colombiana. Es un ejercicio doble que rememora una historia muisca olvidada dentro de un municipio que, a pesar de su pequeño tamaño, custodia la agricultura como una de las actividades principales en la manutención de la vida y del sentido de comunidad.

Foto: María Alejandra Villamizar – Canal Trece


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