“¡Madre, madre, madre! A veces pienso que te he esperado siempre”, se lamenta el narrador de Estrella madre (Literatura Random House, 2020), la segunda novela del escritor barranquillero Giuseppe Caputo, cuando recuerda el devastador incendio que consumió la fábrica en la que su madre y él trabajaban: ella para irse lejos; él para hacerle a ella un milagro —regalarle un pescadito de oro—.
Ha pasado, desde entonces, mucho tiempo: ella —su “madre sol”, su “estrella madre”— ya se fue; él la espera. Lo único que queda de su frágil vínculo es la memoria de ese “cordón de humo” que salía de la fábrica, ya difuminado y roto, y una foto gastada que lo ilumina desde la ventana de la habitación: “el sol del vidrio”. En una inversión sudaca de la imagen rapunzeliana de la mujer que espera en una torre a que la rescaten, Caputo va dando a luz “un largo cuento de hadas impregnado de cultura popular latinoamericana” en el que quien espera es un hombre empobrecido. Esa fue, para él, la imagen-semilla de la novela: la de un hombre que espera en una torre. Pero esa torre no es torre, sino el esqueleto de una construcción que no avanza, un paisaje de grúas y andamios que se ven desde un apartamento precario —marcado con un cartel de arriendo y del que amenazan con sacarlo por la deuda acumulada— “en el corazón de un edificio descascarado”: Lomas del Paraíso.
Las escenas de amor de los obreros de enfrente, el cariño y el delirio de sus vecinas Luz Bella e Ida —o Madrecita, embarazada de cojines y trapos, madre de todas las cosas—, su vecino Antonio y su madre moribunda y el gruñón guarda, Próspero, acompasan el conteo de los días. “Mi espera ha sido larga”, dice el narrador, y es sobre ese suelo de indeterminación, en un catálogo afectivo del tiempo en días de amor y días de tristeza, que el universo simbólico de la novela se va desplegando. La del hijo es una espera deseante, poblada de espejos en clave de baladas románticas y telenovelas —como Algún día seré feliz o El más grande espejo, que las vecinas ven, comentan y narran a los obreros de enfrente—, acechada por la angustia devoradora del dinero que no llega, e intervenida por asedios de la memoria, sueños, filas que se enredan entre sí, mitos bíblicos e historias de piratas, magos y sirenas.
Pensada en estrecha relación especular con su aplaudida novela debut, Un mundo huérfano (Literatura Random House, 2016), Estrella madre es sobre los trazos provisionales de una constelación “que podría llamarse El Deseo o La Esperanza”, y es sobre el tiempo: sobre cómo el tiempo atraviesa unas vidas arrojadas al despojo y la inmortalidad del hambre, “que creció hasta volverse vieja”. En ella, el mundo y el relato viven como promesa para los personajes: promesa de que la madre tocará la puerta, promesa de que sonará el teléfono —que están a punto de cortarle por demoras en los pagos— y del otro de la línea su voz anunciará su regreso, promesa de que llegará la plata y la comida, de que alguien escuchará sus plegarias, de que algún día se cumplirá el deseo del hijo que pide volver a ver a su madre arrojando facturas arrugadas a una fuente.
En la literatura de Caputo, como anota el escritor Juan Cárdenas, hay “una sabiduría de la imagen que viene de los cuentos antiguos”. Con ternura radical, humor y alegría deseante, la novela ilumina y abraza a los cuerpos vulnerables, tiñe de violeta y naranja su mundo oscuro. Sus personajes, como afirmó en una conversación que sostuvo en El Espectador con la escritora Gloria Susana Esquivel, “pueblan de imágenes el despojo”.
Hablamos con él de todo eso: de Estrella madre como espejo de Un mundo huérfano, de las formas de la espera y los catálogos del tiempo, y sobre escribir un libro que, para él, podría ser una larga versión de “Tú”, la balada de Yolandita Monge.
Estrella madre es la segunda novela de Giuseppe Caputo. Foto: Felipe Sánchez Villarreal.
Empecemos por la relación especular entre tus dos novelas, de la que ya has hablado en otras entrevistas: si Un mundo huérfano era la novela del padre, de la luna y de la noche, Estrella madre es la novela de la madre, del sol y de los días que pasan. ¿Cómo se miran la una a la otra? ¿En qué medida hay entre ellas una estructura pensada en espejo?
Si bien Un mundo huérfano salió publicada primero, antes de ella yo ya había escrito dos versiones de Estrella madre: con la primera —que comencé a escribir hace diez años— apliqué a la beca de la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Tengo dos manuscritos enteros cerrados de la novela. Dejarlos y escribir Un mundo huérfano me ayudó a pensar estructuralmente la versión definitiva: en esta versión —la tercera, la que finalmente publiqué— no sentí una distancia tan grande entre lo que quería hacer y lo que quedó.
Estructuralmente, como dices, me sirvió pensar ambas novelas como novelas-espejo, empezando por decisiones que parecen sencillas o intuitivas. Por ejemplo, en Un mundo huérfano todas las escenas son de noche y la novela termina en un amanecer; pensando en eso, yo dije: quiero que Estrella madre comience con un amanecer. Un mundo huérfano es un universo masculino que luego es intervenido por voces femeninas, como Olguita o Marlene; Estrella madre es lo contrario: un universo femenino impregnado de vez en cuando por voces masculinas, como aquella del monólogo del capítulo que se titula “En la espera se quiebran las tramas”.
Esa relación especular está presente todo el tiempo. Está en las ciudades, por ejemplo. Ambas ciudades de las novelas son híbridos de Caribe y Andes: Un mundo huérfano es más claramente Barranquilla por el mar; Estrella madre es más claramente Bogotá por las montañas. Pero a pesar de que la ciudad de Estrella madre es más andina, hay algo muy caribeño, de lo que hablábamos en la presentación de la novela con Gabriela Alemán: la porosidad entre los espacios interiores y exteriores, entre la casa y la calle, esas conversaciones a gritos entre Luz Bella y los obreros de la construcción.
El espejo está presente también como imagen: así se piensa la relación madre-hijo desde el psicoanálisis, así operan los sueños y las telenovelas —la que comentan todo el tiempo se llama justamente El más grande espejo—. La obra en construcción frente al edificio donde viven es un espejo del edificio mismo que está deviniendo en ruina, un devenir que Próspero trata de revertir todo el tiempo. Después de escribir la novela pensé mucho en Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Una de las ciudades se llama Tecla y está siempre en construcción. El viajero que llega allí pregunta: “Pero, ¿por qué han tardado tanto en construirla?”. Y la gente responde: “Porque queremos aplazar lo más que se pueda su destrucción”.
El deseo también puede pensarse de manera especular. En Un mundo huérfano, el deseo se ve en el capítulo “La Ruleta”, que es una acumulación de escenas de sexo; acá en Estrella madre, en cambio, hay una gran escena de paja. El narrador de Un mundo huérfano trata de aterrizar el Deseo grande (en mayúscula) en deseos concretos, en deseos pequeños (en minúscula). Acá el desde se queda siempre en Deseo en mayúscula: no se concreta, permanece inasible, empezando por la propia madre, que es inasible no solo en su ausencia, sino desde antes de irse. Él mismo dice: “Madre, siento que te he esperado siempre”. Hay un deseo en Un mundo huérfano que sí logra abrazarse (y abrasarse), que en Estrella madre no: aquí queda siempre irresuelto.
Las novelas son hermanas, además, por los narradores que construyes, ambos pensados desde una voz específica: la del hijo. ¿Por qué te interesa escribir desde ese lugar?
Siento que hay en esos narradores una incapacidad de pensar a la madre o al padre como personas que van más allá de ese rol. Los de ambas novelas son hijos que son padres de sus padres: cuando son niños son unos niños-adultos, y cuando son mayores son unos hombres-niño. Digo que son niños-adultos porque son cuidadores de sus papás. Tienen unas responsabilidades, como en la primera escena de Estrella madre: la mamá lo pone a dar la cara, a pedir plata prestada, y él recibe estos insultos —que es, en parte, la manera como él busca que la mamá lo consienta—.
Pienso en el título de un libro de Vivian Gornick que puede condensar eso: “Apegos feroces”. Al ser hijos narrados como hijos, sin nombre, ocupan el lugar mítico de “el hijo”, que en este caso son primero niños-adultos y luego hombres-niño. Siempre están en esa ambigüedad. En el capítulo “Tu madre tiene un nombre” de Estrella madre pensé si ponerle nombre a la madre, pero decidí que no: y esa reflexión aparece en la niña de la telenovela a la que le preguntan, cuando se pierde su mamá, que cómo se llama. Ella dice: “Mamá”. Pero siempre le dicen: “No, nena, el nombre, ¿cómo es? Ella tiene un nombre”. Algo que hermana las novelas es que todo el mundo tiene nombre, excepto las ciudades y los protagonistas.
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El título de ambas novelas viene, en ese vínculo de espejos y apegos feroces, del mismo fragmento de Un mundo huérfano.
Así es: “Era un mundo huérfano, sin sol, y la noche, por tanto era perpetua. «Hay muchos planetas así», agregaba Papi mirando el cielo y recomendándome que yo también lo hiciera, «huérfanos de la estrella-madre, luego del nacimiento de los sistemas solares»”. Alguna vez pensé en ponerle de título a Estrella madre un verso de Jorge Eduardo Eielson, que no me convencía porque sacado del poema parecía de superación personal: “Mi casa es una estrella que se llama vida”. Luego, hablando con el escritor Juan Cárdenas, él me dijo algo que me gustó mucho: si quieres ser bien punk, ponle “Alcanzar una estrella”. Así se llamaba una telenovela que tuvo varias versiones —una con Eduardo Capetillo y otra con el grupo de Muñecos de Papel, el de Ricky Martin—, y creo que ahí estaba la idea de lo inasible, lo inalcanzable, la idea del deseo que se mantiene esquivo. Y en ese deseo inasible entra el tono melancólico que por muchos momentos tiene el personaje.
Giorgio Agamben escribe en Estancias que cuando el deseo es inasible está muy estrechamente relacionado con la melancolía, porque el sujeto deseante se hace el pajazo mental de que perdió algo, cuando en realidad es algo que nunca tuvo, pero si dice que lo perdió es una manera de decir que alguna vez lo tuvo. En ese discurso del objeto de deseo perdido hay una melancolía en la que en realidad no se perdió nada porque nunca se tuvo nada. Hay una frase clave que resume eso en la novela: “Madre, siento que te he esperado siempre”. La madre siempre se quiso ir: el de ellos era un vínculo, por decirlo de alguna forma, pegado con babas.
Estrella madre es una novela sobre la espera: un hombre espera a su madre. De ella solo queda una foto gastada que el narrador pega en la ventana, “el sol del vidrio”. “En la espera se quiebran las tramas” es el título de un capítulo en el que el protagonista va a pagar el recibo del teléfono y escucha conversaciones ajenas mientras hace fila. La idea del relato suele implicar acción, hechos que se suceden los unos a los otros. La novela hace lo contrario: pospone, es pura promesa, espera, pero crea tramas enmarcadas en ese tiempo aparentemente quieto. Hablemos de la forma como construyes la espera en la novela.
A mí me gusta que los libros tengan dentro de ellos las metáforas de los propios libros o de cómo fueron escritos. En Un mundo huérfano, en el capítulo “La Ruleta”, hay una clave de lectura: cuando el chico le dice a uno de los extraños en el chat: “Si te aburres, si te hastías, si no te gusta lo que ves, hunde la flecha”. Por eso es un capítulo tan largo: para mí, eso le permite al lector hundir la flecha; es decir, pasar páginas si no quiere leerlo todo. Pero me di cuenta de que los lectores colombianos son muy juiciosos, lo leían todo y luego se quejaban por lo largo (risas).
Acá también hay claves de lectura y, sobre todo, de escritura, de cómo fui pensando la novela. Dos capítulos que le hablan a la estructura de la novela son ese que mencionas, “En la espera se quiebran las tramas”, y “Pensar un final”. La espera tiene la estructura de resistirse a terminar, dice Andrea Köhler en su ensayo El tiempo regalado. Ella explica que en alemán “esperar” también significa “mirar”, observar atentamente. La palabra es warten, un verbo que significa “mirar a algún lugar, dirigir la atención hacia algo, atender, cuidar, servir a alguien, guardar, perseverar”. En ese estatismo de la espera hay un movimiento psíquico, no hay una inmovilidad psicológica.
La repetición, la idea del tiempo estancado, la escribe muy bien Samuel Beckett en Esperando a Godot. Vladimir y Estragón se preguntan todo el tiempo: “¿Estás seguro de que era esta noche?”, “Dijo sábado. Creo”, “Pero ¿qué sábado? Además, ¿hoy es sábado? ¿No será domingo? ¿O lunes? ¿O viernes?”. Ese estar perdido en el tiempo está en la novela en los saltos del pasado al presente, de la telenovela a la vida, del sueño a la vigilia: quise narrar esa experiencia de la espera, de estar perdido en el tiempo.
La novela la terminé de escribir antes de la pandemia y ahora creo que hemos sentido dos cosas muy claramente: la diferencia entre la experiencia de la espera y la experiencia de la cuenta regresiva. Son cosas muy distintas. Por eso los gobiernos trataron de convertir la espera de la cuarentena en cuentas regresivas: “Son quince días”, decían y, cuando se iba acabando, anunciaban: “No, son otros quince días”. Si dicen que es una espera indefinida la gente se enloquece.
Lo mismo sucede en las filas: en la novela hay muchas escenas de filas. Una fila, por más larga que sea, uno más o menos calcula cuándo acabará (o al menos tiene la certeza de que en algún momento esa espera acabará). Pero en la espera indefinida no se sabe: la espera te deja inmóvil. Hay una repetición, los días se confunden. En Estrella madre quise que hubiera eso: repetición y cotidianidad. La cotidianidad la da, por ejemplo, Madrecita, cuando amanece y dice “Nació”; o Luz Bella con los chancletazos.
Sin embargo, para mí era importante comunicar la repetición sin llegar al hartazgo. Por eso la novela se ubica en un momento en que el protagonista tiene que tomar una decisión. Lupe Rumazo escribe en Carta larga sin final: “No concluyo porque no deseo que mamá muera”. Eso mismo le pasa al protagonista de Estrella madre: él sabe que si se despide de la madre, hasta ahí llega ella. Él está alargando la despedida. Por eso Luz Bella es tan importante: ella lo presiona a tomar una decisión. En el capítulo “Pensar un final”, esa era una pregunta que yo mismo me hacía a mí: “¿Cómo vas a terminar la novela?”. No sé si, al final, la situación psíquica del personaje determina la estructura de la novela o si la estructura de la novela imita la situación psíquica del personaje.
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En la novela hay varias maneras de catalogar el tiempo que se solapan. Por un lado, hay un conteo afectivo de la espera (“Mi espera ha sido larga. Desde que ella se fue, los días son de amor o de tristeza: así catalogo mi tiempo”); por otro, como hablabas con Gloria Susana Esquivel, hay un tiempo devorador anclado al dinero (“el tiempo de las monedas” o lo que llamas también “el tictac de las monedas” o “así era el tiempo y así lo es todavía: pegado a la plata”) y, también, hay marcadores de eternidad (“Esa obra es la eternidad” o el hambre, que es “inmortal”). Ahondemos en eso.
Pienso mucho en Bajtín, en su ensayo “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”. En él, a Bajtín le interesa pensar las novelas no desde los géneros, sino desde los efectos del tiempo en los personajes. Él habla de unos tiempos vacíos, como el de los superhéroes, a quienes el tiempo no los afecta; de un tiempo destructivo, como el de Fernando Vallejo, que se siente acechante, del mundo que se está acabando, de la muerte que llega —que aquí sería ese “tiempo de las monedas”, como el cocodrilo de Peter Pan que anda con un reloj en la boca—; y el tiempo creador, el tiempo embarazado, que para mí es Madrecita: el tiempo que se renueva.
Para mí el tiempo es la experiencia del tiempo. El tiempo como cuenta regresiva, como decía antes, tiene mucho que ver con el dinero. A mí me gusta hacer inversiones sencillas para ver las cosas más claramente. En un momento el obrero Pepe dice: “No es que el tiempo es oro, sino que el oro es tiempo”. Los personajes, en su despojo, piensan: cuando tengo plata, siento que tengo vida por delante, no tengo que preocuparme por las necesidades básicas, puedo vivir y no solo sobrevivir. Cuando el narrador tiene plata, vuelve el tiempo; sin embargo, cuando paga las cuentas empieza a sonar el tic tac de las monedas, se empieza a quedar sin plata, sin tiempo. En el mundo actual quedarse sin plata es la orfandad absoluta, el desamparo total. En un mundo justo y bueno eso no pasaría, pero lamentablemente en el capitalismo las necesidades básicas están supeditadas al dinero. Por eso ese es el tiempo destructivo.
Luego está el tiempo embarazado, que es el de Madrecita. Ella es un personaje que yo disfruté mucho escribiendo y que cada vez siento más importante: sobre todo por la escena de la fiesta de cumpleaños del niño. Si bien es algo que está en toda la novela, cuando entran otras personas, como los obreros, y participan de todo ese delirio, pasa algo más importante: entre todos se empiezan a prestar la imaginación. Entre todos crean algo que no está con las tres cosas que tienen. Eso se resuelve en el parto final. Como leía en el capítulo “La cama es una casa dentro de la casa” en la presentación, esa casa de ellos es una casa de paredes suaves. Eso conecta cuando dicen al final, tras el parto: “Es una casa”.
Giuseppe Caputo debutó en 2016 con su novela Un mundo huérfano. Foto: David Leal-Palacios.
El capítulo “Contar” juegas con una poética del ciclo y la repetición: él va, trabaja, consigue un billete, va, trabaja, consigue otro billete, parece que no va a acabar nunca, y lo logra. Pero al final se lleva una gran decepción cuando su madre rechaza el regalo: un pescadito que no es de oro sino de fantasía. ¿Cómo pensar la espera desde la repetición?
Yo escribo muy lento, pero hubo dos capítulos que me salieron del alma, como un chorrero. Uno de ellos fue ese: “Contar”. Ahí escribo: “Todos los días fueron el mismo día” o “Cada mes el mismo mes”. Para mí ahí está resumida también la novela: quise escribir esa repetición sin pensar estas cosas capitalistas de la eficiencia o la economía del lenguaje. Cuando me llegó la novela física caí en cuenta de que había quedado como larguita (risas). Pero esa fue siempre la poética: escribir este largo, larguísimo día que es la espera: este largo día con muchísimos amaneceres y muchos atardeceres, como decía en la entrevista con Gloria Susana Esquivel.
Pero la espera, así como tiene estos fines específicos que lleva a una gran decepción —de hecho la novela se iba a llamar “Un milagro para Dios”, a propósito de ese capítulo, pensando en que si Dios necesita un milagro es apague y vámonos—, también puede pensarse como suplicio burocrático. Eso ocurre en las escenas de las filas en el centro, en las que esperar ya es más como una tortura, ya más en la línea de Kafka, donde la espera que es muy claramente un poder ejercido desde una institución hacia las personas, que no se sabe si es o no intencional, si están jugando con la gente, si la están llevando al hartazgo. La espera también se presenta no solo como lo que ojalá podría llegar, sino como un castigo. Y quien te hace esperar ejerce un poder sobre ti: no solo determina y decide tu tiempo, sino que te inmoviliza. Si estás esperando debes quedarte física y psicológicamente en el mismo lugar. Cuando uno queda estático e inmovilizado, el mundo desaparece.
Hablemos de la imaginación. En la novela, la imaginación puede pensarse como una manera de hacerle frente al despojo: pienso en escenas como el capítulo “Un tesoro en el centro de la almohada”, donde el protagonista juega con muñequitos en su propia cama e imagina grandes aventuras, o los alimentos imaginarios en la fiesta de Madrecita.
La imaginación es esencial: es lo que los convierte a ellos en seres políticos. A pesar de que no tienen nada, ellos no abandonan sus vidas; con la imaginación se visten socialmente y se dan a sí mismos una dignidad que la sociedad no les da. Me parece que la imaginación está puesta en dos planos. El primero es ese que mencionas: en los juegos. Para mí la literatura es un juego. “Lo lúdico es lo lúcido”, dice Octavio Paz; Wislawa Szymborzka dice también que la poesía “es, ha sido y será siempre un juego, y no existe un juego sin reglas”.
Pero en los juegos hay momentos en los que está muy claro el borde entre la imaginación y la vida real: pensando en la escasez de la plata, quedan muy desconectadas. Hay juegos en los que la mente del niño está por un lado y la realidad o materialidad por otro. Aquí lo que me parece importante es lo que hace Madrecita: ella hace que la imaginación y la vida se conecten, que el sueño y la vida se conecten. Primero es esa escena de esa fiesta: allí ella va cerrando esa distancia, se materializa esa imaginación. Juntos, incluso con los obreros que llegan después, ellos van acercando la imaginación a la vida. Es lo que hace el papá en Un mundo huérfano: parece que estuviera muy lejos de la realidad, pero él da el gran regalo, lo del planeta híbrido, que se materializa en todos los vecinos que se juntan. La imaginación tiene ese lugar: es lo que puebla su despojo, primero simbólicamente y luego literalmente.
En otras entrevistas has dicho algo muy hermoso: que Madrecita hermana las cosas, lo semejante y lo desemejante, lo animado y lo inanimado. Que ella es, al final, la metáfora de la metáfora.
Pienso en la calle de honor que ella hace cuando muere la madre de Antonio. Siento que lo que hace Madrecita, además de hermanar las cosas, tiene que ver con ver vida en todo, con un movimiento que permite enlazar todas las cosas del mundo. Que ponga las ollas ahí cuando está pasando el cadáver sí tiene que ver con esta idea del abrazo a lo inanimado. Pienso en algo que hacía yo desde niño: si en la cocina había tres bananos e iba a comerme uno, los ponía a hablar entre ellos. “Me voy a ir”, hacía que dijera uno, o “Oh, no, uno se va a morir, se lo van a comer” (risas). Todavía tengo algo de eso: si me llevo un libro, les digo a los otros como: “Me llevo a tu amigo un rato”. Les hablo a los objetos, como Madrecita, y esas son formas de sentir otras compañías: es algo que está entre la ternura y la locura. Justamente pensando en que son personas solas, poner objetos a despedirse es poblar el despojo, hay algo de poblar lo que se puede sentir vacío. Ella pone más cosas a despedirse: a llenar un mundo precario. Madrecita es la metáfora de la metáfora —relaciona las cosas semejantes con lo desemejante— pero también hay en ella una voluntad de llenar lo que está vacío. Ella, que vive sola, encuentra esa forma de llenar el mundo.
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Juan Cárdenas, en uno de los comentarios a la novela, habla de “un trabajo moderno de la imagen a partir de formas narrativas arcaicas”. Has dicho, un poco en esa línea, que esta novela es un cuento de hadas impregnado de cultura popular latinoamericana. ¿Qué lugar ocupan los cuentos de hadas en tu vida y en tu escritura?
Los cuentos de hadas son para mí una introducción al mundo. No solo me han ayudado a escribir mundos, sino que son una forma muy hermosa que tienen los personajes de introducirse a sí mismos su mundo o de pensarse a ellos mismos en una narrativa más total del mundo. Los cuentos de hadas, tal y como ocurre con la tierra natal, son el lugar donde uno conoce a la gente, donde uno conoce las complejidades y ambigüedades de las personas. Tanto Un mundo huérfano como Estrella madre son cuentos de hadas. Ahora, de hecho, estoy escribiendo literalmente cuentos de hadas maricones.
Yo, como dice Sergio Pitol, tengo pasión por la trama. Antes de escribir siempre leo cuentos de hadas: me ponen en un lugar, en un estado creativo de pasión por las historias que sentía de pequeño cuando leía, por ejemplo, la versión para niños de Las mil y una noches o cuando veía telenovelas. Para mí las telenovelas tienen ese mismo mecanismo de sobrevivencia de Scherezada: te toca esperar hasta el día siguiente para saber qué pasa. Me volví a ver Carasucia para recordarla y lo que más me sorprende es que de niño yo sentía que era compleja y larguísima y en realidad no, sino que había comerciales, la entrada, la espera, y se sentía como una historia interminable.
A esto se suma que como de niño no teníamos cable en mi casa, unos vecinos nos lo prestaban y quedábamos supeditados a lo que ellos estuvieran viendo. Yo rezaba para que no cambiaran el canal: eso es indicativo de mi pasión por la trama, mi pasión por la historia y lo que va a pasar. En la novela está eso que decías de las minitramas: hay un tiempo suspendido, pero también un tiempo en suspenso, un tiempo a la expectativa. El teléfono, el timbre, esa idea de que ya por fin va a pasar algo.
Hablemos sobre la telenovela: siento que no solo está presente de forma literal, en El más grande espejo o Algún día seré feliz, sino que parece también incidir en la misma forma de la novela: esta idea de dejar al espectador con ganas del siguiente capítulo, de hacer que uno siga esperando: que aparezca la madre o que se revele la identidad de la madre verdadera.
Cuando dijiste telenovela pensé que ibas a decir tecnología y eso me hizo pensar en algo: en las dos novelas es muy importante la tecnología, porque ubica ambas historias en un tiempo imaginado. En Un mundo huérfano está la grabadora con casete, pero también está el internet. En Estrella madre, está el teléfono de rueditas, pero también la aspiradora robot. Esa superposición de tecnologías para mí es una forma de ubicar la novela en un tiempo imaginario. También están las piedras como esculturas o herramientas y en Un mundo huérfano el papá hace estos dibujos con crayolas, emulando las pinturas de las cuevas: para mí ese gesto permite conectar la Edad de Piedra con el robot, ubicar el relato en un tiempo imaginado que se extiende lo más posible a lo largo de toda la historia.
Ya hablando de las telenovelas, creo que ellas ayudan a los personajes a mirarse: son espejos. Como decía en la presentación de la novela, las telenovelas permiten una articulación de la desgracia y del sufrimiento. Hay en ellas una representación que muchas veces me parece muy buena de las injusticias radicales y estructurales del mundo. Sí ocurre que la resolución no me gusta: pasan cosas como que resulta que la pobre era hija de un millonario, esas cosas como que ya no. Ni hablar el tema de género. Pero sí logran un deseo ferviente de que se haga justicia. Y cuando hay justicia o injusticia, la gente llora y ahí hay algo más profundo que la manipulación sentimental. En América Latina, las telenovelas han sido articuladoras del sufrimiento y la desgracia de las personas más vulnerables. Las personas lloran juntas, desean la justicia. Y siento que ahí hay un lugar de reparación.
La novela está dedicada a mi mamá y a Margarita, mi nana, que me cuidó muchos años. Con ella nos sentábamos en el piso a ver novelas. La recuerdo gritándole al televisor: le reclamaba a la pantalla, le tiraba bolitas de servilleta. Era una conexión tremenda que ya quisieran lograr muchos libros. En Estrella madre la telenovela también ayuda a los personajes. El capítulo que se llama “No se dice adiós, se dice adiós” es una balada romántica en la que Luz Bella le dice: “Tú estás despechado”, y eso le da luces sobre la relación que tiene con su mamá; es como si su mamá fuera su pareja. Y despechado también literalmente: destetado. Ahí eso le permite volver a la primera palabra: no se dice madre, se dice sol; no se dice luna, se dice yo; no se dice adiós, se dice adiós.
Pensando en ese darle un lugar a la telenovela hoy, por eso me gustó tanto la primera temporada de La casa de las flores. Para mí fue muy emocionante esa celebración de lo nuestro, cuando bailan “El venao” o el “Muévelo muévelo” o “Ese hombre es mío” de Paulina Rubio. Pero siento que Manuel Caro no entendió lo que la hizo grande, que fue el abrazo a nuestra cultura popular y, sobre todo, a la telenovela: era un híbrido entre telenovela y serie gringa —estaba muy presente Desperate Housewives y Arrested Development—, pero se terminó yendo por lo segundo. Recuerdo esa escena cuando Paulina dice que una de las drags ya no quiere ser Yuri sino Beyoncé: ahí pensé que ese era el riesgo, que dejara de ser Yuri para volverse Beyoncé. Y eso es efectivamente lo que pasa en la segunda temporada: ella le dice: “Te dejo ser Beyoncé si vuelves”.
Tú, en cambio, incorporas amorosamente esa tradición en tu escritura y te vuelves, incluso, compositor de baladas románticas.
Me divertí y me gustó mucho componer baladas. Crear el personaje de La Adolorida me encantó. Así como leo cuentos de hadas para inducirme un estado creativo o creador, también oía muchas baladas mientras escribía. Sobre todo una canción que se llama “Tú”, de Yolandita Monge. Era de la telenovela que se llamaba La viuda de blanco. Y Yolandita, que era una cantante puertorriqueña, hacía un personaje de mujer tímida en el día, pero en la noche se ponía una máscara y era una cantante misteriosa. Y cantaba “Tú”, que juega con ese "Tú, tú, tú, tú siempre ocupado…". Ese "tú" es la segunda persona, pero es también el sonido del teléfono. Un día hablé con mi amigo Edward Salazar y le dije en broma: “Volví la canción ‘Tú’ una novela”.
Una de las autoras que te ha interesado mucho es Diamela Eltit y me parece que hay en tu propia escritura rastros de las preguntas que ella misma ha elaborado en sus libros; sé que eres un gran lector de su obra. Tú hablabas de su escritura como un abrazo a los desposeídos. En El cuarto mundo ella misma dice: “Quiero hacer una obra sudaca terrible y molesta”. Hay algo en tu propia escritura de ese buscar una estética sudaca, latinoamericana, y de abrazar a los desamparados. ¿Puede leerse Estrella madre desde ahí?
¡Ojalá! Eso sería para mí un gran honor y una enorme alegría. Hace diez años, cuando inicié la maestría en NYU, Diamela Eltit me cambió la vida: la forma de leer y la forma de escribir. Allá en ese tiempo en algún momento le pregunté por ese abrazo a los desamparados. Un día le pregunté: “¿Por qué tu interés en abrazar a los desamparados?”. Ella, que siempre se extendía en sus respuestas, fue muy contundente: “Porque hay que abrazar a los desamparados”. Y claro: qué más hay que decir.
Comparto y me encanta lo de la obra sudaca: siento que es una forma, pensando en todo el ecosistema literario, de inscribir este libro en una tradición latinoamericana. Casi toda mi biblioteca es latinoamericana: autores como Juan José Saer, Marosa di Giorgio, Mario Levrero, Armonía Somers, Diamela Eltit, Silvia Molloy, Olga Orozco, Jorge Eduardo Eielson.
En esa línea, también para mí son muy importantes los epígrafes: aunque vi mil epígrafes de autores europeos que me gustaban, dije que no, que tenía que ser latinoamericano. En Un mundo huérfano es Marosa di Giorgio, aquí es Silvina Ocampo. Es una forma de inscribirlo en una tradición de escritura y de pensamiento de América Latina.
Otro gran tema en tu obra es el deseo homosexual y la subversión de las masculinidades dominantes en el mundo gay. Aquí tuerces la imagen del obrero machito y lo emplumas: el que flecha al narrador se llama Edgar y le dicen La Guacamaya. ¿Cómo trabajaste esa representación aquí?
Me cansa la representación dominante del deseo homosexual, que siempre es desde el macho como objeto de deseo o el hetero que resultó ser gay. Amo Un beso de Dick, pero al final la novela es eso: un futbolista hetero que resultó ser gay; Brokeback mountain también: el vaquero machísimo que resultó ser gay. Reconozco que hay una convención, entonces me gusta trabajar desde ella e intervenirla: lo que yo decía del hombre en la torre que es la inversión de la mujer que espera en la torre.
Estos obreros, por ejemplo, le hacen caso a Luz Bella; está además esa escena de la Guacamaya y los que se juntan en las noches “a quererse”, como dice el protagonista. También hay un momento en el que en el tendedero hay una camisa de lentejuelas muy tranquilamente puesta al lado de los cascos y estos martillos y picos de trabajo pesado. Para mí los obreros prestan y dan su amor volviéndolo público, es un regalo para los demás; ellos son el espectáculo del amor. Si la vecina enferma es tánatos, ellos son eros. Pasan de ser unos cuerpos disciplinados por un trabajo, por unos tiempos, a ser cuerpos románticos, llenos de amor y derroche en la noche.
Lo otro que puebla la novela es la tradición cristiana, los relatos bíblicos y, particularmente, el de María y la Navidad. Cuéntame un poco del lugar de la Biblia en Estrella madre.
Durante la escritura de Un mundo huérfano, cuando Margarita murió (en Un mundo huérfano inspira al personaje de es Olguita y en Estrella madre el de Luz Bella), ella me pedía que durante su agonía le leyera la Biblia. Yo pensaba: “Con razón dicen que esto lo escribió Dios”, hay momentos tan bellos, tan altos, tan luminosos… Creo que esa nostalgia de fe yo la he ido lidiando con estos trabajos a partir de la mitología católica. En esta novela, María y Dios entran para pensar el tiempo, para pensar que su madre tiene una madre, cuando dicen que la madre de Dios estaba pero necesitó a María para nacer: María es entonces anterior a Dios, revierte el tiempo.
En Estrella madre él piensa, desde ahí, en que su mamá tiene una mamá. Y, por otro lado, él se despide de su mamá como Dios. La madre es el sol, es Dios, pero luego es una actriz de telenovela. Me parece que al final la cultura popular ocupa ese gran lugar que han tenido Dios y la madre en su imaginario; él hace lo que hace la ciudad —la estatua de María en la montaña se cayó—: él quita la imagen y no la bota, sino que convierte esa imagen en dos deseos: un deseo para ella, un deseo para él. Ahí él provoca la separación; es una separación de la madre, de Dios, de la madre como Dios. Por eso cuando regresa, Madrecita se lo queda mirando, mira la ventana sin la foto, lo mira de nuevo, y dice: “Nació”.
Al hacer ese gesto al que lleva toda la novela, algo acaba de empezar. Por eso ese capítulo se llama “Nacimiento”.
Y el final es el nacimiento de una casa nueva: un abrazo.
¡Sí! De hecho yo quería que el título tuviera la palabra “casa”. Para mí ahí está la importancia de trascender la casa original, de pensar que otras casas son posibles, que otros mundos son posibles. Esa obra que llevan esperando, la acaban haciendo ellos: en el terreno de lo simbólico y de la materialidad. Ese arco posible de la novela es pasar de la espera individual a la espera colectiva. Un mundo huérfano termina con la muerte del padre y el personaje termina solo dando vueltas; aquí, en otra inversión especular, quise que no acabara solo dando vueltas, sino en un gran abrazo. Hay esperanza, hay una voluntad de conectar el sueño y la imaginación con la vida. Quería señalar eso: que en este mundo nadie tiene que sentirse condenado.
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