Andrea Mejía: rescatar bromelias del derrumbe

Para bajar a Bogotá desde su casa en la montaña, Ana, la protagonista de 'La carretera será un final terrible' (Tusquets Editores, 2020), debe levantar la tierra mojada de un derrumbe. A pesar de la advertencia de su vecino, Gonzalo, y de las persistentes lluvias que amenazan con nuevos deslizamientos en la estrecha vía que lleva a la carretera, Ana decide aplazar el descenso. Sus vías afectivas parecen espejar ese derrumbe de la trocha: el padre de su hija está en Europa con una amante croata, la melancolía de un duelo irresuelto la ha obligado a tomarse un tiempo de la universidad en la que ejerce como profesora de Filosofía y la comunicación con su hermana Julia se ha enrarecido por la distancia.

Bajar de la montaña —de días blancos, donde la señal de internet y sus pensamientos son “intermitentes, irregulares, tartamudos” y donde desde hace meses vive sola con su perra Abril, arrojada a la naturaleza del páramo, a los recuerdos y sueños desde los que le hablan sus padres muertos— implica despejar la tierra de su propia geología afectiva: confrontar el orden social del que paulatinamente se ha alejado para ir a la fiesta de grado de su hija, Raquel, a quien no ve hace meses y con quien sostiene una relación fracturada. Su regreso, como en la estampita budista que ha colgado en una pared de su apartamento en la ciudad, es el de un cuerpo que se entregará con devoción a una familia de tigres hambrientos.

La primera novela de la escritora y filósofa bogotana Andrea Mejía enciende las velas de un contrarretiro iluminado. Como advirtió su editor, Juan David Correa, el de Ana parece ser el viaje inverso del monje budista: en vez de disipar lo que pesa subiendo a la montaña, el lugar de la contemplación y el despojo, Ana vuelve del silencio al ruido, regresa con temor de la hondura de un aislamiento que ha adelgazado sus vínculos humanos. Y allí, como en un cristal de luces y sombras, la narradora va haciendo aparecer la profundidad de las heridas que, aun en el tiempo quieto de la montaña, permanecen abiertas. 

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'La carretera será un final terrible' (Tusquets Editores, 2020). Foto: Felipe Sánchez.

Desde sus columnas en la revista Arcadia, Andrea ha cultivado un estilo y un modo de mirar el mundo de una profunda apertura sensible en el que enhebra la literatura, la reflexión filosófica y la escritura como un ejercicio “que clarifica, que hace ver”. En su novela alumbran las flores y los frutos de la tierra al lado de la tradición literaria japonesa; las estrellas iluminan lo oscuro en el cielo y en Copérnico y Platón. A través de ejercicios de pensamiento que operan como ejercicios de meditación, la literatura de Andrea observa y toca —los animales, los árboles y sus frutos, los climas y los alimentos—, hace surgir la niebla y luego la retira para hacer aparecer el misterio: el de todo lo que nos rodea y el de todo lo que vibra en un interior aparentemente quieto. 

Ya en su libro de cuentos, 'La naturaleza seguía propagándose por la oscuridad' (Tusquets Editores, 2018), Andrea había trasladado su escritura luminosa a la ficción narrativa, donde los conflictos que rodean a las narradoras solo se entienden desde aquello que el relato y los regímenes de visibilidad mantienen velado, oscurecido, como en “Zorros salvajes” o como en “Checo”, donde la bruma espesa cubre el borde de un volcán donde camina una familia. Sus cuentos encuentran su revelación en lo que vive, pero también en lo que no se dice, en lo que apremia detrás del lenguaje entre los climas emocionales. Y 'La carretera será un final terrible' insiste en ello: en buscar lo humano desde la temperatura, desde las bromelias que rescata del derrumbe, desde lo que se cuela del monte adentro de la casa.

Para seguir abriendo haces de luz entre la niebla, hablamos con Andrea sobre su novela en clave de mitos, recurrencias, símbolos y silencios.

'La carretera será un final terrible' comienza en una casa en la montaña. Tú misma, como Ana, vives hace años en un lugar así a las afueras de Bogotá. Ese aislamiento con el que arranca la novela recuerda a los retiros de los monjes, que te interesan tanto, y que tú misma has abordado en espacios como tu columna “Lecturas de montaña” en Arcadia. ¿Qué hay en la montaña que te mueve y cómo aparecen allí tus lecturas de los monjes poetas?

Yo vivo en la montaña y he recibido todo lo que este lugar me ha querido dar. Pero también supongo que he construido la montaña como un lugar simbólico, imaginario, donde siento que las cosas que leo y las cosas que busco resuenan de manera diferente. De alguna manera llevé a Ana a ese lugar, o ella estaba en ese lugar aquí conmigo, o yo fui a su montaña, no sé, pero siento que también para ella la montaña es un lugar en el que su mente suena distinto. Y es ese sonar distinto lo que me empezó a interesar de ella cuando empecé a escribir la novela.

Eso mismo sucede en los monjes poetas, a quienes he tenido la oportunidad de leer con mucho interés. A diferencia de cuando los he leído en la ciudad, acá arriba en la montaña los entiendo, acá me conmuevo con la soledad de ellos. Por ejemplo, hay uno que se llama Ryōkan, que no tenía nada más que un cojincito para meditar que un día le robaron, del que hablo en la columna que mencionas. Son enternecedores esos monjes, de una soledad estremecedora, de una fragilidad inmensa. Yo sentía que era en ese aislamiento que retumbaba en ellos cada gota de lluvia, el frío, la escarcha del invierno. Y creo que leyendo y escribiendo en la montaña yo misma encontré, como ocurre en la novela, ese retumbar de las cosas más frágiles y más pequeñas.

En esa montaña, lo natural —la humedad, los climas, todo lo que allí vive— se va filtrando en el orden de la escritura. En un momento usas una imagen preciosa: a Ana se le mojan los libros de la biblioteca y tiene que ponerlos a secar al sol.

Imágenes como esa salen de aquí, de este lugar en el que vivo y escribí. En este estudio han aparecido ranas, que son animales de agua y que tuvimos que sacar cuidadosamente. Hay una escena que quité de una primera versión en la que Ana y su hija sí tenían comunicación y ella le daba instrucciones para salvar una rana que entraba a la casa por tanta lluvia afuera. También me parecía muy poderosa esa imagen de los libros secándose al sol. Los budistas usan unas banderitas que ponen en las montañas: son mantras que vuelan al viento. Yo pensaba que los libros abiertos como abanicos al sol secándose con los pocos rayos de sol de ese día eran también mantras. Todo ese poder de la naturaleza no es ningún mérito mío, sino de la naturaleza de la montaña.

Uno podría aventurar una lectura climática de la novela. En la primera parte hay un énfasis muy fuerte en la temperatura: Ana está constantemente enfrentada al frío, se cubre, intenta lidiar con esas sensaciones térmicas mientras decide bajar, y siento que ese entorno interviene sobre la baja temperatura afectiva que está viviendo. Háblame un poco de la relación de los climas con la forma como construyes ese clima emocional de Ana. 

Me parece muy lindo eso que dices. Parte de ese estar en la naturaleza de Ana, de estar más expuesta a la meteorología, es dejar que esa meteorología climática se vuelva una meteorología del alma. Anímicamente, sí hay una continuidad entre el clima y el mundo de afuera; entre el sol y la lluvia y las emociones. Me gusta mucho poder pensar la novela como una novela climática. Tiene que ver con la construcción de una atmósfera que en la novela está y que aquí en la montaña es literal. Ana recibe la lluvia y está expuesta a ella: a la humedad, a la niebla, pero también a los días soleados. Mira, por ejemplo, este día. ¡Cómo no te va a templar el alma!

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La escritora Andrea Mejía fue columnista de 'Arcadia' y publicó en 2018 su libro de cuentos 'La naturaleza seguía propagándose por la oscuridad'. Foto: Cortesía de la autora.

Aunque hay algunos días soleados, el clima dominante de la novela es un tiempo lluvioso y, siguiendo esa lectura climática, quizá por eso Ana es una mujer tan melancólica. Me resonaba algo de la teoría de los humores y del calor del cuerpo: ella siempre tiene frío porque se han adelgazado sus vínculos afectivos con su hija, Raquel, con sus colegas y con su misma hermana, Julia, que está lejos.

Haciendo conexiones después de escribir la novela, y siguiendo eso que dices, he pensado mucho en Saturno. Saturno es el planeta de la melancolía, que es la palabra que usaste: bajo el influjo de Saturno viven los melancólicos. Yo tengo un interés especial por Saturno, que en la tradición griega es Hades, y por el mito del rapto de Perséfone, que me trabajó muy profundamente después de una herida. Ese mito, que para mí fue muy sanador, está de alguna manera vivo en 'La carretera será un final terrible'. 

Ovidio cuenta que Perséfone estaba recogiendo unas violetas y que Hades llega en un caballo, desbocado de deseo, la rapta y se la lleva al Inframundo. En el Inframundo Perséfone comete el error gravísimo de comerse una semillita de granada, un árbol que crece en el mundo de los muertos. Pero una vez tú pruebas la comida de los muertos ya no puedes volver con los vivos: no puedes volver a la tierra. Perséfone, por fortuna, tenía a su madre Deméter, la diosa de la naturaleza, que se pone furiosa, porque sabía que Hades, su hermano, la había raptado. Deméter la busca por toda la tierra con las manos encendidas como antorchas y le dice a Zeus: “Nuestro hermano raptó a mi hija. Toda la naturaleza se va a morir, todo se va a marchitar, todo se va a secar si no me la devuelve”. La furia de Deméter hace que sea posible que Perséfone pueda pasar seis meses con los vivos, en la tierra, y seis meses con Hades. 

Esto lo conecto con lo que decíamos de Saturno, porque Saturno es Hades, el dios de los muertos, y es el planeta de la melancolía: en todo ese humor negro, como dices, Saturno es esencial. Yo siento que ahí hay conexiones, que lo que sufre Ana es una especie de rapto melancólico, un rapto por ese dios de los muertos. Y que de alguna manera puede volver a estar con los vivos, pero siempre va a ser una pequeña Perséfone. Esta lectura súper mítica nunca la había hecho y se me acaba de salir así, aunque quizá estemos irrespetando a Ana en su singularidad, pero la potencia de ese mito sí está en ella. Ana tiene algo de esa Perséfone raptada por el dios de los muertos. 

En esa línea de las correspondencias entre el cielo y lo que sucede en los personajes, parece haber índices de lo importantes que son las estrellas para leer la novela: Gonzalo, su vecino, es astrónomo y está estudiando a Copérnico y Ana misma habla del 'Timeo', el estudio de Platón sobre los astros. Ahondemos en eso.

Eso tiene conexión con lo que decíamos de estar expuesta meteorológicamente al cielo, porque del cielo viene el sol y la lluvia y ahí están las estrellas. Al comienzo de la novela, en la oscuridad de la montaña, en ese invierno en el que hay muchas nubes, Ana no puede ver las estrellas. Ella nota esa ausencia en varios momentos. En alguna columna escribí que la condición meteorológica del infierno era no ver las estrellas. Cuando Dante hace su propio viaje al mundo de los muertos, guiado por Virgilio, no ve las estrellas durante todo el recorrido. Pero cuando sale del Infierno, eso es lo primero que nota en el cielo: 'La divina comedia' termina con las estrellas. Esa presencia tampoco fue consciente, pero la fui viendo y la fui trabajando de manera más reflexiva. Y era eso: salir de lo infernal es pasar de no ver las estrellas a verlas. El final es una aparición de las estrellas que no es del todo apaciguadora y tranquilizante, sino que es muy violenta o sublime en el sentido kantiano. Y las estrellas vuelven como un motivo en el vecino que es astrónomo, en el 'Timeo' de Platón, en el cometa Halley que ve con su mamá. Saturno, ahora que lo mencionamos, es también una estrella.

Una escena central es la del derrumbe: hay un deslizamiento de tierra en la montaña que impide la bajada de Ana, que ella debe remover sola. En su pasado, ella misma ha vivido una sucesión de derrumbes: con su hija, con su hermana, con los hombres con quienes ha tenido relaciones amorosas. ¿De dónde vino esa imagen?

El derrumbe fue algo que pasó de verdad aquí en la casa, aunque siempre es mejor no decir qué es verdad y qué no. Pero ese derrumbe fue real y es una fuerza de la naturaleza que me pareció que tenía un poder inmenso como imagen. Ya que hoy nos dio por hacer una lectura simbólica y mítica, si uno lo lee solo dentro de la novela, en cierta medida, Ana tiene que ser desenterrada. Si estás en el Inframundo y quieres volver al mundo, tienes que quitar tierra. Ana debe hacer el camino inverso de los muertos: no cavar para ser enterrada sino retirar la tierra mojada hacia arriba para salir. Pero en principio el derrumbe fue un derrumbe espantoso acá y, de hecho, fue uno de los puntos de partida de la escritura de la novela.

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Después de levantar el derrumbe viene el descenso: Ana baja de ese lugar en el que está lejos del ruido hacia el orden social que debe confrontar. En la contratapa, y concuerdo, se presenta el descenso como un viaje a la inversa del viaje de iluminación budista. ¿Qué piensas de esa lectura?

Lo del viaje de iluminación a la inversa vio Juan David, mi editor, que siempre tuvo una mirada muy clara sobre la novela. Es muy poderosa esa imagen del descenso. En un sueño que tiene Jacob en la Biblia, él se acuesta sobre una piedra y sueña con una escalera de la que suben y bajan ángeles. Es muy importante que esa escalera sea de subida, pero también de bajada. En la novela me parece bello que sea descendiendo que se encuentra la salvación y no ascendiendo. Es nuestra condición humana, quizá. Porque no somos ángeles. Como Ana, a veces debemos descender para salvarnos.

Ese descenso hace eco, siento, de la estampita budista que ella conserva en su casa: “Era la imagen de un joven que ofrece su vida para alimentar a una familia de tigres hambrientos”. Su descenso de la montaña a la ciudad, al reencuentro con su hija y con el orden social, se siente como su propio ofrecerse por amor a los tigres: su hija, la gente de la fiesta, sus colegas. Ella misma lava una chaqueta estampada de tigre.

Precisamente uno de los títulos que pensé para la novela fue “Los tigres hambrientos”. La imagen de alguien que se arroja para alimentar a unos tigres hambrientos me parece una imagen muy fuerte, porque es una imagen de la compasión: que alguien se dé de comer a otros que tienen hambre. Eso es un poco lo que hace el cordero de Dios: se ofrece y es devorado por los hombres, por hombres muy rudos y muy violentos, y lo hace por amor. Hay también una historia de una reencarnación del Buda que se arroja a los tigres. Y otra del Buda que se vuelve una tortuga, salva a unos hombres que están a punto de naufragar en el mar y los arrastra hasta la orilla de una isla en la que no hay comida. Los hombres le preguntan: “¿Por qué nos salvaste si vamos a tener hambre?”; entonces la tortuga se da de comer. Esas historias me estremecen. Son bellas pero muy terribles. 

En esa imagen que acabas de ver sí estaba pensando al escribir y sí era una de las fuerzas emocionales que me estaba moviendo. Yo sentía que Ana estaba haciendo algo así, un gesto parecido a esas historias de entregarse y me parece muy lindo como lo pones. En la misma novela hay otra imagen menos dramática de la compasión, la de Leonor, que va a ofrecer su riñón para dárselo a su hija, Liliana. Y para Ana lo peor es ser la figura espantosa de esa fiesta extrañísima a la que va, que sí es el descenso al Inframundo. Ella dice que entre nosotros nos damos los unos a los otros, pero que lo peor debe ser vivir sin amor. Eso es lo que dice Dostoievski: el infierno debe ser no poder amar a los otros. Hay en ella un sentido doble muy tremendo de esa entrega: darse, inmolarse, pero también poderse sacrificar compasivamente por otros, poner a otros antes que uno.

“No tengas miedo a la oscuridad, porque tu escritura es luminosa”, dices que te dijo tu editor Juan David Correa cuando estaban construyendo la novela. Mucho de tu escritura lidia con el asunto de la oscuridad y la luz: en cuentos de tu libro anterior como “Zorros salvajes” o “Checo”, y en la misma novela, se juega con lo que se alumbra y lo que permanece en la penumbra o cubierto por la niebla. Háblame de esa forma de acercarte a la escritura desde lo que iluminas y lo que no.

Yo creo que la escritura tiene un poder de descubrimiento. En la escritura las cosas aparecen. Pero lo que aparece, aparece con muchísima precisión y muchísima contundencia, o debería aparecer así, justamente porque surge sobre un fondo de algo que no aparece. Así es también la realidad: la realidad es justamente un aparecer continuo de cosas sobre un fondo de cosas que no aparecen. Lo que pasa es que nosotros creemos que vemos todo, pero no pensamos que si vemos una cosa es porque hay algo que queda oculto, que queda encubierto, que permanece en la oscuridad, en la noche, en la profundidad del pensamiento, en el antes del lenguaje, en sueños de los que no nos podemos acordar. Lo que viene a la luz es poco y por eso es tan valioso: justamente porque surge sobre un fondo de oscuridad, sobre un fondo de indeterminación. Yo creo que esa es una característica muy poderosa de la escritura, porque así es también lo real. Pienso que deberíamos también atender y agradecer lo oscuro: eso que no vemos es lo que permite que veamos lo que vemos, lo que delimita sus formas.

A propósito de eso que no vemos, en el libro hay otros dos índices de esa relación entre lo que no vemos y el símbolo de los ojos desviados: Julia está quedándose ciega y Ana es bizca, como si en lo oblicuo de la mirada apareciera lo que es invisible a una vista clara, como los sueños y los muertos.

La bizquera de Ana y el sentir las cuencas vacías de Julia fue algo que también impresionó a Yolanda Reyes, que me habló de eso antes de presentar la novela. Esa imagen de Julia ciega vino de una lectura que había hecho hace no tanto tiempo de un libro de Tanizaki, que cuenta la historia de una mujer ciega. Me impresionó muchísimo; algo de esa historia me golpeó y surgió luego en el personaje de Julia. La figura del ciego es una figura muy vieja. Piensa en los ciegos que tienen poderes adivinatorios, como Tiresias. Ese es un gran símbolo que nos pertenece a todos. La mirada oblicua y no directa de Ana, y la posibilidad de la no mirada de Julia, juegan con eso de no poder ver lo que se ve, con esa vieja relación entre el no ver y ver, ver a los muertos, ver lo que no puede verse cuando se tiene la vista intacta. Emily Dickinson lo pone de una manera preciosa en un poema: “It was more clear to be blind”. 

Ahora que mencionas a Tanizaki, una de las tradiciones de las que bebes mucho es la de la literatura japonesa. Has dado cursos en 'El Malpensante' de algunos autores y en las columnas te refieres a varios. ¿Qué sientes qué es lo que más has aprendido de ellos para tu propia escritura?

Lo que le debo a los japoneses es mucho. Como lectora, el placer inmenso que me producen. Y como escritora, los he estudiado en sus matices, de cada uno bebo algo distinto: hay diferencias enormes entre Kawabata y Mishima o entre Tanizaki y Sōseki. Siento que ellos son un reposo para mí. Nos movemos en una tradición que es básicamente discursiva, racional, explicativa, que agota el sentido. Eso incluso en nuestra literatura. Tú lees a tipos como Thomas Mann o como Dostoievski, que me tiene ahora fascinada, y son palabras y palabras y palabras, un torrente de palabras. 

Me parece que, por el contrario, los japoneses tienen otra manera de dejar fluir el lenguaje entre el silencio: de decir poco. Para mí es una tradición de literatura muy clara, muy transparente, que fluye con poco, que fluye ligera. Por eso mismo son súper precisos para formar imágenes. Son los maestros de lo que no se dice. Saben que lo que se dice es valiosísimo, pero porque hay cosas no dichas que cuentan para que el lector lea también en los silencios. En muchos cuentos de Kawabata los silencios a veces son más grandes que lo dicho, y tú como lectora tienes que contar con el silencio para darle sentido al cuento. 

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La filosofía, en la que te formaste, es otro de los insumos que nutren tu escritura. Ana, como tú misma has sido, es profesora universitaria. ¿Cómo ha incidido el ejercicio filosófico en tu escritura de ficción?

Una cosa es mi relación con la filosofía académica, que agradezco, porque si no hubiera sido por esa formación académica no hubiera podido leer lo que leí. Pero la práctica académica filosófica terminó por agotarme y terminé un poco huyendo a la montaña, como Ana, para no volver nunca a esa aridez académica. Eso lo digo con mucho respeto y con mucha gratitud, porque sé que si yo no hubiera ido a la universidad, no hubiera tenido la disciplina para leer los textos filosóficos que me alimentan. Eso está también en la novela, cuando Ana va como evaluadora a una sustentación de tesis. 

Pero del otro lado está el amor que siento directamente hacia la filosofía un poco libre de lo que puede volverse árido en la academia: mi relación directa con los textos. En el caso de Ana está el 'Timeo' ahí gravitando; en mi caso, hay muchos otros que me alimentan y aparecen cada rato en las columnas, en lo que escribo. No sé qué sería yo sin esa parte, sin ese territorio de la filosofía. Le debo mucho: es una especie de tributo que yo voy a pagar toda la vida, voy a volver siempre a autores como Spinoza, voy a volver a tratar siempre a dar vueltas alrededor de ellos.

Cultivaste tu escritura en otros registros y fue apenas hasta 2018 que publicaste tu primer libro de cuentos y ahora, este año, la novela. Para cerrar, ¿qué ha significado para ti entrar en la ficción?

Ahora estoy escribiendo otra novela y siento que he adquirido cosas que antes no tenía por la confianza de haber publicado ya unos cuentos y haber publicado este año 'La carretera será un final terrible', que para mí fue tan difícil de escribir. Ya puedo valerme de la ficción para tratar la realidad. Igual yo quisiera mantener siempre muy abiertos los límites entre la ficción y la no ficción, entre la novela y la poesía, entre la escritura ensayística y la más narrativa. Pero ahora, después de tantos años de escribir, publicar ficción ha sido un regalo: me ha hecho ampliar mi voz y tener un poco más de confianza.


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