Mami, ¿por qué tengo un hermano negro?

Sabía, por lo que le había oído decir a mamá,
que los suspiros son las tristezas que se guardan adentro.

‘Mi monstruo y yo’, Valentina Toro.

Primero, queridos lectores, quiero pedirles que cierren los ojos y piensen en esta escena:

Medellín, 1998. Un niño de 14 años ha sentado a su hermana de 5 en la canasta de la bicicleta de su padre, están en un parque rodeado de sauces llorones. La luz del sol está encendida pero una nube negra la hace rebotar hacia los lados, es decir, el día se ve gris amarillento. El niño pedalea y le pregunta a la nena: ¿Sientes cómo el viento corta tu respiración cuando vamos más rápido? La niña diminuta sonríe y le responde: ¡¡Shiiiii!! ¡Rápido! ¡Vamos más rápido! ¡Rápido! Él le explica que se pueden caer y aporrearse mientras hace una parada para quitarle flores a los arbustos cortos con el fin de ponerlas en la cabeza de ella a modo de corona primitiva en tonos verdes y morados. En ésas, un carrito de Crem Helado se estaciona al borde de la calle más cercana, y sin preguntar, los hermanos se acercan en busca de algo con sabor a chocolate, como también lo hacen el resto de los niños que deambulan y juegan por allí en plena temporada de vacaciones. Después caminan hacia el césped y se arrojan en el césped. La niña se hastía con lo cremoso del sabor y es el chico quien se lo termina. La nena se abraza al cuerpo grandote del chico y le dice: Quiero ser un avioncito. Al final terminan los dos jugando: ella con su cuerpo firme mientras las nubes la hacen marear; él elevándola, sosteniéndola del abdomen, corriendo y dando vueltas e imitando el sonido de un pájaro de acero… pero el momento feliz se ve interrumpido por una conversación inusual:

—¿Tú por qué estás con ella? —Le pregunta al niño de 14, una señora a la que ninguno de los dos hermanos había visto antes.
—Porque somos hermanos. —Responde el niño tímido, libre de cualquier prejuicio humano.
—Si son hermanos, ¿por qué tú eres negro y ella blanca?
Y un silencio profundo les estalla a los tres en la cara.
—¿Dónde están tus papás?
Y se acaba el día gris amarillento para ellos, porque la señora insiste en acompañarlos hasta su casa y hablar con su mamá.

***

Les pedí que cerraran los ojos y se imaginaran la escena porque quería que, de alguna manera sintieran un poco del dolor que siento cada vez que lo traigo a mi realidad temporal: el chico de raza negra es mi hermano. La nena pequeñita soy yo. Y la cara y la voz de una mujer furiosa e indignada cuando una completa desconocida toca su puerta para insinuar que su hijo tal vez no es su hijo, es la de mi madre.

No recuerdo muy bien y con exactitud qué se dijeron en esa ocasión ellas dos; desconozco qué habló mamá con mi hermano; no sé qué pasó en nuestro entorno porque yo fui la que nació tarde… recuerdo, eso sí, que a raíz de ese hecho irrebatible surgieron más preguntas en una cabeza que apenas empezaba a descubrir el mundo:

—Mami, ¿por qué Fede es de otro color?

Otro color, es decir, fui consciente de algo que había pasado desapercibido ante mis ojos durante 5 años, y de la charla larga y conjunta que tuvimos aquel día para resolver mi incógnita, solo me quedan bosquejos sin líneas y una frase que me reconstruye cada que regreso a ese momento:

—Quiero que tengas claro, hija, que no es la sangre sino el afecto lo que nos hace familia.

Porque con eso se me quedó en los huesos que ese culicagado que me amaba y al que yo amaba, iba a ser mi hermano toda la vida, aunque no compartiéramos el mismo origen biológico, aunque tuviéramos tipos de sangre diferentes, aunque sus rasgos físicos no se asemejaran en nada a los míos, nunca.

***

Mis papás decidieron adoptar a Fede porque querían y tenían la posibilidad de amar a alguien más, de verlo descubrir el mundo, de enseñarle a caminar cerquita al mar. Y así lo hicieron: sin restricciones y sin medidas. Lo criaron como a Helena, como a María, como a Nátaly. Nunca fue otro distinto a nosotras, aunque en el círculo social, en el parque y en la universidad, la gente necesitara explicaciones: como si el color de la piel fuera un impedimento para el desarrollo humano y para el amor entre seres. Tal vez por eso, durante mucho tiempo cuando en el colegio me hablaban de Martin Luther King, de Rosa Parks, de Rigoberta Menchú o de Nelson Mandela, yo soñaba con que Fede se convirtiera también en una bandera de igualdad y libertad; y cuando nos contaban lo que fue la esclavitud y la discriminación racial, salía corriendo en los ratos de descanso a abrazarlo, como si a través de él, mi abrazo pudiera cobijar a todos los que fueron azotados, maltratados, subyugados, golpeados y heridos por la oscuridad de los pigmentos en su cuerpos.

Lástima que el abrazo, contra todo pronóstico, no lo acompañó cuando un celador de una cadena de supermercados decidiera apuñalarlo 50 veces; y cuando después, en su declaración oficial, en su intento por "explicar razonablemente" qué pasó, aparecieran en su informe palabras como:

drogadicto

agresivo

n e g r o.

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