A ritmo de tambor

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Cuando se piensa en Colombia, una de las primeras cosas que vienen a la cabeza es el baile de las cumbias y los bambucos tradicionales. No podemos olvidar esas canciones de “negrita ven… prende la vela” o “en mi tierra todo es gloria cuando se canta el joropo” que todos tarareamos al escuchar, o al menos conocemos. Lo cierto es que en el país se ha creado una identidad cultural tan arraigada a los ritmos tradicionales que los ha vuelto casi un símbolo de la nación, himnos no formalizados. Así, además de consolidarse como formas de expresión colombianas, empiezan a vincularse a regiones específicas que tienen características propias, evidentes en las músicas, los trajes, los instrumentos y hasta la forma de danzar.

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El que es de la Costa Atlántica posiblemente se siente más identificado con una cumbia que con un joropo, tal como alguien del Altiplano Cundiboyacense se reconoce más en un pasillo que en un bambuco. Por lo tanto, aunque todos conozcamos la mayoría de las canciones, hay una apropiación experiencial de ciertos ritmos que tiene que ver con la historia de cada uno; dónde nació, dónde se crió, de dónde es su familia y en qué contexto se relacionó con esa región que le dio vida. Los ritmos terminan por manifestar identidades asociadas a territorios y, con ellos, a distintas trayectorias históricas recorridas por sus poblaciones.

Foto: Somos Región – Canal Trece

De hecho, estas canciones llegan a consolidar sentimientos generalizados en la medida en que vinculan la experiencia de toda una comunidad a través de las palabras del compositor. La música se convierte en un catalizador de relaciones sociales que reúne personas, trabajos, saberes y, desde esta perspectiva, al país entero, pues deja de ser una producción regional para convertirse en testimonio de las condiciones de vida de gran parte de la población colombiana: la gente campesina de cualquier lugar del país. Es por esta razón que los oficios vinculados a la creación de la música tradicional adquieren importancia en la imagen completa de Colombia.

Este es el caso de Héctor Aviles, un tamborero huilense que se dedica a la música: a hacerla, enseñarla y difundirla como parte del patrimonio de su municipio y de su región. Nacido en el municipio de Aipe, desde muy pequeño aprendió tanto a tocar el tambor como a fabricar sus propios instrumentos con materiales de su entorno –evocando las tradiciones de aquellos maestros que como él, se dedicaron al arte del tambor en las fiestas de San Pedro. Hoy es un gestor y actor cultural ya que se interesa por mantener la práctica de la música haciendo tambores y enseñando a los más jóvenes cómo elaborarlos y tocarlos. También es reconocido por su labor en la creación de festivales folclóricos y concursos de tambor, junto con la conformación de grupos folclóricos que tocan las rajaleñas que reconstruyen las raíces de su tierra. Esas mismas rajaleñas que empezó a tocar desde niño.

En realidad, para ‘Pinocho’ –como se le conoce al señor Héctor- tocar el tambor es importante porque permite “no perder la raíz”. Su labor se hace relevante en tanto implica la reproducción de la música para transmitir los valores de la alegría, el trabajo, el folklore y la tradición (asociados a su identidad de aipuno) a través del conocimiento del instrumento y los saberes del origen de la práctica y la técnica. Héctor Aviles es un gestor y actor de la cultura.

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Pero ¿por qué es importante una persona que se dedique a revivir el toque del tambor en un municipio como Aipe, Huila? ¿Qué hace especial a esta persona y a este lugar?

La historia de un país como Colombia (fuertemente marcado por la ruralidad, el campesinado y la relación con la tierra y la naturaleza) está determinada por la cotidianidad de personas “del común” que, desde su trabajo, sus luchas y sus reclamaciones se han esforzado por reivindicar, legitimar y dar cabida a las poblaciones más remotas en los lugares más periféricos del país, poblaciones que en últimas retratan lo que hemos sido todos.

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Haciendo un recuento rápido, Aipe es un municipio del sur de Colombia ubicado al noroccidente del departamento del Huila, a 350 metros sobre el nivel del mar (y una temperatura promedio de 28.4ºC), y limitante con los ríos Magdalena y Baché, así como con el departamento del Tolima. Tiene un área aproximada de 801.04 km2 y una población promedio de 26.219 habitantes, lo que representa el 3,8% del departamento al que pertenece. En el ámbito económico se le reconoce como la “capital del oro negro” al sur del país y por sus cultivos de arroz, plátano y café. En términos de patrimonio, es posible encontrar gran cantidad de fósiles de moluscos amonitas y algunos petroglifos sobre piedras pintadas que indican la presencia de comunidades indígenas; de hecho, algunos cuentan que su nombre significa “mercado de sal” en el dialecto autóctono de las comunidades de la zona. Finalmente, es un municipio altamente rural que ha sido foco de migraciones relacionadas con el desplazamiento forzado y el conflicto armado del país, recibiendo particularmente grupos de poblaciones afrodescendientes, según indican reportes de la Gobernación del Huila.

Foto: Somos Región – Canal Trece

A pesar de su tamaño y su condición periférica, Aipe refleja la historia de muchos lugares del país. Un sitio pequeño que por su potencial petrolero ha adquirido cierto nivel de protagonismo en función del crecimiento económico de unas personas externas al municipio, lo que también ha implicado la disminución del potencial de sus gentes, sus recursos y de los elementos ligados a su bienestar, su identidad y la reproducción de sus tradiciones y su cultura.

Aipe representa a aquellos municipios de Colombia que siendo vitales en la economía nacional (al ser el petróleo uno de sus motores) se someten al olvido progresivo de su esencia, sus prácticas y sus valores propios, los mismos que don Héctor transmite al enseñar la fabricación e interpretación del tambor. Sin embargo, estos cambios no son producto de una imposición directa, son el resultado del surgimiento de nuevas oportunidades a la luz de las necesidades de la vida diaria. Así, ante la bonanza del petróleo y la urgencia económica, quienes se dedicaban a elaborar instrumentos y tocarlos, han relegado esta actividad para realizar otras vinculadas a lo que está en auge y les puede generar un mayor ingreso para resolver sus afanes cotidianos. 

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Entonces, el porqué de exaltar la labor de Héctor Avilez en un municipio como Aipe es sencillo: es una forma de mantener vivas las raíces que consolidan a la sociedad aipuna y le dan una razón de ser, además de ser una manera de revivir ese sentido de “brazos abiertos” que caracteriza a su comunidad y reconcilia a todos aquellos que han encontrado en Aipe una nueva oportunidad de formar sus vidas. Es una manera de dar voz a aquellos ritmos que identifican la esencia del contexto colombiano y la identidad de todos aquellos que tararean el bambuco al escucharlo. Con el tambor se encuentran los sonidos de la tradición y la cultura que parecen perderse a la sombra de la minería y del petróleo. La enseñanza de las técnicas para hacer instrumentos de rajaleñas, así como las formas de tocarlos, da lugar a la transmisión de un conocimiento que evoca a las fiestas y la alegría y de esos valores que la mamá de ‘Pinocho’ le enseñó desde niño y que él quiere mantener en su municipio a pesar de las transformaciones que han surgido como resultado del potencial económico de Aipe.


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