El acordeón: ese artefacto que se abraza por quien lo toca, que provoca llanto y felicidad al mismo tiempo, que genera un movimiento desmedido de pies y caderas y que es de hecho uno de los símbolos del folclor colombiano, se convirtió también en el primer amor de la juglar colombiana Diana Burco desde hace más de 15 años.
Diana, una cantante, actriz y acordeonista santandereana, es una de las exponentes del vallenato y la cumbia sabanera más importantes de la actualidad, por ser una de las pocas mujeres que han llevado estos géneros a cambiar su narrativa.
Estudió composición clásica en la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá y hoy continúa explorando otras músicas contemporáneas. Con su último álbum ‘Río abajo’ (2020), también nominado a los Grammy Latinos como Mejor Álbum Tropical Contemporáneo, Diana se centra en explorar los ritmos afrocolombianos de la costa caribe con elementos actuales de las músicas del mundo.
Actualmente, acaba de terminar una gira de un mes por Estados Unidos, en donde representó a Colombia para un proyecto realizado por el Center Stage, el Departamento de Estado y la Embajada de los Estados Unidos Colombia. “Cada lugar es un mundo, pero fue una grata sorpresa. Hay gente esperándote donde llegues, una comunidad que quiere enlazar culturas todo el tiempo”, afirma Diana.
A raíz de este viaje, y de ver cómo ha llegado a mostrar estos géneros musicales en diferentes ciudades del mundo, hablamos con ella de sus orígenes, de sus referentes y de sus proyectos que se inspiran en los ritmos invisibles de la Sabana colombiana.
¿En qué momento decidiste convertirte en música, sobre todo música del folclor colombiano?
Empecé desde muy chiquita a relacionarme con la música. Tuve la gran fortuna de tenerla muy cerca desde la manera tradicional como lo fue con el violín, el piano, pero luego me encontré con esa práctica tan bonita que es la tradición oral a través del acordeón.
Ahí es donde empiezo a conectar aún más, a sentir esa música y sentir su poder por los lugares que visité: el Cesar y la Guajira, pues soy de Santander. Y así, mi primer amor se convirtió en la música vallenata.
Mi papá, que es Thomasito, me mostraba las canciones mágicas que son las canciones tradicionales con las que crecimos (en Navidad, carnavales, cumpleaños). Eso me transportaba a donde nacimos y a conocer a nuestros ancestros. Y por eso me conecté tanto con esa música y decidí viajar a diferentes partes del país para entenderla.
Cuando cumplí 16 años, fui más consciente de esa brecha tan grande que hay en la música de acordeón con las mujeres. Eso fue muy frustrante. La decisión que yo tomé de ir a estudiar música en la Javeriana fue porque había esa frustración. Yo sentía que no podía seguir dependiendo y estar a la sombra de lo que hacen los hombres. Me decía: “tengo que entenderlo todo y lo aprenderé todo si es posible, para poderlo hacer”. Todo esto fue gracias a una mujer, juglar del vallenato que se llama Rita Fernández Padilla. Ahí es cuando digo, voy a ser artista, sobre todo con esta música.
Dices que el viaje es importante para “aprenderlo todo”. ¿Cómo fueron esos viajes de descubrimiento musical?
Cuando estaba en la universidad, decidí viajar porque quería encontrarme con esas músicas que influencian directamente al vallenato. Todas las músicas se influencian entre sí y entre las regiones. En el viaje me encuentro con todo lo que hay no solo desde el vallenato sino desde la cumbia, desde el bullerengue —y el bullerengue es muy importante porque estaba la imagen de la cantaora muy presente y esos eran mis referentes—. También fue importante para mí descubrir lo que pasa con la gaita, con los ritmos de los tambores en San Basilio de Palenque, y toda esa región se convierte en algo muy importante además porque fue el sitio donde conocí a Carmelo Torres, el maestro de la cumbia con todo lo de Andrés Landero.
Ahí entiendo otro capítulo del acordeón, del acordeón sabanero. En ese entonces eso era invisible para mí. Nadie hablaba de todo ese tesoro musical que había allá. Ahí empiezo a entender que todo lo que pasa con el vallenato que llega a las ciudades es bellísimo pero está como opacando también lo que pasa en la Sabana colombiana.
Ahí empecé a hacer mi música, a escribir las canciones y a encontrarme con personas muy talentosas con muchos recorridos. Empecé a trabajar con Danny Garcés que es el productor de los dos últimos álbumes y con gente muy conectada de encontrarse e identificarse con esta música, pero pues naciendo desde Bogotá.
Adentrarse en esos espacios y entender estos géneros musicales que son tan culturales y tan arraigados al territorio, siendo estos interpretados en su gran mayoría por hombres, no debió ser nada fácil. ¿Cómo fue entender esto desde una perspectiva femenina?
Todo esto de viajar lo hice a través del aprendizaje empírico, pues esas tradiciones deben ser desde lo empírico y desde el sentimiento. La academia lo acartona. Siempre basé esos viajes en ese sentir y mi sentimiento ante lo que me preguntas de ser mujer, era sobre todo mucho miedo.
Va al lado un poco con la idea del “país del miedo”. Y una música —como muchas músicas— están relacionadas con la parte social y política, el vallenato es una en la que más se presenta. Digamos que mi sensación visual era como estar abriendo una trocha, porque yo sabía que si no quería estar a la sombra, tenía que escribir mi propia historia y la única forma era escribiendo mis canciones. Esa fue la motivación: escribir lo que siento, porque, ¿qué pasa que la mujer en la música por lo general (vamos a hablar del vallenato en este caso sobre todo) es musa y casi que objeto? Pero si tú te paras en la parte que se normalizó, dicen: “pero lo que hacemos es hablar cosas lindas, estamos idolatrando a la mujer”. Lo que sí pasa es que sí se silencia y no se sabe el otro lado de la historia.
"Yo sabía que si no quería estar a la sombra, tenía que escribir mi propia historia".
He hablado con compositores mucho más abiertos que otros sobre esa posición de la mujer en estos géneros. ¿Y cómo se recibe? Pues es extraño, como cualquier cosa que es nueva. Pero con el tiempo y también con nuestra renovación constante como humanos de a poco ha entendido la ausencia; los hombres también deberían recibir un canto. Vengan y les decimos lo que sentimos, que los queremos, que no, que me duele. Así, el otro lado de la historia se empieza a nutrir.
Ese ha sido el ejercicio, de verlo con otros ojos de mi parte porque no lo puedo ver con dolor. Mi relación con el acordeón se está sanando porque era lo mismo que odio y me lastima. Ha sido todo un trabajo de reconciliación de mi parte. Escribir es la forma de encontrar libertad y de nutrir ese otro lado que también necesita refrescarse en la cumbia, en los géneros urbanos, en la industria.
Entendiendo esa necesidad de aprenderlo todo como mujer juglar, tuviste que aprender también de los grandes maestros. ¿Cómo llegaste a convertirte en la pupila del mayor referente de la cumbia sabanera, Carmelo Torres?
Yo llego a Carmelo sorpresivamente por el Jazz, porque en la Javeriana y en Bogotá en varios lugares se muestran propuestas jazzeras colombianas. Me encontré con un grupo que se llama Carmelo Torres y los Toscos y con ellos empecé a conocer a Carmelo. Y como te decía, para mí desde el Cesar y la Guajira, todo lo que pasaba en la Sabana era invisible.
Por ello, llegué a Carmelo y fue amor a primera vista. Fue amor hija-padre, me adopta como una de sus hijas, porque tiene tres más, y entonces decido hacer una residencia artística con él a través de IDARTES. Me fui para allá un mes a encontrarme con la música y más allá de eso con la vida misma que tiene la Sabana. Al final entendí que la música tradicional no nace por ser música, se trata de sentir y de conectar con todo lo que puede o necesita expresarse en los territorios. La música termina siendo una forma de sanar y una forma de resaltar lo que somos: un clima, forma de hablar, expresiones, gastronomía, baile.
"La música tradicional no nace por ser música, se trata de sentir y de conectar con todo lo que puede o necesita expresarse en los territorios".
Fui a vivirlo y hay que ir a vivirlo. Carmelo es un ser mágico como los muchos maestros que tenemos en Colombia. Hicimos una canción juntos que se llama Bailo mi pena, jalando hacia los sonidos más contemporáneos pero con todo lo aprendido de las músicas tradicionales de la Sabana.
¿En qué consistió vivir la música? ¿Cómo era tu día a día en esa residencia?
De mi parte empezó siendo muy académica, de estudiar los ritmos y las diferentes músicas. Ese era el propósito. Pero en el día a día consistía en tocar y yo no solo aprendía una canción, sino también de los ritmos. Le dije que quería aprenderme una canción por cada ritmo. Si en el vallenato conocemos cuatro aires (paseo, merengue, son y puya), en la Sabana podemos encontrar porro, chandé, cumbia, paseo y paseito… y así. Todo eso se aplica también al acordeón.
Traté de coger todos estos ritmos que están alrededor de maestros como Calixto Ochoa, Lisandro Meza, Alfredo Gutiérrez, que son más sabaneros. Así se vivió el mes entero. Era más el despertarme a tomar un café con Carmelo o compartir el desayuno, almuerzo y cena con su esposa también. Al final fue tratar de plasmar en una canción toda esa experiencia.
Gracias a esas experiencias y a entender los diferentes ritmos como dices “invisibles” te has convertido también en una embajadora de que estos ritmos lleguen a las ciudades dentro y fuera del país. ¿Cómo sientes que está ahora la exploración de esos ritmos y hacia dónde va?
Por un lado, pienso en cómo se vive. Estas músicas muy generosas pues se han conectado con muchos músicos que se han interesado en explorarla, sobre todo en Bogotá. Pero esto ha sido por un trabajo autónomo de cada músico o de cada oyente que va a los festivales donde se originan estos ritmos. Termina siendo una responsabilidad nacional para que esta música salga y sigue habiendo canales muy pequeños. Ahí hay un poco el olvido de estos ritmos. En esos territorios debería haber academias hechas para que llegue toda la gente que quiere aprender.
Por otro lado de cómo se hace esta transformación de mi parte es poder conectarme con varias generaciones y con el mayor de los respetos que se debe tener, hacer que la música se transforme es muy valioso así a algunos que les parezca bien o mal. Yo apoyo mucho esa evolución. Pero creo que si se hace con cuidado, amor y respeto con el territorio y con los compositores y quienes han construido esa tradición sigue siendo importante porque permite que esto siga vivo y se conecte con más generaciones. Pero ahí la discusión es larguísima. Yo de mi parte siento que es maravilloso ver que las universidades tengan grupos de gaitas y así, porque esto hace que la música se salve.
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