“Como la muerte está tan presente, el amor en la guerrilla es muy urgente”: Tomás Pinzón, director de ‘La paz’

Seis meses y doscientas cuarenta horas de material. 

Hace cuatro años, acompañado por el camarógrafo francés Arnaud Prullière y el sonidista Juan Camilo Bernal, el director colombiano Tomás Pinzón Lucena recogió más de doscientas cuarenta horas de material durante seis meses en 2016 en un Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) en las montañas del Cauca: esas lomas al borde de la frontera del río que mira al Valle, entre afectos bullentes y caletas, fusiles apagados, expectativas rotas y la inmensidad de los cultivos de coca.

De esos seis meses y doscientas cuarenta horas de material, Pinzón Lucena depuró un corte de ochenta y un minutos: eso es La paz, su ópera prima, que se proyectó por primera vez el año pasado en el Ficci 59, donde se llevó el premio del público a Mejor Documental, y se estrenó en digital el mes pasado en la plataforma Mowies, donde estará disponible hasta el 30 de noviembre.

En el documental, la cámara es un testigo silencioso de la vida diaria en un campamento guerrillero: el ETCR donde el antiguo Bloque Occidental Comandante Alfonso Cano —alguna vez dirigido por Pablo Catatumbo y, durante el tiempo de rodaje, a la cabeza del comandante Walter Mendoza— aguarda mientras avanzan las negociaciones de paz entre el Gobierno colombiano y la cúpula de las entonces Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). 

La cámara mira con curiosidad voyerista las acciones cotidianas de la ‘guerrillerada’ los meses y días previos a la refrendación popular de los acuerdos con el plebiscito del 2 de octubre. Observa, serena, sus picaditos de fútbol, los cepillos de dientes con que limpian sus fusiles y lustran con delicadeza los cañones, sus fiestas y descansos, sus rutinas y declaraciones de amor mientras se cortan las uñas. Husmeando conversaciones ajenas, relatos íntimos inducidos a través de lo que Pinzón Lucena llama “diálogos de catarsis”, La paz va componiendo breves instantáneas (entre pasados enterrados e imaginaciones de futuro) de las vidas y esperanzas de esos combatientes rasos que le apostaron al proceso y a quienes uno de ellos mismos llama ‘los tilangos’: “los sobrados de la guerra”. 

“Nunca nos imaginamos que después de tantas operaciones, presidentes y paramilitarismo, que de esa época para acá íbamos a estar vivos: contándonos historias, contando nuestros cuentos, viviendo este momento”, dice uno con esperanza. Y en esa declaración está la médula de lo que La paz ensambla: un compendio de anécdotas emotivas y diálogos que desgajan las identidades de quienes por años, detrás de sus uniformes, permanecieron estigmatizados y bajo amenaza en el monte, con una humanidad negada por la mirada de los centros de poder y desplazada también a las márgenes del Estado.

Todas las imágenes | Stills del documental La paz, cortesía Tomás Pinzón

Cuatro años después del momento que retrata el documental, 228 firmantes de la paz han sido asesinados, la implementación sigue siendo torpedeada por sus opositores y las resonancias de esas desilusiones compartidas se sienten con más desesperanza. Con películas como La negociación, de Margarita Martínez; El silencio de los fusiles, de Natalia Orozco; Las razones del lobo, de Marta Hincapié, o Colombia fue nuestra, de Jenni Kivistö y Jussi Rastas, y como apunta el crítico Pedro Adrián Zuluaga, el archivo sobre el proceso de paz con las FARC se sigue abriendo “y cada nueva película revela un punto de vista distinto que completa una mirada plural sobre el hecho político más importante que ha vivido la Colombia contemporánea”.

Hablamos con Pinzón Lucena sobre su inmersión en ese campamento, su interés por esquivar los modos de registrar el conflicto que codificaron los noticieros, sobre huirle a las trampas de la propaganda subversiva y sobre la necesidad de seguir aportando materiales y miradas sobre el proceso de paz para cultivar la empatía y cimentar, desde las artes audiovisuales, una nueva memoria para un futuro distinto.

Empecemos por la etapa previa al rodaje del documental. Cuentas que a través del exministro Álvaro Leyva y de María Elvira Bonilla, directora de Las2orillas, contactaste al Secretariado de las FARC, que después de un tiempo aceptó darte el acceso al ETCR donde se desarrolla La paz. ¿Cómo fue ese primer contacto?

Todo comenzó por una reunión de esas aburridorsísimas en un club de alta alcurnia bogotano en el que yo me logré mezclar entre los participantes de una conferencia de justicia transicional que estaba dictando Álvaro Leyva. Me presenté, le dije que quería hacer una película sobre las FARC y él me respondió: “Mándeme una propuesta en dos meses exactos. Si la propuesta es buena, yo la remito a la cúpula en las negociaciones de la Habana”. Acepté. Me devolví a París, me junté con una filósofa de la Sorbona, especializada en Estética, con la cual hicimos un trabajo enorme de mirar el archivo de todas las imágenes que había de las FARC: desde noticieros hasta las que habían producido ellos, lo que yo llamo propaganda subversiva. A partir de eso, planteamos la posibilidad de hacer un registro que se escapara de ambos registros. Nuestra idea era sentarnos con los pelados, lograr un contacto y un acceso muy íntimo, y para eso les pedíamos que por favor nos dejaran dormir en su mismo campamento.

Entregué esa propuesta y seis meses después me llamó María Elvira Bonilla y me dijo: “Oiga, puede que le den el acceso, es un acceso bueno”. Renuncié a mi trabajo, cogí a mi mejor amigo, que es un francés con el que estudié en el conservatorio de cine, y le dije: “Nos vamos para Colombia. No pregunte cómo ni cuándo: nos vamos”. Arrancamos y ahí duramos como mes y medio en Bogotá esperando, hasta que un día nos dijeron: “Mañana en Cali tienen que estar en este punto a esta hora, los va a esperar una camioneta con una moto”. Era una vaina llena de zozobra, con una extrema confidencialidad. Era como en una película de Hollywood, te lo juro. 

Llegamos a ese sitio en Cali donde nos habían citado, llegó una camioneta y nos dijeron: “Quiubo, bájense”. Hicimos una transferencia de camioneta a camioneta y arrancamos con una moto atrás ahí sí a las montañas del Cauca, por allá arriba de Timba. Timba es un sitio muy bonito porque queda en el río Cauca y es fronterizo: divide el Cauca del Valle del Cauca. Es como entrar a otro mundo. De una gasolinera empiezas a subir y a los veinte minutos ya hay coca. Es otra Colombia, la Colombia donde la coca está en todas las laderas de las colinas. De ahí para arriba fueron cinco horas hasta que llegamos a la casa de unos campesinos donde nos estaba esperando un hombre pequeñito con la camiseta del Nacional y una sonrisa enorme. Era Walter Mendoza, el comandante que retratamos en La paz. Todos teníamos miedo, menos el francés, porque el francés no tenía los prejuicios que en cambio alguien como el sonidista sí tenía. El sonidista además era un man de derecha al que este documental le cambió la idea de lo que es el conflicto, de sus complejidades. Llegamos allá y Walter nos dijo: “Bueno, aquí tienen una caleta. Desde hoy duermen en el campo”. Nos acompañaron cuatro guerrilleros y ahí empezó la aventura.

Vivieron seis meses en el campamento. ¿Cómo fueron entablando esa relación de confianza con ellos y en qué punto decidieron sacar la cámara y empezar a grabar?

Hubo varias cosas. Yo les dije a ellos, desde el principio, que yo no venía a hacer propaganda, que yo no venía a hacer amigos, que nuestro documental era otra cosa. Y ellos entendieron muy bien. Como a los cinco días de haber llegado —no habíamos sacado la cámara aún— hicimos lo que se llama allá una sala de reunión. En esos encuentros se reúnen las tropas dentro de una caleta gigante. Ahí tú hablas y expones tus puntos de vista. Yo hablé y les dije: “Yo no soy periodista, yo vengo a hacer un documental observacional. Aquí ninguno de nosotros los va a presionar. Vamos a hablar con ustedes y vamos a estar acá un largo rato”. 

Yo creo que las tropas no solo comprendieron eso muy bien, sino que lo apreciaron mucho.  Les tranquilizaba pensar que no éramos como esos periodistas que venían, les tiraban un micrófono en la cara y les hacían tres preguntas dificilísimas, para las cuales ellos ya se habían aprendido de memoria un guion previo y que luego se iban. Esa experiencia para ellos ya era boba, era jarta. Era muy tedioso para ellos ese periodismo de preguntas tipo: “Quiubo, ¿se van a rearmar o no se van a rearmar?”. Ellos ya tenían un escudo de defensa frente a ese periodismo tendencioso. Yo al principio viví con eso. En muchas partes de lo que dejé por fuera de mi película está todo eso: el discurso preaprendido sobre el marxismo-leninismo y las FARC y la lucha armada. 

Mi pregunta era: ¿cómo logramos ir detrás de esa carreta para que estas personas que están bajo los uniformes nos digan lo que sienten? Yo quería, atravesando ese ejercicio tan racional, que me contaran sobre sus romances, sobre cómo se hace el amor acá, qué es un uñero y cómo se cortan las uñas, cómo se soñaban al dejar las armas. Lo que a mí me interesaba eran cosas mucho más íntimas del ser humano que la política. Y esa confianza se logró jugando fútbol, bailando, jugando ajedrez. Yo les di unas clases de dirección a su equipo audiovisual, también. Fue un intercambio muy humano, horizontal, en el que nunca hablé de política con ellos.

Tomás Pinzón Lucena, director de La paz. Cortesía

Como dices, tu documental no interroga, sino que se limita a observar con mucho detenimiento unas escenas y unas conversaciones que construyes con ellos. De cara a esas reservas que dices que tenían con el periodismo, ¿cómo fueron trabajando la naturalidad con la que en La paz se relacionan con tu cámara? 

Al principio todos le tenían mucho miedo a la cámara. Me decían: “Yo no quiero que usted me filme, porque esa cámara que usted tiene es en este momento un arma”. Preguntaban mucho: “¿Seguro que no nos va a tergiversar?”. Y, claro, ese miedo es normal. Recuerdo que eso me lo hizo entender Olga Marín, una de las encargadas de pedagogía de género del campamento, con una anécdota de cuando a Manuel Marulanda en los ochenta llegaron a visitarlo unos periodistas en su casa. Marulanda se confió de ellos, les habló largo, comieron juntos y en un momento se quitó una bota para que la esposa le ayudara con un uñero. Un periodista se hizo por ahí y sacó una foto. ¿Y cuál fue la nota que salió en el periódico al otro día? Una nota amarillista acompañada de una foto del pie de Marulanda: un pie jodido, cansado, lleno de heridas, que para la gente era asqueroso. La prensa aprovechó para señalar: “Vean esta cosa tan asquerosa: la guerrilla es una porquería”. 

Desde entonces, ellos saben muy bien cómo una cámara puede ser un arma que les juega en contra. Por eso, desde la parte formal, lo que nosotros queríamos hacer era ir contra todo el repertorio visual sobre el conflicto que han construido los noticieros. ¿Qué hace un noticiero? Un noticiero te va botando imágenes que tienen un cut rate, un promedio de corte, de tres segundos o menos. Por eso es tan fácil que el sentido de los testimonios se tergiverse o se suprima. Nosotros, entonces, nos propusimos hacer todo lo contrario. Dijimos: vamos a poner una cámara y vamos a dejarla rodar. Vamos a tener unos planos súper extensos y súper largos, donde la gente se pueda expresar y en los que no haya espacio para que yo corte dentro de ese mismo plano para decir otra cosa —sea con gramática visual o con voces en off— lo que ellos me están diciendo en este momento. Eso se lo expliqué a ellos y para ellos fue increíble entenderlo. 

Y, por otra parte, desde la parte narrativa lo que hicimos fue lo que yo llamo “diálogos de catarsis”. Yo hablaba con ellos durante la noche, en sus ratos libres, y les preguntaba sobre sus vidas, sus gustos, sobre sus familias. Al otro día yo ponía mi cámara y ellos ya habían reflexionado unas cosas y simplemente dialogaban entre ellos. En ese momento se creaba una cosa muy interesante y es que de ese diálogo, que pocas veces tenían entre ellos a tal nivel de intimidad, llegaba la revelación de quiénes habían sido ellos antes y quiénes iban a ser después. “Yo conozco que tú eres alias Fulanito, pero tú me estás diciendo acá por primera vez que te llamas Juan: en esta conversación, bajo esta cámara”. 

La cámara lograba entonces catalizar esa transición de identidad.

¿Qué otros elementos crees que permitieron que, a pesar de que ellos veían la cámara como un arma, esos “diálogos de catarsis” llegaran al punto de intimidad al que llegan? A hablar de su vida sexual o a cortarse las uñas frente a un dispositivo que lo que ha hecho históricamente es violentarlos.

Creo que hubo otra cosa que ayudó: ellos se sentían muy felices de que quien los filmara fuera un francés. Eso fue determinante, porque ellos sabían que él no hablaba español ni tenía los prejuicios sobre la guerrilla que tienen los colombianos. Mi amigo francés solo había visto en Francia algunas imágenes de Ingrid Betancourt, el registro que todos conocemos, y para él el conflicto armado era un tema lejano. Él era muy bueno para acercarse a ellos y ellos confiaban en él. Cuando tú te miras a los ojos con la persona que está detrás de la cámara tú entiendes cosas. Yo creo que ellos entendían que él no venía a tergiversarlos. Además, él era súper transparente en mostrarles siempre las imágenes después de grabarlas. Les decía: “Mira esta imagen tan bonita, mira lo que hicimos con ustedes, esto no se parece a esas otras imágenes”. Y ellos sí pensaban: “Uy, este man está embelleciendo y estetizando lo que somos nosotros, estetizando nuestras formaciones, nuestras conversaciones”. 

Nosotros hablábamos constantemente con ellos de historia del arte, en este caso francesa. Por ejemplo, esa imagen que hay de tres hombres hablando en el suelo, como en un campo pastoral, casi en un picnic, es una imagen que habíamos cuadrado que queríamos encontrar y traducirla del Desayuno en la hierba, el cuadro de Manet. Arnaud trabajó desde esas perspectivas y no desde la perspectiva política ni de otro tipo, entonces los guerrilleros se dieron cuenta y eso fue muy importante para cimentar la confianza.

En varios casos de periodistas que conozco y que han hecho registros en campamentos guerrilleros, hay siempre una tensión entre lo que el periodista o documentalista quiere hacer y ese uso estratégico que los comandantes buscan con quienes invitan para encauzar un mensaje particular. ¿Tuviste que enfrentarte a esa fricción? ¿Cómo esquivaste la presión de que tu película se volviera lo que dices: mero registro periodístico o pura propaganda subversiva?

Lo viví sutilmente, pero, en mi caso, yo les dije de frente desde el principio: “Yo no soy comunista y yo no creo en las armas, menos en la mezcla de ambas. Yo no vengo a filmar eso”. Ellos lo entendieron y creo que casi nadie los había estetizado escapando de esas dos narrativas de las que hablo, la del noticiero o la de la propaganda subversiva. 

En ese campamento, para ponerte un ejemplo, había un hombre muy culto que había llegado de Chile para unirse a las FARC hace como diez años. Él era el encargado de lo audiovisual, y yo con él tuve discusiones largas, conceptuales y profundas sobre qué es la imagen. En una de las sesiones le dije que si querían hacer propaganda subversiva tenían que hacer todo lo que yo no venía a hacer ahí adentro. Le expliqué lo del promedio de cut rate de los noticieros, que si juntan A con B, les tiene que dar un sentido C que es el que queda sembrado al final de la secuencia. Expliqué paso por paso todo lo que yo odiaba y lo que no iba a ser mi película (risas). Pero para sus fines, eso es lo que debían hacer. 

Esa línea quedó muy marcada: lo que yo venía a hacer y lo que ellos debían hacer para su propia causa. De ese diálogo surgió también la pregunta por cómo cambiar su propia imagen de cara a los diálogos de la Habana. Empezaron entonces a grabar perfiles de la gente, a volcarse sobre el lado humano de los excombatientes. Ese equipo audiovisual se llevó de ahí varias lecciones que creo que les ayudaron. Hay una parte en la que ellos mismos se dan cuenta de cómo deben trabajar su discurso para conectar con el pueblo colombiano: “Nosotros no podemos acercarnos a la gente con el discurso de que viva el comunismo, porque eso no conecta con la gente”. Ellos ya se estaban dando cuenta de eso.

Sin embargo, la gramática de la guerra está ahí viva, cristalizada, entre otras, en las escenas de fútbol. Esa línea muy delgada entre el comandante que se vuelve entrenador y que utiliza un vocabulario de guerra para poder entrenar al Barcelona y el Real Madrid guerrilleros. El vocabulario de ellos no iba a cambiar, el vocabulario sigue siendo bélico hasta hoy. Es una cuestión de gramática visual y gramática de la guerra. “El flanco del equipo entra por la retaguardia del otro”, por ejemplo. Yo hablaba con ellos de cómo también ese lenguaje debía ir cambiando.

Y allí se nota su uso estratégico del discurso: Walter Mendoza señala cómo una mujer conecta con ellos como las FARC, pero no con ellos como comunistas. Tu documental alumbra esa conciencia sobre las modulaciones afectivas de su propio discurso de cara al proceso de paz.

Claro, y ahí es importante contextualizar: la tropa a la que llegamos era una tropa de gente joven, de gente entre los dieciséis y los treinta —aunque también había una franja de personas de cincuenta a setenta años—. Los jóvenes, según conversamos, fueron gente reclutada de afán cuando se acababa el proceso del Caguán y los empezó a corretear Uribe de manera brutal. Los comandantes no tuvieron tiempo de formar a esta gente como a la generación anterior: la parte política en la gente joven era muy vaga. No tenían idea de quién era Marx y no les interesaba mucho. Eso era interesante: entender que esta guerrilla después del Caguán se había unido a la lucha armada por causas muy distintas. Ya era cada vez menos ese ideal de liberar al pueblo y del comunismo. Era más: “Yo vi un día a una mujer pasar por mi pueblo con un arma, se veía súper bonita, y me enamoré de ella y me fui detrás de ella y terminé uniéndome a la guerrilla por amor”. O: “Terminé uniéndome después de que me robé una vaca porque tenía mucha hambre y me empezó a perseguir la Policía. Me uní porque era la cárcel o la guerrilla”. Pero la parte ideológica, también ensombrecida por la plata que empezó a dar la coca, ya era muy vaga.

Hablemos del plebiscito: ese momento de ruptura, el punto de inflexión del proceso y de la película. Cuando ganó el NO, se instaló una etapa de incertidumbre, de no saber si el proceso se acababa y las FARC volvían en forma a las armas. Walter Mendoza, a quien retratas, es ahora uno de los disidentes. ¿Cómo lo viviste allí? 

El plebiscito produjo una desilusión tal que para ellos fue una desilusión con Colombia misma. Ya ni siquiera era una cosa revanchista contra Uribe o los uribistas, sino una desilusión con la gente, con pensar que el pueblo mismo no quería dejarlos volver a reintegrarse a la sociedad. Uno de los combatientes vive una situación tremenda:tiene un hijo y no le ha dicho que es su hijo, que es militar. Él añoraba poder contarle todo y volver a su familia. Todo eso podía explotar si la gente decía que sí de manera contundente en el plebiscito.

Aunque algunas sí explotaron, como el baby boom. Las guerrilleras, en un gesto de resistencia y rechazo, dijeron: “Así estos manes de la cúpula digan que no, nosotras acá vamos a hacer bebés como un hijueputa, porque para la guerra nada”. El bebé se vuelve esa trinchera para salir de la guerra. Algunas decían: “Estoy embarazada y una embarazada no puede ir a la guerra, no nos vayan a meter de nuevo en esto”. Eso es aún más potente frente a la historia de abortos y violencias sexuales de las FARC. Esa dignidad y esa resistencia de las mujeres fue impresionante. 

Ese punto de inflexión llevó a esa bifurcación: unos diciendo “Yo me embarazo y no voy a la guerra”, y otros diciendo “Mi familia es las FARC y yo me quería quedar acá, porque afuera no tengo a nadie más y me voy a quedar solo”. Los ejemplos de mi documental van hacia allá: hacia cómo incidió esto sobre las vidas personales, particulares, de los seres humanos de esta tropa, cómo les cambió el mundo esa decisión. Muchos de ellos terminaron en la disidencia; muchos, muertos. Otros, lejos de la FARC. Todavía está por descubrirse qué va a pasar, porque estos cuatro años ese conflicto ha mutado de maneras muy bárbaras.

Fuera de cámaras, ¿cómo reaccionaron ellos?

Ellos en eso sí son muy rígidos. En la sala ponían hileras de sillas y veían eso en un silencio ritualístico, de expectativa. Cuando ganó el No, un comandante se paró y dijo: “Bueno, mañana hay que hacer la lista de cómo estamos de anticonceptivos, etcétera. Ahora, a dormir, punto”. De manera estoica, todo el mundo se retiró a sus caletas, con sus radios, y al otro día fue un día nuevo donde se retomó la rigidez militar. Ya nosotros no podíamos andar tan frescos por ahí, todo empezó como a cambiar. Volvieron preguntas sobre si se metían más profundo en la selva, desempacaron las armas que habían encaletado. Fue un giro muy duro. Eso pudo haber sido una chispa que pudo haber estallado. 

Nosotros tuvimos el desafío de que sabíamos que el plebiscito era un punto de inflexión: si lo hablamos en términos narrativos es el clímax del acto dos de la película. Ese punto de inflexión fue, primero, un clímax en términos de edición. El documental podía cobrar diferentes sentidos dependiendo de donde se ubicara el hecho, de todo lo que pusiéramos antes o después. Creo que el mensaje firme de Juan Manuel Santos de mantener el cese al fuego, de continuar con el proceso a pesar de los resultados, les dio confianza a ellos y en la película se ve. Pero a los dos días ya empezaban a pasar las avionetas. Hubo un juego muy sucio por detrás. El mensaje parecía ser: sí, firmeza con el proceso, pero los avioncitos van a seguir pasando por si acaso ustedes se me descontrolan. Esa es la guerra.

“Me asusta que el Estado nos traicione y nos empiecen a matar uno por uno así como mataron a los del M-19”, dice una de las combatientes en una conversación. Otro les dice en un encuentro: “Ustedes son la vanguardia. Hay unos que dicen que ustedes son la prueba: si los matan, no vamos nosotros”. El partido FARC ha denunciado que 228 firmantes de la paz han sido asesinados desde la firma de los acuerdos. ¿Cómo lees tu propio documental a la luz de esa realidad, cuatro años después del momento que retrata?

Hay una conciencia muy clara de muchos de ellos en lo que filmé. Si tú te fijas hay muchos presagios dentro del documental. Hay uno que dice: “Ahora lo que va a pasar es que van a coger a todos los líderes y los van a matar”. Es lo que está pasando. Ellos sabían y en eso ellos son muy históricos: tienen una profunda conciencia histórica. Cuando ves procesos como el Apartheid u otros procesos de justicia transicional, siempre hay un proceso de integración que no es fácil ni rápido. Ellos sabían que durante mucho tiempo habían usado armas, que las armas siguen siendo armas, y que mucha gente tendrá resistencia frente a ellos, que mucha gente del pueblo quiere venganza, que los paramilitares están ahí, que la coca es un problema que se les salió de las manos.

Cuando, por el proceso de paz, la guerrilla dejó de regular la coca, que es la gasolina más grande que tiene este conflicto, empezaron a entrar a ocupar el territorio el ELN o los paramilitares. A quienes se quedaron ahí en los ETCR les han dicho: se van, los matamos o se unen a nosotros. La pelea por la coca ha dejado mucha gente muerta y creo que ese sigue siendo el gran problema. Hasta que no se regule la coca, la violencia va a seguir. Por eso aconsejo el documental: porque en eso ellos no son inocentes, ellos ya sabían que muchos de ellos iban a caer antes de que llegue la paz. 

En un momento uno de los combatientes dice algo muy revelador de la forma como la guerra ha hecho pensar a mucha gente: que se sorprenden de seguir vivos, que le ponían que en el cambio de siglo iban a estar muertos. ¿Cómo percibiste tú ese estar de cara, todos los días, a la posibilidad de la muerte? Uno de ellos anota algo muy diciente: que para ellos solo existe la “dialéctica de la vida: nacer y morir”.

Yo creo que allá eso siempre está presente. El gran símbolo es ese avión que suena por encima y que ellos llaman un fantasma. Ese fantasma es un avión que hace un ruidito como “sssss”, un soplido suave, muy particular. Ese sonido nosotros no lo conocíamos ni lo asociábamos a nada. Pero cada vez que pasaba se sentía el miedo, el mismo miedo de la expresión de Timochenko cuando pasaron los aviones en Cartagena. Y es que ahí donde estábamos nosotros fue donde bombardearon a Alfonso Cano con 1.500 toneladas de explosivos. Si ves el hueco que dejó eso en la loma, te das cuenta de cómo cambió incluso la topografía de la región. Ahí uno dice: “Mierda, aquí tiran bombas y mueren mil personas de un solo tiro”. Por eso, cada vez que pasaba el avión, ellos sentían que los iban a matar. 

Esa conciencia nosotros no la teníamos, pero tuvimos que desarrollarla. La inminencia del regreso de la guerra fue muy dura y eso, a su vez, cataliza otros procesos. No solo la muerte está muy presente, sino que como la muerte está tan presente, el amor es muy urgente. Por eso el amor de ellos es un amor tan pasional, intenso, un amor de telenovela. Los amores de la guerrilla para mí eran eso, amores de telenovela: con esa urgencia, con esa cursilería y esa pasión. Eso era precioso. Claro, si tienes la muerte a un paso, debes cambiar la manera como vives. La vida la aceleras para vivirla de forma más plena.

Se está abriendo un archivo cada vez más robusto de películas sobre el proceso de paz, como dice el crítico Pedro Adrián Zuluaga, entre las que están La negociación, El silencio de los fusiles, Las razones del lobo o Colombia fue nuestra. ¿Cómo lees tu propio documental a la luz de esas otras películas que, desde ángulos diferentes, han querido documentar ese momento tan crucial de nuestra historia reciente? ¿Qué incidencia crees que pueden tener en este momento álgido de la implementación de los acuerdos?

Soy optimista, pero sé que mi película y todos esos otros registros solo funcionan en la medida en que, por ejemplo, los centros de memoria histórica estén haciendo su trabajo. Creo que hay una crisis de memoria histórica muy grande de la que este gobierno es responsable. Y no solo el gobierno, sino muchos colombianos. A nosotros mismos no nos gusta dialogar, confrontar ideas y entender nuestra historia. Como estamos tan enfrentados al registro noticioso, al “hoy se dieron bala”, muchos no miran lo que pasó antes. Yo creo que todos estos registros —tanto desde el cine como desde el periodismo— hacen y componen un abanico de miradas que sirven como elementos de reflexión. Si no se miran con detalle, vamos a seguir polarizados. Uribistas acérrimos que han visto el documental me han dicho: tiene razón, me equivocaba en estos prejuicios, ya veo cómo es la vida de estas personas. En eso las personas pueden ir cambiando su visión de lo que fue el conflicto.

Napoleón decía que la historia era una mezcla de las mentiras que los ganadores imponían en las narrativas. Con estas cámaras y estas posibilidades alternativas e independientes de narrar el conflicto, eso puede cambiar. Creo que no solo se compone de mentiras nuestra historia, sino que con piezas como estas resurgen elementos que nos pueden ayudar a reconstruir una verdad más completa y plural. La película, así como genera resistencia entre la misma ciudadanía, generó resistencia entre los distribuidores. Cine Colombia, por ejemplo, no se quiso meter en esto. Con La negociación tampoco quisieron. Para mucha gente poner a un guerrillero raso en la gran pantalla sigue siendo un tema sensible. En el Ficci, donde la estrenamos el año pasado, se salía la gente de la sala. Pero a eso se enfrenta uno: uno ofrece una mirada y es la gente la que decide mirar con uno y reflexionar, o no.

Y, haciendo un balance de quienes han visto La paz hasta ahora, ¿han sido más quienes han decidido mirar contigo o quienes han decidido no hacerlo?

Son más quienes han decidido hacerlo. Muchos opositores al proceso de paz, después de ver la película, sí han entendido que esto también podría pasar en una tropa militar o paramilitar, tanto como en una guerrilla: que son ciudadanos con familias, que son tan humanos como ellos, que tienen amores y miedo a la muerte. Que muchas veces se encontraban en territorios de Colombia donde no hubo otra salida. La gente le restó mucho poder a la atracción que produjo durante muchísimos años las FARC y a la forma como pusieron en jaque a este Estado. Si te das cuenta, la decisión de quién iba a ser el próximo presidente de Colombia se tomaba en función de lo que ese presidente fuera a hacer con las FARC. Eso es tener al Estado en un jaque muy hijueputa. Lo que pasa es que duró tanto tiempo que todos se dieron cuenta de que de ese jaque ya no podía salir nada. De ahí hicieron el proceso de paz y se desarmaron, porque nunca iba a haber jaque mate.

El documental por eso es importante: deja entrever esas rendijas de lo que fue las FARC, de por qué hicieron lo que hicieron, todo a partir de lo humano. Pero creo, más allá de mi película, que todos los archivos que crean una polifonía de lo que fue el conflicto y las FARC son muy valiosos. Desde la que nos marcó el inconsciente colectivo, como la de Ingrid Betancourt, tan dura, como mi documental o las propagandas subversivas de guerrilleros tocando guitarra, como Julián Conrado en 1992. Todo eso hace parte del acervo con el que iremos construyendo la verdad de lo que fue esta guerra. 

En un horizonte de recepción profundamente codificado por los discursos del aliado/enemigo de cara a los excombatientes, ¿cómo ha sido el contraste en la recepción entre Colombia y otros países en los que la has proyectado?

Por ejemplo en Perú fue muy interesante, porque fue un país que tuvo también una historia guerrillera, la de la insurgencia de Sendero Luminoso. Cuando fui a presentarla a Perú, llegó un ex ministro de Justicia a ver la película. Al final, se me acercó y me dijo: “Oiga, qué verraquera de película. Me encantaría que hubiera un registro así en nuestro Perú, porque ese registro humano nunca se hizo, y eso le hizo falta a nuestra paz con Sendero Luminoso”. Ese personaje, que ya había hecho la paz con otra guerrilla en otro país, se dio cuenta de la importancia de la película en cuanto a su componente humano. A él le parecía que hacia allá tenía que girar el arte de su país: retratos más humanos y menos políticos de su propio conflicto. 

En Francia y en Europa los espectadores la perciben como vintage, el conflicto armado les suena a algo anacrónico. El mismo productor francés, cuando la presentó en el Ficci, dijo que se había metido a hacer esta película porque a él como europeo le gustaría entender por qué la guerra en Colombia y en ciertas partes del mundo era como un vinilo rayado: como que gira y gira y recomienza el ciclo. Y para ellos es un poco eso: es muy absurdo que siga la guerra. Y esa posibilidad absurda también hace pensar que Latinoamérica se escapa a sus marcos de comprensión.

Cuatro años después, ¿qué has sabido de los guerrilleros a los que retrataste?

Lo digo al final con una cita de Nietzsche: “Deben amar la paz como un motivo para nuevas guerras”. Eso es lo que ha pasado. Ellos se dieron cuenta de que esa paz seguía siendo una guerra. Por eso el documental se llama La paz, porque la paz no es solamente un conflicto externo, sino un conflicto al interior de cada uno de nosotros. Ellos siguen en ese proceso: muchos convencidos de que hay que seguir montados en el proceso, y por otro lado, otros que me cuentan que están jodidos. Supe de uno a quien se lo llevó el alcohol, por el abandono y esa orfandad en la que quedó de la FARC y el gobierno. Otros a los que mataron y otros que están viviendo su vida nueva en el campo.

La mutación de este proceso ha sido muy dura. Y hasta que no regulen la coca, ese conflicto seguirá mutando. Todos estos muchachos con los que estuve hasta ahorita están pudiendo ver la película a través de Tanja Niemeyer. Y eso es importante, porque sí quiero que vean que en La paz no sucedió lo que dijo el que pensaba que iba a tergiversarlos con la cámara, sino que respeté completamente su identidad.

El hecho mismo de que exista tu documental es una muestra de lo que han transformado Colombia los acuerdos. Como dice uno de ellos: “Uno tiene muchas historias que contar: buenas y malas. Esto queda pa’ la historia”.

Que esa frase sigue y dice: “¿Será que nosotros somos los únicos malos de esta película?”. Esa pregunta tendremos que seguir haciéndonosla todos los días.


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