Letras pal trancón: volumen V

En este volumen los cuentos y letras se unen para acompañarnos a las fechas que más acercan: navidad, y obviamente a los trancónes que hay en una ciudad como la nuestra.

La última jugada

Una nueva explosión en la plaza sacudió la pequeña mesa, pero el hombre que tenía una mano apoyada en la madera que temblaba sin parar, sólo se limitó a parpadear, dejando caer dos lágrimas sobre la pálida mano. No era la primera sacudida, y sabía que tampoco sería la última. ¿Cuándo pararían de una buena vez? Lo ignoraba, y era algo que no le importaba en lo más mínimo, porque las explosiones, la violencia, la sangre y el horror que dominaban a todas esas personas, tanto civiles como militares, no tenían nada que ver con él, o él no quería nada con eso mejor dicho, con esas incontables muertes, con todos esos cadáveres llenos de sangre, con la desolación de las madres, con el sufrimiento ajeno…
El granizo se deshacía al contacto con el vidrio, las gotas de lluvia se mezclaban con la sangre de quién sabe cuántas personas heridas o asesinadas, los gritos y el eco de los disparos atravesaban el cristal…, y él estaba ahí, en la torre, sentado, indiferente, mirando un simple cuadro, ajeno a todo lo que pasara afuera de ella.
Unos ojos azules, grandes e intensos, lo miraban desde la pared. Una sonrisa despreocupada y alegre. Una corona dorada con piedras preciosas sobre la cabeza. El rey. Centró su mirada en la del retrato, mientras las lágrimas goteaban sin cesar. Sabía que ya no podía hacer nada, que nadie lo podía ayudar, mucho menos una corona sin joyas que ya no tenía dueño alguno. Apartó, de golpe, la vista. Tantos recuerdos, tantas decisiones erradas. El pasado: ya no podía soportarlo, era demasiado dolor, demasiadas muertes, tanto horror. Se tapó el rostro con las manos, intentando respirar con normalidad, pero fue en vano.
Risas. Su corazón se frenó al instante, sus ojos se agrandaron y toda la sangre se le subió a las orejas. Comenzó a ahogarse. –¿Por qué sigues jugando? –preguntó una voz, proveniente de la oscuridad, de esa ne-grura que solo existía un rato, porque una explosión o un rayo la apartaba. La voz se acercaba, lo sabía, porque oía los pasos que daba hacia él. Unos ojos amarillos lo miraban fijamente. El hombre, que ahora sudaba pro-fusamente, bajó la mirada para evitar la del demonio que seguía burlándose de él. Pero una mano blanca y larga le cogió la quijada y lo obligó a levantarla. El hombre hubiera podido gritar de horror, pero no tenía fuerzas.
–Te dije que no me desafiaras –le recordó la sombra, apretando el mentón con fuerza–. Pero lo hiciste, conociendo los riesgos. Me sorprendes, la verdad. Esperaba mucho menos de ti. Y sigues sin rendirte, aún sabiendo que lo único que te queda es… el rey. Tu rey. –Y no me rendiré hasta vencerte, maldito demonio –le espetó este, temblando de miedo–. Soy capaz de ganarte, y lo sabes, solo que no lo quieres reconocer. No permitiré que destruyas lo que nuestro padre construyó con tanto esfuerzo y dedicación. No lo voy a permitir. Cometí un error…; ya no importa. Ya nada importa, solo nosotros dos: tú y yo.
El interpelado frunció el ceño y lo miró con desprecio e ira, pero se contuvo. Esas palabras le habían herido, ambos eran conscientes de ello, mas logró mantener su postura intimidante. Aquel imbécil no sabía lo que decía. Mejor para él: el fin estaba cerca, pero no el de él, sino el de su víctima. Sonrió con maldad.
–Está bien –dijo el otro, apartando su mano–. Tu turno –y señaló la mesa. Un tablero de ajedrez los espe-raba. Le dedicó una mirada cargada de odio–. Juega. El hombre lo fulminó con la mirada. Luego centró toda su atención en el tablero. La partida no estaba terminada, y todavía faltaba una jugada para concluirla. –Te recuerdo que estás en jaque –le recordó el demonio, mirándolo fijamente. Había algo en su hermano que no le gustaba. Desconfiaba de él, así no hubiera razón para hacerlo. El otro no respondió. Ya lo sabía. Sus opciones eran pocas: podía rendirse, o mover una casilla hacia la derecha. No podía hacer nada más.
Decidió tomarse su tiempo. Sabía que su hermano solo estaba concentrado en el tablero, en sus ojos y en su rostro, por lo que, lentamente y con mucha cautela, comenzó a esconder sus manos debajo de la mesa donde estaba el tablero. Sus dedos sintieron un metal, y un líquido comenzó a manar de ellos. Sonrió para sus adentros.
–¿Por qué sigues jugando, si sabes que vas a perder, de todas formas? –le preguntó, irritado e impaciente. Sus ojos se posaron en los del otro jugador que, indiferente, lo miró de soslayo–. Te cuesta aceptar tu error, ¿verdad? Es eso. Sí, ¡eso es! No puedes admitir que yo soy mejor y que yo soy el que merece reinar, y no tú. ¡Vamos! Acéptalo de una vez.
Su hermano suspiró, bajó la mirada y lo miró. Las lágrimas seguían saliéndosele de las enrojecidas cuencas y la palidez no había desaparecido. Se levantó. Luego le sonrió, gesto que sorprendió y alarmó al otro. ¿Qué significaba esa sonrisa? Sacó una mano de su escondite. La posó encima del rey blanco, su única pieza. Deslizó los rojos dedos hasta tocar el tablero, e hizo un ademan de querer empujar al rey hacia abajo. Miró a su hermano. Esta sudaba y temblaba, ansioso y emocionado. Los hermanos se miraban con intensidad. El jugador sonrió. –Jaque mate, hermano –le murmuró al demonio que, confundido, parpadeó. De repente, la pequeña mesa fue levantada en el aire, tirando al suelo el tablero y las piezas. El demonio alcanzó a echarse hacia atrás. –¿Qué has hecho, maldito desgraciado? –le gritó a su hermano. Este se encogió de hombros, sacó la mano responsable del desastre, que tenía un cuchillo ensangrentado entre los dedos, y se abalanzó como una bestia sobre su hermano.
Una pieza manchada de sangre fue lanzada desde la torre hacia la plaza. Al hacer contacto con el frío, sucio y mojado suelo, se partió en mil pedazos, e hizo un estruendo aún mayor que el de los disparos y explosiones. Luego fue el silencio. Las granadas cesaron. Los gritos se redujeron. La lluvia de cartuchos y metralla se detuvo. Alguien había ganado. Uno de los dos hermanos había vencido. La pregunta era quién. Los oficiales de ambos bandos examinaron la figura del rey, cada uno tomando un pedazo distinto. Todo estaba mojado, sucio y manchado de sangre. Era irreconocible. ¿Quién era el ganador? ¿Cuál de los dos hermanos era el nuevo rey?
Todos levantaron la mirada y se centraron en la ventana de la torre, esperando a que el nuevo rey, el ganador se asomara. Pero nadie se asomó. Ninguno de los dos hermanos salió.

–José Pablo Álvarez Acosta

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La ventana de autobus

La ausencia ha hecho de mí
una escondida paloma
que se sabe sin alas

¿Si todo lo que fui
se ha ido
qué soy ahora?
Ausencia de la ausencia

Yendo siempre del olvido al amor
como botella de esperanza
tirada al mar

Soy eso
lo que he perdido
y me ha dejado

Oh espejo de agua
entre mis manos

Es solo la memoria lo
que empaña la ventana
No es más

Si este autobús no se estrella
que alguien me diga
dónde colgar estos muertos
que florecen en la lluvia

¿Qué hacer con el cuerpo?
¿Qué hacer con el alma?

—Jairo Yela
(San Juan de Pasto 19 de septiembre de 2019)

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Margot

Mientras unos van cargando pesadas bolsas llenas de perfumes, zapatos y ropa nueva, Margot, mujer robusta, de uno-setenta-y-cinco de estatura, en cuya piel se denota el temple de todo un pueblo, lleva las mismas prendas que usó el día de ayer: una camiseta blanca con una gran publicidad de marca de pintura, un leggis negro que en algún tiempo pretérito se negó a seguir siendo negro y se echó sobre sí un chorro de blanqueador y ahora está dotado de unas manchas que no se sabe bien si son cafés, ocres o vino tinto. Su outfit termina con unas zapatillas deportivas color gris con ribetes amarillos y cordones negros. Su perfume es inolvidable, unas veces precario y otras veces voluble, su olor corporal suele combinarse con el dulce del mango maduro o con el ácido del mango biche o con el humo de un marlboro; es el perfume de su vida, el olor de la resistencia.
La forma en como apoya su codo sobre el carrito de mango, indica que las ventas no han corrido como se esperaba, está aburrida, cabizbaja, cansada. Ya han pasado las cinco de la tarde. Los únicos mangos exhalan un aliento triste y se acaba de ir un atardecer de rosado intenso, las últimas palomas del día buscan refugio en los techos y la plaza queda envuelta en un hálito melancólico. De repente, "¡Bonice, bonice!", dice una voz que se acerca. Vuelvo el rostro y un hombre va camino al abismo de los mangos, dispone su carrito junto al otro y comienza a erigir sonrisas en el rostro de Margot, intercambian un mango por dos Bonice y en este frío se los comen, y comiéndose, van olvidando el trajín del día.

—Jairo Yela.
(San Juan de Pasto 29 de junio de 2019)

 

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