Jaime Garzón: 22 años de un país de dolor

En esta tierra colombiana que llamamos nuestro país, la risa nos ha salvado la vida incontables veces, el humor nos ha permitido evadir el dolor y el ingenio y la perspicacia de algunos que lo han utilizado para hacer crítica nos ha valido nuestra propia historia.

Esa voz del humor político, de la crítica social, del periodismo mordaz ha sido silenciada miles de veces en este país. Lo hemos visto en los últimos tiempos con los líderes sociales que han desaparecido por haberle puesto la cara a la corrupción, a la desigualdad y a la guerra; pero la verdad es que la censura ha acallado voces desde los inicios de la historia de esta patria.

Una de esas muertes, posiblemente una de las que más dolor nos ha causado, nos sorprendió a todos en la comodidad de la sala de nuestras casas el 13 de agosto de 1999. En la madrugada de ese día la censura de prensa cobró la vida de Jaime Garzón en lo que años más adelante se clasificó como un crimen de estado, al haber contado con la participación del Ejército, el DAS y la banda de criminales del narcotraficante y paramilitar alias Don Berna.

Saliendo de RadioNet, emisora en la que trabajaba por entonces, dos motociclistas lo acecharon en su carro y acabaron con la vida de Jaime Garzón, ese periodista que se había colado por la pantalla del televisor en todos los hogares colombianos burlándose y haciéndonos reír de una triste realidad nacional, y en el corazón de los colombianos no podía caber semejante noticia.

En 1999 yo tenía 11 años, en esa época era mi vecino quien me llevaba al colegio. Temprano en la mañana, mi hermana y yo, nos subíamos en el viejo carro rojo de Benjamín, en el que Laura ya se había subido y las tres nos íbamos calladas juiciosas, en el asiento trasero, todo el camino que no duraba más de 8 minutos hasta el colegio.

Foto: Fundación para la Libertad de Prensa – Collage: Nátaly Londoño y Lala Ocampo / Canal Trece

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Ese día, el 13 de agosto, escuché en la radio de ese carro rojo lo que había pasado, miré a mi hermana porque yo sabía que ella entendía quién era Jaime Garzón, porque ya papá nos había hablado de él incontables veces y porque en mi casa era un mantra su ‘¡Quac!, el noticiero’. Benjamín no dijo nada, Laura tampoco. Fue uno de esos momentos en que los adultos no se dan cuenta de que el mundo también les pasa a los niños.

Lo que recuerdo de ese momento es realmente muy poco, pero lo que sí es cierto es que, a mí, como seguramente a la gran mayoría de los colombianos, Jaime Garzón se nos quedó grabado en la memoria.

Su figura, rodeada hoy en día de un halo macondiano de realismo mágico, está cargada de un sin número de historias que hemos escuchado en la radio, en la televisión o en boca de aquellos que lo conocieron y de aquellos que lo recordamos.

Esas historias cuentan cosas como que Garzón, cuando trabajaba en RadioNet decía que su novia era una gallina y andaba con ella atada a una cuerda de arriba para abajo. Cuentan otros, por ejemplo, que en sus tiempos de alcalde de Sumapaz logró sentar en un parque a guerrilleros y paramilitares, y desarmados incluso de pensamiento, los puso a jugar un partido de fútbol.

La imagen de Jaime Garzón que hemos construido como país puede alejarse del personaje que realmente fue. Sin embargo, Jaime Garzón era un ser humano con un pensamiento crítico voraz, y hoy en día es la imagen de un país que en algún tiempo tuvo la posibilidad de cambiar el curso de su historia y que hoy sigue aguardando para hacerlo.

Ese 13 de agosto de 1999 cuando yo solamente tenía 11 años, el recuerdo más cercano que tengo de lo que fue la muerte de Garzón sucedió en la noche. Sentados los cuatro, mi mamá, mi papá, Camila y yo veíamos el noticiero y el carro rojo de Garzón abandonado en la mitad de la calle era la viva imagen de un país que se desangraba. Mi papá se cogía la cabeza y años después entendí que su dolor no era el dolor por la pérdida de un hombre sino el dolor por entender que vivíamos en un país de horrores y miedos, en donde la vida se te cobra por haber sido valiente.

Jaime Garzón no se graduó de derecho ni de pedagogía, ambos títulos le fueron conferidos luego de su muerte y aunque tampoco estudió periodismo, defendió a miles, nos enseñó y nos sigue enseñando a todos los colombianos e hizo, en una época de miedo y de guerra, lo que muchos periodistas no fueron capaces de hacer.

 


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