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El terror de ser mujer en América Latina

Este es un espacio para las voces de mujeres que quieren narrarse. ¿Qué es lo más terrorífico? Ser mujer y saber que dos de nosotras es asesinada cada día, o incluso más. Aquí los relatos.

Dos puertas, un mismo miedo

Violeta Gómez

El terror de ser mujer en América Latina

Imagínate estar por fuera de tu casa, estás en un centro comercial comiendo helado, en una librería o en un café con una amiga, en un bar con tus amigos o en clase en la universidad. De repente te das cuenta de que tienes que entrar al baño. De pronto has tomado mucha agua, o algo te cayó mal. No te gusta la idea de tener que usar un baño público pero ni modo, para eso está. Preguntas a alguien que trabaja en el lugar y te señala con su mano la dirección en la que se encuentran los baños. Vas hacia allá y te encuentras con dos puertas: una tiene un muñequito con lo que asumes es un pantalón, otra tiene un muñequito con lo que asumes es una falda. Nada raro, básicamente todos los baños que no sean el de tu casa están segregados por género, y tú tomas este hecho como algo normal y entras al baño al que has entrado durante toda tu vida, sea el de hombres o el de mujeres. Nadie te mira raro, nadie llama a seguridad, nadie te dice que ese no es tu baño y claramente no sientes como que ese baño sea un lugar en el que te puedan violentar físicamente por el hecho de estar en “un lugar en donde no deberías estar”.

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Si has tenido el privilegio de usar un baño público sin mayor problema debe ser porque eres una persona cisgénero, es decir: alguien que está conforme con el género que le asignaron al nacer. En cambio, si eres una persona transgénero, como yo, que no está conforme con el género que le asignaron al nacer y se identifica con el opuesto o con otro que se salga de lo binario (hombre-mujer), un baño público es probablemente uno de los espacios más violentos en los que has podido estar, más cuando eres visiblemente trans.

No es por nada que muchas personas trans terminan desarrollando infecciones urinarias recurrentes o evitando consumir alimentos y líquidos cuando salen de sus casas por miedo a la violencia tácita que existe en la idea de tener que entrar en un baño público segregado por género.

En mi caso, solo bastó un encuentro verbal con una persona en este espacio para no querer volver a entrar a un baño público en un buen tiempo. Hace aproximadamente un año, después de llevar más o menos seis meses viviendo abiertamente como una persona trans decidí empezar a vestirme y presentarme de una manera más explícitamente femenina, en contraposición a lo que hacía antes que era buscar que las personas no me leyeran como trans en la calle al usar ropa masculina ancha y no usar maquillaje.

En ese entonces podía seguir usando el baño de hombres sin problemas más allá de sentirme completamente miserable mientras lo hacía. Pero desde el momento en que decidí cambiar mi presentación de género sabía que usar el baño de hombres no era una opción debido a la violencia que podría vivir al entrar a este espacio con ropa femenina y maquillaje.

De todas formas, mi problema no se solucionaría al usar el baño de mujeres. Hay personas trans, tanto hombres como mujeres, que tienen la facilidad de pasar desapercibidas al no ser leídas como trans, ese no es mi caso. Mi altura y mi vello facial y corporal chocan con la concepción que la mayoría de personas tienen sobre la manera en la que se debería ver una mujer, y claramente te lo hacen saber, con miradas de inquisición o sorpresa, más aún cuando te atreves a entrar en un espacio que “no es para ti”.

Sucedió en el tercer día en el que me maquillé y vestí de manera femenina. Fui junto a mi mamá a un centro comercial a almorzar y pasar la tarde y después de unas horas supe que no podía postergar lo inevitable y decidí entrar por primera vez a un baño de mujeres en un lugar público. Con toda la ansiedad del mundo y caminando de manera apresurada entré y me dirigí a un cubículo, contando con la fortuna de no encontrarme con nadie a mi entrada.

Salir era más complicado, ya que escuchaba pasos y lavamanos abiertos, sin embargo lo hice y me dirigí a uno de los lavamanos. No pasaron más de dos minutos antes de que una señora de aseo que estaba a mi lado me dijera con toda tranquilidad que “este baño no era para mí, que podía usar el de discapacitados”. Me paralicé, no supe qué decir más allá de preguntar si ese era el caso “aún así hubiera cambiado mis documentos”. La señora me dijo que no importaba, que esa era la política del centro comercial. Completamente humillada me escurrí las manos y sin dirigirle la mirada a la señora salí. Algo más le dije pero olvido qué fue. Poco a poco la humillación dio paso a la rabia y a lágrimas que se iban acumulando en los bordes de mis párpados. Afortunadamente no estaba sola, mi mamá me esperaba, le conté todo y renegamos del maltrato que había recibido.

Puede no parecer mucho, pero ese pequeño hecho me hizo cogerle pánico volver a entrar a un baño de mujeres y posiblemente sufrir violencias o humillaciones más explícitas. Desde ese entonces evito entrar a baños públicos. Mis lugares favoritos son aquellos que tienen baños neutros y hasta perdí el coraje de salir al espacio público maquillándome y usando ropa femenina siendo visiblemente trans.

Tristemente, la pandemia ha sido una bendición en el sentido de no tener que habitar el espacio público hace más de 8 meses y siento que muchas personas trans, no binarias y no conformes con el género están de acuerdo conmigo.

Ahora solo temo la ansiedad, la humillación y el terror que sentiré la próxima vez que si o si tenga que usar un baño público.

No es incómodo, es una mierda

Valentina. 

El terror de ser mujer en América Latina

Me gustaría dar un pequeño contexto primero. Digamos que el terror es algo que me han metido desde pequeña si nos referimos al terror de ser mujer. Mi mamá fue policía, las cosas que ella experimentó dentro de ese lugar dejan marcas de todo tipo. Abusos por parte tanto de hombres como de mujeres, gente que no respeta tus condiciones, opiniones, gustos… entre otras cosas. Afortunadamente (aunque no debería ser así) ella solo fue víctima del exhibicionismo por parte de dos mujeres, de comentarios inapropiados de sus altos mandos y amenazas a su puesto por no acceder a cosas que ellos querían. 

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Uno de los recuerdos que tengo de mi infancia es a mi mamá diciéndome “Valentina, usted no se puede dejar tocar por ningún hombre. ¿Me entendió? Ni siquiera de su papá. Y si es así me dice.” Sí, le entendí. Pareciera que a pesar de no haberle escuchado el consejo antes, ya lo tenía claro. Como si viniera en mi ADN o algo así. También recuerdo que tiempo después de ese comentario, tendría como 8 años, íbamos en un taxi con mi papá y él me cogió la mano. Normal. Pero me dio miedo, se la quité y después mucho silencio más una barrera entre los dos. Mi papá es un gran hombre, jamás ha sido abusivo ni pasado hasta donde yo sé. Es un recuerdo que veo con mucho dolor, una niña no debería tenerle miedo a su papá. 

Ya más grande, convencida de que hay que tener cuidado y a la vez con la ingenuidad de “como yo no vivo allá a mí no me pasa” tuve una experiencia muy maluca. 

El 23 de Junio del 2016, tenía yo 18 años, me bajé de la estación Campín y emprendí mi camino hacia la casa. Fui andando entre las casas del Nicolas de Federman, es muy agradable pasar por ahí, hay casas muy lindas, árboles… y que si bien no está del todo transitado se intuye que es seguro. Eran como las 4 de la tarde, iba vestida con un pantalón holgado negro y un crop-top. Me gustan los crop tops porque me dan mucha frescura. Fui caminando con mucha tranquilidad y en una de las casas vi un gato precioso, decidí tomarle una foto, estaba tratando de enfocar al gato cuando de pronto me pasa un hombre por el lado. Obviamente yo me alerté porque: 

1. Tenía mi vientre al descubierto y 2. Me podrían robar fácilmente el celular. 

Agarré el celular con las dos manos, apreté, fingí que estaba revisando un mensaje y lo dejé pasar. Cuando ví que el hombre avanzó respiré hondo y continúe mi camino. 

A dos cuadras volví a ver al señor, no estaba segura de que fuera él sin embargo me dije “para evitar cualquier cosa camino rápido, lo paso, no miro atrás y final feliz”. Así hice. Sin embargo el tipo aceleró el paso y me empezó a alcanzar. Obviamente ya la cosa estaba rara. Cambié de plan. me dije “voy a caminar más lento, lo dejo pasar y así mejor lo tengo pisteado yo y no él a mí”. Funcionó, el tipo me pasó y yo estaba a una distancia prudente de tal forma que él tipo no pensara que tenía miedo y que si me iba a robar tuviera el espacio para correr si era necesario. 

El man se quitó la chaqueta que tenía y se la llevó colgada en el antebrazo, pensé que se estaba metiendo algo al bolsillo mientras caminaba porque no le veía la otra mano y estaba desacelerando. Cuando de repente se detiene. Yo me freno en seco. El tipo se gira, tiene el pene afuera, erecto. Se lo agarra, lo sacude y me dice “Uy, mona, mira cómo me lo pusistes de grande” 

Empiezo a correr, le paso por el lado, avanzo unas 4 cuadras, llego a un paradero de la calle 53, agitadísima. Veo a una señora mirándome, a unos chicos, me siento desorientada a pesar de estar cerca a mi casa, veo inútilmente a ver si me está siguiendo, quiero pedir ayuda, quiero hablar con alguien, quiero advertirles. Al mismo tiempo no quiero molestar. Entonces sigo caminando hacia mi casa. 

Pienso mucho en si decirle a mi mamá o no. Termino enviándole un mensaje a unas amigas contándoles lo que me paso, les digo que no es tan grave porque no me hizo nada. Pero sí tengo miedo, sí dudo sobre la gravedad. Llego a mi casa, timbro, no le voy a decir a mi mamá. Ella me abre la puerta, me pregunta ¿Qué le paso? Termino contándole. No quiero que suene tan grave, me convenzo de que no es grave, al menos no me pasó nada. Ella concuerda, pero siento su impotencia también. Le cuento a mi novio, no quería que sonara grave… me llamó, me preguntó cómo estaba, también se sentía impotente, maldecimos al hombre, le deseamos vainas muy feas. Al final… lo mismo… al menos no me pasó nada. 

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Pero pasa el tiempo y sí. Sí pasó y sigue pasando. 

Nunca agarro Transmilenio por la 30, no camino por Nicolas de Federman sola, no miro a los extraños a los ojos, camino rápido, si me invitan a un plan que implique agarrar Transmilenio por la 30, no salgo, busco excusas. Si no estoy sola, si no tengo la certeza de llegar a mi casa sin problemas no accedo a nada. Y esto puede sonar chistoso, pero igual quiero decirlo, necesito decirlo, porque nunca lo he hecho. Yo no estoy tranquila antes de tener sexo… ese pre que es tan maravilloso tiene al menos 1 segundo de ese hombre de Nicolas de Federman. Porque está ahí, su pene asqueroso, su mirada, su voz, mi miedo, mi vulnerabilidad. 

Todo ese momento está ahí y es incómodo. Es incomodo que después de 4 años esté en mi intimidad. 

No. No es incómodo, es una mierda.

La merienda

Daniela C. Venegas

El terror de ser mujer en América Latina

Link al texto aquí.

Hoy me duele la garganta. He gritado mucho. Antes no gritaba y solo callaba. Esa bocanada de aire que uno suele tomarse antes de un fuerte dolor y un sonido ahogado era lo único que me permitía emitir. Siempre creí que así soportaba más el dolor y en verdad solo lo postergaba. Hoy grité porque me arrancó un pedazo verdaderamente sensible. Jamás llegué a pensar que doliera tanto la zona de arriba del pecho, lo sentía como una navaja en el cuello; estataba entre degollada y despellejada.

Recuerdo el primer mordisco: era de noche y llegó hambriento. Había comida en la alacena pero yo tenía que entender que hay veces que el hambre es de capricho. Con su aliento a anís y sus torpes movimientos me tumbo al suelo donde él yacía y me clavó los dientes cerca al codo. Por supuesto que dolió, aunque en comparación con el pecho no era nada. 

Poco a poco el cuerpo se me fue consumiendo: los brazos, los hombros, las mejillas… Era significativamente una fuente de alimento y él tenía hambre ¿Qué podía decir yo ante alguien que lo necesitaba? Él tambaleaba ¿Qué podía decir yo ante alguien que no sabe plenamente lo que hace? Hay ocasiones en que tenemos que sabernos condumio ante algunos sucesos de la vida.

Los tejidos se me regeneraban con el paso del tiempo como es natural. De la costra y sin vendaje salia piel nueva y aparentaba estar intacta. Esa capacidad de regeración fue decallendo de a poco: la edad, el cansancio… No lo sé. Este mordisco en el pecho tenia algo especial, llevaba meses sin curar y cuando sentia que estaba mejor, sangraba de nuevo. Algo en mí supo que otro mordisco suyo sería mi óbito. 

Tomé un vestido rojo que envolviera mi cuerpo y que me asegurara que la sangre no fuese notoria, bien parecía una decoración los vendajes de mi pecho, y tomé marcha lejos de allí. Pude ver en la multitud un secreto de lo que yo quería experimentar y me preguntaba si la gente al acercarseme se fijaba en los mordiscos de mi cuerpo. Siempre hablaba con ellos e intentaba descifrar en sus gestos si les agradaba o disgustaban mis vendajes que a veces podían estar empapados en sangre y se habían pegado a la llaga de mi pecho. Realmente me dolía cuando alguien se asqueada ante ello, preferiría no leer eso en sus rostros, pero era inevitable. 

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Me sorprendí al ver el apetito que yo generaba. El rojo suele llamar la atención y el perfume de la sangre seduce. A veces, inesperadamente, mientras estaba en un bus, caminaba por la calle, tomaba un café o leía un libro, llegaban algunos de ellos a devorarme un pedazo. Las heridas hechas por bocas nuevas costaban cada vez más en sarnar, pero se estaba convirtiendo en una sensación cotidiana y en la rutina siempre habita una supuesta tranquilidad. Lo único que me irrumpia la calma era la molestia de gritar. Me recordaba el dolor del mordisco y no me permitía ignorarlo, lo hacían presente y evidente. El estruendo de mi voz siempre me recordaba que había algo desagradable por sentir. 

Caminaba todas las tardes buscando una buena merienda. Esa tarde el vacío de mi vientre me desesperaba y me afanaba a conseguir algo de comer, así no fuese exquisito. Las necesidades del cuerpo muchas veces no van en consonancia con las del alma y en la necesidad también aparece la indecisión. Tantas opciones y tanta hambre. Tanta sed también. Los labios secos y partidos me hacían pensarme como un vagabundo mirando arriba, esperando la lluvia para abrir la boca, sacar la lengua y beber del cielo. Los locales cerrados y las tiendas vacías me reducían las opciones ¿De dónde todo el mundo sacaba comida si yo no podía ver nada disponible? Me dolía el hambre y me quebraba la sed. ¿Dónde encontrar algo? 

​Cerré los ojos y empecé a saborearme un filete de los que hacía tiempo no probaba y sentí sus jugos en mi boca. Presioné con los dientes cada vez más fuerte y, reafirmando mi propio sabor, arranque el primer pedazo en un gesto impulsivo y desesperado. Una corriente de linfa bajo por mis mejilla junto con la sensación de hambre y me dediqué a saborear mientras miraba el manto de la noche. Al segundo mordisco necesite ayuda de mis manos y templé mi sinhueso para arrancar más de él, esta vez mi movimiento fue más lento. El tercer, cuarto y quinto bocado no fueron tan grandes como los dos primeros, pero me saciaron, sentía satisfacción y placer, me sentía llena.

​Después de esa merienda jamás volví a gritar. 

“Las niñas ricas como tú”

Andre

El terror de ser mujer en América Latina

Justo ese día decidí salir de fiesta con mis amigos (y soy más bien de poca fiesta) disfrute tanto que no sentí que nada pudiera arruinar mi noche … a eso de las 3 am, tome un taxi en el carulla de la 85 hacia mi casa, al llegar a mi portería el señor me dijo que eran 20.000 pesos, me dispuse a pagar y cuando me di cuenta me hacían falta mil pesos. Le comenté al señor la situación y lo primero que hizo fue cerrar los seguros del carro, en ese momento sentí mucho miedo pero lo dejé pasar, el tipo este me comenzó a mirar con un morbo tenaz, y luego de unos segundos de silencio me dice: bueno pues la única forma de arreglar este problema es con un polvito rápido, ahí si que empecé a sentir que me moría, miraba por las ventanas y no había nadie a quién hacerle un gesto pidiendo ayuda, le dije que era un atrevido y que mejor se esperara mientras yo entraba a mi casa por el dinero. El señor, ya de muy mal genio me dijo que no, que no se iba a arriesgar a que yo lo robara porque “las niñas ricas son muy ladronas y malas” le dije que me dejara bajar del carro y no quería, empezó a empujar hacia atrás su asiento y a moverse hacia mi, me alcanzó a tocar la pierna mientras me decía que no me iba a hacer nada que ya no me hubieran hecho y que no me fuera a gustar, que se notaba que a mí eso me gustaba. Completamente angustiada caí en cuenta que en mi teléfono tenía a mi papá como contacto favorito, así que mientras fingía seguir alegándole al señor no sé cómo logre marcarle a mi papá, vi que contestó y lo deje escuchando, gracias a Dios a los 2 minutos salió mi papá y empezó a darle golpes a la ventana, mientras el tipo decía que yo le había dicho que así arreglaríamos el problema. Desde ese momento nadie de mi familia volvió a coger taxi ni yo a irme sola.

Un temor construido

Diana Lozano

El terror de ser mujer en América Latina

–Mamá, ¿por qué papá se levanta de la mesa sin recoger los platos y te ordena hacerlo? ¿No puede solo?

–Él no tiene que hacerlo, nenita. Es mi deber como mujer.

–¿Y por qué como mujer no puedes ponerte la falda que tanto te gusta? Te queda súper bonita.

–Es peligroso, nenita, otros hombres aquí en la Costa Caribe podrían tener malos pensamientos y yo estaría insegura.

–¡Qué raros son los humanos, mamá! Unos pueden, otros no. Los hombres sí, las mujeres, no.

María Antonieta creció haciéndose preguntas una y otra vez. Y tratando de entender los comportamientos de los hombres y las mujeres de su casa. Su madre siempre le recordaba el rol que la mujer tiene en la casa, pero pensamientos de oposición retumbaban en su cabeza. Al crecer, María Antonieta decidió ir contracorriente y se tatuó en su pierna un tatuaje como artefacto que le recordara este ideal y la llenara de fuerzas. Ella no quería ser una mujer como las demás. Así que comienza a exponerlo con una falda corta para que todos lo vean. También, decide ser independiente y se va a vivir sola. En el barrio donde vive, la gente comienza a identificarla. Es fácil reconocer a una persona y más si es una chica tatuada. Especialmente, hay un grupo de hombres que la tiene identificada y que decide montarle casería porque no quieren que sus mujeres sean como ella. Constantemente, cuando ella camina, desaceleran sus carros y le lanzan comentarios sexuales para que se incomode. En sus carros se ríen juntos de esta gracia. Cuando está en el supermercado, se le quedan mirando fijamente mientras toma los productos que necesita. La miran de pies a cabeza e intentan acercársele hasta que ella tiene que irse. María Antonieta comienza a sentir miedo de andar sola en la calle, incluso de estar sola en su casa. Una noche volviendo a casa, un señor mayor le dijo que tuviera mucho cuidado, que Dios la bendijera porque era peligroso que mujeres como ella andaran solas por ahí. María Antonieta apretó el paso, sentía que era un prodigio sobre lo que pasaría al final de la cuadra. Al llegar a la puerta de su casa, sintió la presencia de alguien detrás, su corazón comenzó a palpitar… sabía que había llegado el momento de "justicia" por ir en contra de su profecía. No sabía si era alguien de verdad o las imágenes de terror que se habían creado en su cabeza por todas las agresiones que había recibido recientemente, pero las voces en su cabeza y la sensación de presencias al caminar la aterrorizaban.

Un recuerdo tormentoso

Juliana Figueroa

El terror de ser mujer en América Latina

Eran las 5:30 a.m y, como de costumbre, la alarma sonó. Me levanté; dejé la cama sin hacer y me dirigí al baño. Cepillé mis dientes mientras el agua que salía de la ducha se calentaba; al salir de ella, me vestí y arreglé. Tenía 13 años, así que debía alistar los libros correspondientes a las asignaturas del día; cuando terminé eso, tomé mis llaves, salí de casa y me dirigí a la parada del colectivo.

Cuando bajé del colectivo, caminé las calles que siempre debía caminar para llegar a la escuela, pues, desafortunadamente, el transporte no me dejaba frente a ella. «Aún me pregunto por qué las mujeres debemos sentirnos inseguras y vulnerables en la calle, por qué ir solas a lugares comunes como la escuela, puede ser tan peligroso para nosotras».

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Siempre tenía que cruzar un puente para, después, caminar la manzana que dirigía a mi escuela; pero ese día no caminé como siempre. Ese día, un tipo que vestía chaqueta de cuero, jean y gorro azul, me acosó, persiguió, arrinconó y tocó la vagina. Cuando logré correr, me alcanzó, adelantó e intimidó con su mirada.

Aquel tipo me persiguió y acosó, más o menos, durante un mes. Siempre escapaba antes de que alguien lo reconociese o, siquiera, viese; hasta este momento, tiemblo cuando observo a un sujeto con su misma vestimenta. Recordarle me genera un lloriqueo insaciable y un vomito inevitable.

Tenía 13 años, iba para la escuela y un tipo, contra mi voluntad, me introdujo en un tema al cual, desde entonces, le temo: la sexualidad.

Dérma

Lina Lafont

El terror de ser mujer en América Latina

El mundo exterior. El terror. Las historias de tantas como ella, cercanas y extrañas. Tantas historias. Tantas, que ya han dejado de existir. Tantas, que es imposible recordarlas a todas. Y así, la vida sigue y la siguiente puede ser ella. La ganadora de un horrible premio en un juego macabro del que nunca aceptó ser parte.

Ella observa desde su balcón los andenes, las personas, la luz del sol que cae sobre las montañas. La ciudad se despierta cálida y amable. Es una trampa y ella lo sabe muy bien. Están ahí, siempre acechando, siempre prestos a la siguiente oportunidad. Engendros camuflados. Todos diferentes. Todos tan iguales. Todos tan normales. Almas putrefactas ocultas bajo un disfraz perfectamente respetable y cordial. Depredadores implacables y crueles, que se valen de los más viles engaños para lastimar a tantas como ella, cuyo último destino es la indiferencia y el olvido.

Es la manera de las cosas, la forma en que siempre han sido y la forma en que siempre serán. Ella lo entiende perfectamente y la mayoría de los días ese pensamiento le provoca un asco profundo, un deseo incontenible de zafarse de esa carne frágil y pequeña que la contiene. Desligar su existencia de ese cuerpo que le pertenece por azar, de ese cuerpo que no es enteramente suyo porque siempre están ellos observándola, deseándola, lastimándola.

El ascensor está vacío, pero es un pequeño alivio que se desvanece en el momento en que sale del edificio y pisa la calle llena de personas que vienen y van. Siente las miradas sobre su piel y el hormigueo repugnante – pero familiar- que empieza en su nuca y se extiende imposiblemente lento por su espalda, sus brazos, su rostro. Cada paso es más difícil que el anterior y el aire se atasca en su garganta. En un gesto rápido, sin entender muy bien lo que ocurre, su mano derecha se aferra al antebrazo contrario y sus uñas se enganchan en la piel blanda que allí encuentran. De un solo tirón arranca la piel.

Un grito se desprende de su garganta y se extiende sobre la ciudad como una onda explosiva. Luego otro, y otro más, y son tantos que parecen nunca acabar. Pronto, es claro que son cantos de victoria, declaraciones de libertad que acompañan a los trozos de piel que caen al suelo exánimes, empapados de sangre. Con una minuciosidad discordante desprende hasta el último pedazo. Primero de sus brazos, luego sus piernas, su abdomen, su rostro. Delicadamente suelta la delgada piel de entre sus dedos. Lenta y constante se deshace de su cabello, que golpea el suelo con un chapoteo blando. Poco a poco, en un espectáculo grotesco del que docenas de caminantes son espectadores reacios, se libera de una carga asfixiante que nunca quiso llevar.

Mira su piel inerme en la acera y es ahora algo ajeno, lejano. Una pequeña montaña de piel y sangre y pelo absurda que nunca pudo haberle pertenecido y mucho menos controlado su existencia de la forma en que lo hizo.

El mundo exterior. La libertad propia. El terror ajeno. Las nuevas posibilidades.

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