“El cine es esclavo del dinero y del argumento”: Augusto Sandino, director de ‘Entre la niebla’

Bum.

Bum.

Bum. 

Un muchacho tiembla y corre sobre un paisaje que estalla. Se tumba, asustado, y mira por sus monoculares: terrazas minerales que se desploman, un cerro bañado por un alud de sangre, un mundo estéril que se agrieta. La cámara tiembla con él. Solo el bum que estremece la tierra (y el ojo) perfora el silencio en el que él y su padre esperan lo inminente: la muerte —que ya se llevó a su madre hace un año—, el despojo forzado —que se ha llevado uno a uno a sus vecinos— o el fin del mundo. “Ahora que todos huyen quiero escapar de Sumapaz hacia el espacio, quizás encontrar mi nuevo hogar en otra galaxia”, escribe el muchacho en su bitácora, que es al tiempo la superficie de la pantalla: “Soy guardián. Tengo mucho tiempo para escribir lo que pienso”. 

La página, la primera lámina del campo de visión que los enmarca, es el único territorio disponible para esbozar una vida-otra sobre esa geografía deformada y sin horizontes; un páramo en el que ha implosionado toda posibilidad de futuro y donde todo, desde los caminos hasta los insectos, está desencajado o torcido, en el lugar que no le corresponde. Allí, entre la bruma del paisaje y la bruma del lente empañado y la bruma de la letra, el muchacho se presenta a sí mismo bajo otra bruma, la del signo borrado de su nombre y su linaje agonizante: “Soy F”, escribe, “el hijo de Colombo Quísquiza”.

En Entre la niebla (2021), el segundo largometraje de ficción del director y productor bogotano Augusto Sandino (Suave el aliento, 2015), una topografía espesa de escrituras y tachaduras se solapa para trazar el aislamiento y la frágil relación de cuidado en la que viven los cuerpos precarios de dos campesinos, F (interpretado por el fotógrafo Sebastián Pii) y su padre, Colombo, los últimos pobladores y guardianes de un Sumapaz fantasmal. Sobre ellos se ciernen las presiones de una misteriosa alianza extractiva que busca expulsarlos con maniobras turbias de titulación y compra de propiedades. Constreñidos por la inevitabilidad de esa venta forzada, y de cara a un paisaje natural en crisis, F y Colombo se ahogan en un presente perpetuo. No parece haber salida y lo único que insinúa un afuera es la voz sin cuerpo de un radioteléfono: una voz entrecortada que advierte que otro vigía ha desaparecido, que tengan cuidado, que se ha reanudado una confrontación armada, que no opongan resistencia.

El hijo cuida de su padre-espectro —alimenta y lava su cuerpo degradado, tembloroso y mudo, espejo oblicuo del páramo empañado y explotado que habitan— y, en su intento por quebrar el cerco psíquico al que el despojo y la soledad lo han empujado, escribe actos de fuga a través del sueño, la imaginación y el delirio. Un cielo magenta. Escaleras eléctricas que se pierden en el cielo. Una sábana de leche en el suelo de la habitación. Una alucinada liturgia. El relincho trastornado de dos caballos y una cabeza sola. Una cosecha exuberante y erotizada: la potencia del placer con la fauna y la fruta en la aridez de esa tierra baldía tapizada de frailejones.

En ese Sumapaz delirante se habla una lengua propia, el Sunapa Kun, pero F quiere aprender inglés para poder salir de allí o que alguien escuche su grito de auxilio. “El inglés es la lengua de los viajeros y los astronautas”, escribe, siguiendo su constante esfuerzo por abrir esa geografía opresiva de ausencias acumuladas: si no es por la vía de la tierra, de la imaginación o del placer, para él quizá la posibilidad de una huida sea por la vía de la lengua. “Can anybody hear me!?”, grita desesperado. “Can anybody hear me!?”.

Pero nadie, ni siquiera su padre, escucha.

Después de su estreno internacional en el Tallinn Black Nights Film Festival (PÖFF) de Estonia, Entre la niebla llegó a salas colombianas el pasado 13 de enero. Hablamos con Sandino sobre el páramo y sus distorsiones, sobre la colonización cultural anglo y sobre cómo el cine puede hacerle frente a, en sus palabras, “un aparato político y económico cruel y arrasador”.

Augusto Sandino, director de Suave el aliento (2015) y Entre la niebla (2021) | Foto: Cortesía 

Comencemos por el páramo de Sumapaz. Entre la niebla se ubica en esa geografía “real”, pero el paisaje está enrarecido. Es un lugar geográfico, referencial, pero la cámara lo distorsiona hasta que se desdibuja y se torna espectral, delirante, casi imaginario. ¿Qué le atrajo de ese territorio y cómo fue el proceso de deformarlo a la medida de la película que tenía en la cabeza?

Yo no había estado en muchos páramos hasta el scouting de Entre la niebla, así que para mí entrar al Sumapaz fue como entrar a otro planeta. Desde que lo pisé supe que ese lugar tenía una temporalidad diferente y que esa atmósfera tácita que irradia iba a impregnar la pantalla. Mi objetivo fue volver ese páramo un personaje central. Algunos de los lugares en los que rodamos no son de fácil acceso y esa fue una de las cosas que ayudó al enrarecimiento que señalas: muchas de esas imágenes son de lugares inéditos del mismo Sumapaz. Pero lo verdaderamente raro es el hecho mismo de estar ahí. Sentí algo de eso que decía Kurosawa de que cualquier cosa que se filmara en la nieve iba a quedar linda; en este caso, sentí que cada toma en esa geografía majestuosa, por su presencia física y su potencia, iba a hablar por sí sola. Fue a partir de allí que comencé la construcción del relato. La película busca emular esa sensación que tienes en el páramo de que te falta el aire, y la soledad de caminar, de andar por ahí e ir encerrándote poco a poco en tus pensamientos. Y es que el viaje de la película lo emprendí a raíz de estar muy solo. Esa soledad detona diálogos internos y los efectos interiores de esa vida solitaria en esa geografía son la base del enrarecimiento. En mi caso, ese camino se sintió como un túnel que desembocó en un jardín.

Hay varias decisiones estéticas que acentúan ese enrarecimiento. Hay una veta algo surrealista y psicodélica que media la mirada de F: la cámara distorsiona las nubes, sobreexpone una laguna, el cielo se hace rosa, el páramo sangra, del territorio aparece una exuberante cosecha…

El delirio lleva a eso. Quise acentuar momentos dramáticos específicos con ese juego de distorsiones, expresar a nivel estético la asfixia, la angustia, el miedo. Con eso, al tiempo, se acentúa la atemporalidad que estaba buscando: no sabemos cuándo suceden los hechos. Creo que ese era uno de mis retos más grandes, porque el cine trabaja con el tiempo y lo que yo quería era desvanecer el tiempo en pantalla. No se sabe cuánto llevan allí los personajes ni cuántos días dura la película. Como estamos en un no-tiempo y, a la vez, en un tiempo psicológico, busqué que la propuesta cinematográfica expresara en su propia forma esos destellos de delirio y la idea de un tiempo anulado.

«La película busca emular esa sensación que tienes en el páramo de que te falta el aire»

Lo otro era replicar esa sensación de que siempre hay una fuerza oscura al acecho, que funciona también como una metáfora de lo que pasa en la Colombia rural: hay un miedo que hace ver de manera distinta el entorno. Uno en este país vive con miedo, es algo que está muy incrustado en nuestros huesos. Un colombiano sale de Colombia y siente que en cualquier momento alguien lo va a atacar o que hay siempre algún peligro alrededor. Creo que la cámara refleja esa mirada paranoica. En el campo se actúa con sospecha si llega alguien a quien no se conoce. Nos pasó a nosotros mismos rodando la película. Como éramos ajenos al territorio, nos miraban con reservas, porque hay en esa memoria compartida del territorio un remanente de todos los tipos de violencia que han sufrido. La película habla de eso, de ese terror y esa presencia amenazante constante que nos pone en jaque. En últimas, mi idea era expresar, desde la singularidad de la vida de un guardián de páramo, los efectos de la guerra, del desplazamiento, del temor. En esa medida, la cámara se vuelve la película misma.

La lengua que se habla es una lengua inventada, el Sunapa Kun. Esa decisión, creo, acentúa la rareza de ese universo y la soledad en la que viven Colombo y F: están aislados no solo territorialmente, sino atrapados en una lengua que puede morir con ellos. Cuénteme un poco sobre esa decisión, ¿qué buscaba señalar? 

Somos hijos de un violento proceso de colonización. Tu nombre es Felipe Sánchez Villarreal, un nombre profundamente español. Estamos hablando en castellano. Fue pensando en todo eso que tomé la decisión de crear una lengua específica y diferente a cualquiera que hayamos escuchado para esa comunidad. Hemos hablado por siglos y milenios lenguas que cada día están desapareciendo. Hay un dato preocupante de la UNESCO y es que alrededor de cinco dialectos de lenguas originarias en el planeta desaparecen semanalmente. Y hay muchas lenguas que solamente tienen a un sobreviviente, a un abuelo que, cuando muere, se lleva su lengua con él. El Sunapa Kun fue una manera de hacer un comentario sobre ese riesgo y sobre los efectos remanentes de la colonización que aún seguimos viviendo.

La contracara del Sunapa Kun es el inglés, la lengua de la hegemonía global, que en la película se presenta como “la lengua de los viajeros” o la “lengua de los astronautas”. F quiere aprenderla para ver si puede con ella salir de allí, acceder a otro mundo por fuera de ese páramo paralizante. ¿Hay allí también un comentario sobre los efectos de la colonización cultural anglo?

En Latinoamérica, y en casi todos los países del Tercer Mundo, el crecimiento de los institutos de inglés ha sido exponencial. Los jóvenes de casi todo el planeta quieren aprender inglés porque en la hegemonía cultural y económica actual el inglés es un pasaporte a un futuro mejor. Esa es la idea que se vende. Y ya no es solo una opción, sino que el bilingüismo se está imponiendo como una necesidad. Eso no era tan tangible para generaciones como la de nuestros padres o nuestros abuelos, pero para los más jóvenes es casi que un requisito para participar del mundo: del mundo laboral, del mundo cultural, del mundo social. En el proceso de escribir la película yo me preguntaba, ¿qué pasará el día en que todo el mundo hable inglés como segundo idioma? ¿Qué pasará cuando, como en muchos países, sea la segunda lengua oficial porque la cantidad de hablantes de su lengua nativa es minúscula? 

El mundo será en algún momento homogéneo, y creo que eso es lo que una cierta dominación capitalista anglófona quiere lograr: que todo el mundo sea igual, que todo el mundo piense igual, que todo el mundo coma McDonald’s. Creo que el planeta está cada vez más dirigido hacia esa homogeneización forzada. Poner a mis personajes a hablar una lengua inventada sí buscaba resistir en la dirección opuesta a ese proceso igualador de la hegemonía cultural. También es un comentario sobre la desaparición de los pueblos originarios y los campesinos. El rechazo colonialista en Colombia hacia esas comunidades sigue muy vivo, y la primera instancia de ese rechazo se da sepultando sus lenguas, que son el primer espacio de construcción de lo común.

Esa homogeneización forzada que señala puede leerse de cara a la industria cinematográfica misma: si una película no está en inglés, no le es tan fácil viajar o participar del mundo, salir de su propia geografía…

El inglés es la lengua de los negocios. El que quiera abrir su mercado al mundo le toca hacerlo en inglés. La circulación masiva de una película está definitivamente condicionada por la lengua y el idioma hegemónico del cine que, efectivamente, es el inglés. Ese proceso igualador busca, en cierta medida, que se produzca cine bajo una misma forma y una misma lengua. Mis preguntas personales eran: ¿hasta cuándo van a permanecer las lenguas de las comunidades periféricas y empobrecidas? ¿Pueden también sobrevivir en las películas en esas lenguas? Y también: ¿cómo sobrevive una película por fuera del inglés?

Una de las rutas que propone Entre la niebla de cara a esas camisas de fuerza es la pregunta por la libertad. En el caso de F, la libertad se da a través del gozo, de la imaginación, del sueño o del baile. La película es también una pieza muy libre. ¿Cómo pensar la libertad en el cine de cara a condiciones materiales o imposiciones culturales que son igualmente opresivas?

El cine nació con dos yugos: el argumento y el dinero. Esa idea se plantea y elabora muy bien en un manifiesto que publicó El Pampero, un colectivo en Argentina liderado por los cineastas Mariano Llinás y Alejo Moguillansky. Ha habido una obligación que heredamos del teatro y la literatura de “contar una historia”, que ha esclavizado las películas al puro plano de la narración. Los cineastas han quedado supeditados a unos cánones narrativos y mi intención era desfigurarlos, contestarle a esa imposición. Con Entre la niebla quise ir más hacia la sensación de una deriva, esa que uno tiene en un día corriente, construir una narrativa más parecida a lo que es la vida, que es inconclusa, inesperada, atemporal: tú no sabes cómo va a terminar tu día hoy, no sabes qué viene.

En ese manifiesto de Llinás y Moguillansky hay una idea muy interesante sobre la sumisión a “la historia”. Ellos cuentan de un padre que improvisa cuentos cada noche para que su hijo se duerma. El padre se deja llevar, altera cada noche los relatos, incorpora variaciones hasta el infinito. Y, entonces, dicen: “La historia no existe. El niño no la necesita. No necesita fábulas, ni finales, ni resoluciones. Es el simple hecho de contar, de que le cuenten, lo que lo hace feliz”. Hay que zafarse de esa camisa de fuerza de la ficción, “tomar sus argumentos y traicionarlos”. Y Entre la niebla sí que tiene una historia, un argumento, líneas narrativas, pero los usa de otra forma. Juega con la estructura y con los cánones de la fábula, pero la aborda desde las sensaciones. La experiencia de la historia es absolutamente personal. Y yo quería explorar cómo narrar una fábula desde lo fractal en un lugar como Colombia, en un páramo, con un personaje tan singular como F. Todo desde las diferentes posibilidades hacia las que puede derivar un relato focalizado desde los sentidos. Por eso hay dos temporalidades: la física y la psicológica, que no siempre van de la mano.

«Los cineastas han quedado supeditados a unos cánones narrativos; mi intención era desfigurarlos»

Pensando en las condiciones que hacen posible la libertad creativa en el cine, una de las fundamentales es la autonomía financiera. Conseguir esos recursos es difícil y su película logró una amplia base de coproductores internacionales. A propósito de los fajos de dólares que abren y cierran la película, ¿cómo ve esa relación entre financiación extranjera y autonomía autoral?

Como productor, sin duda creo que la libertad creativa depende de la libertad financiera. Insisto: el cine es esclavo del dinero y esclavo del argumento. Cuando vas a armar un proyecto te preguntan: “¿De qué se trata la película?” y “¿Cuánto cuesta?”. Las condiciones base para eso es justificar cuál es la historia y cómo la vas a financiar. Sin dinero no se puede hacer cine y ese dinero no es poco. Esas, lastimosamente, son las reglas de juego. El mundo globalizado de hoy ha permitido descentralizar las fuentes de esos recursos y, para películas como la nuestra, los socios internacionales han sido fundamentales. Que una película sea totalmente colombiana es muy difícil y que una empresa productora sobreviva en Colombia haciendo solo este tipo de películas sí es jodido. Esta es una película inusual y en el país no somos de tomar muchos riesgos. Toca apalancarse desde afuera. Eso hemos hecho con otras películas que hemos hecho desde mi productora, Schweizen Media Group, pues lo que queremos es no depender de ganar fondos para hacer cine.

La dependencia exclusiva de fondos como el FDC [Fondo de Desarrollo Cinematográfico] limita el rango de acción. En mi caso, los fondos han terminado llegando después, pero como complemento a una base de financiación diversificada que permite hacer películas que están proponiendo unas apuestas distintas, una línea autoral. Aunque no son películas rentables, sí tienen recorridos internacionales interesantes, van a festivales importantes, proponen cosas nuevas. Lo más duro es hacer una primera película. Es una cosa muy difícil, pero se va facilitando porque ya vas pudiendo mostrar los proyectos que has hecho, ya los financiadores te empiezan a conocer. Eso va abriendo puertas. Cuando uno tiene un camino internacional hay caminos que se abren en otros territorios. Eso viabiliza los proyectos y hace que se pueda ver en otros lados y hace crecer la película. Esa es un poco la dinámica del mercado. 

Pensando más en esa imagen de los dólares, hablemos de su abordaje del despojo forzado de tierras y las bien conocidas maniobras turbias de titulación y compra de propiedades en Colombia…

El desplazamiento forzado es algo que ha pasado desde finales del siglo XIX. Así se hizo el país, así se hicieron las fincas y pueblos: echando y despojando gente. Y ese despojo sigue existiendo. Ahora lo hacen las corporaciones o las multinacionales a partir de presiones y engaños, o de manera violenta los grupos armados y ejércitos privados. Hay muchos intereses sobre la tierra. Colombia es un país agrario por vocación y con una tierra bendita en la que crece todo y de la que sale de todo. Ese es el origen del conflicto armado en Colombia: una lucha por la tenencia de la tierra. Entonces hay maneras muy violentas de desplazar que se han naturalizado en Colombia: llegar a decapitar y sembrar terror o, una manera más moderna, obligar a vender al precio que le diga el comprador. Yo veo el cine como una manera de hablar de esas inquietudes. El cine que me interesa es un cine que está poniendo sobre la mesa temas importantes como esos, pero a través de estéticas que desafían la mera enunciación de la denuncia.

Pensando en las salidas que la película propone de cara al encierro delirante en el páramo y el despojo forzado, la que más salta a la vista es la intensidad del placer y el deseo. Hay un placer erótico en la vida no humana del páramo —las frutas, el ganado— y en unas ficciones femeninas —dos campesinas alucinadas—. ¿Cómo entiende ese lugar del placer erótico de cara a un mundo que se acaba?

El sexo es un escape. Es, también, una forma de no pensar en nada más. Pero también es una manera de jugar, de imaginar desde el deseo, de volver lo más material algo poético: las frutas o el ano de una vaca. Son también momentos de autoconocimiento, como sucede con el acto de la masturbación. Todos tenemos una sexualidad que se ha querido negar por nuestra educación moral. Sentí que no podía pensar en un personaje como F —que es un joven y no ha visto a una mujer en su vida, no sabe cómo es una vulva— sin hablar de su impulso sexual, de esa necesidad de desfogar esa pulsión instintiva, animal, biológica. Y en ese encierro su relación de deseo es con lo que está disponible. Explorar a un ser humano en todas sus dimensiones, más en las condiciones de aislamiento de F y su padre, implicaba mirar de frente el deseo sexual. 

Del otro lado de ese deseo hay una relación de cuidado entre dos cuerpos frágiles: el hijo y el padre mudo y enfermo. En otra entrevista hablaba de que uno de los temas que más le interesaba en Entre la niebla era el amor…

Así es, el amor es el gran tema de la película. Entre la niebla, antes que nada, es una historia de amor entre un hijo y un padre. Amar es cuidar al otro, pero también es dejar ir. F ama a su padre, pero está haciendo las paces con su inminente partida. La película es también una despedida. Así la resumiría yo: es la despedida de un hijo a su padre. Amor y despedida en esta historia están íntimamente relacionadas: amar es dejar al otro libre y, evidentemente, Colombo ya no quiere estar ahí. Ya no hay para qué. Para F una manera de expresar ese amor es cuidar de su padre, y prepararlo para decirle adiós. Pero el amor está también en la relación de F con el paisaje y el territorio, en la manera como él se acerca a la flora y la fauna.

Esa flora y fauna —todo el paisaje— son a la vez exuberantes y están amenazadas por la crisis climática y el fin de los recursos de la tierra, según narra la película. Pensando sobre eso, y en una década en la que ser defensor del medio ambiente y líder territorial en áreas protegidas es una sentencia de muerte (un informe reciente arrojó que Colombia es el lugar más peligroso para ser defensor medioambiental), ¿cuál cree que es el papel de películas como Entre la niebla de cara a la sensibilización sobre el presente?

Tristemente, millones de colombianos creen que no está pasando nada, siguen pensando que en Colombia no hay conflicto. Y esa no es la verdad. La verdad es lo que sabemos: que mueren cientos de personas por defender el territorio, por defender el agua, por defender los bosques. Y no necesariamente todos son “líderes”, como en el caso del niño indígena que mataron en un páramo hace unas semanas. Era un simple guardián de la montaña. Desde que yo tengo memoria los guardianes ambientales viven en riesgo, lo que pasa es que ahora es más visible.

Yo quisiera que el cine se metiera más con esos temas. Todavía somos muy tímidos para abordar esos asuntos desde la ficción. Pero creo que más que por los cineastas es por el desinterés de los colombianos: el colombiano no está listo para levantarse y verse al espejo en su cara fea. Esta película pone la lupa sobre un personaje anónimo del país que está siendo víctima de un aparato político y económico cruel y arrasador. Tenemos que condolernos aún con esos ciudadanos que no conocemos, como los muchachos que asesinan en los territorios o en las movilizaciones sociales. Entre la niebla busca invitar al espectador a que se mire al espejo, así sea un espejo desfigurado, y a que desde allí tenga un poco de compasión.

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