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Gracias, Calle

Foto: Anderson Labrador

Llevo poco más de un mes de estar en cuarentena y el encierro a hecho lo suyo: he repensado mi vida, mi cuerpo y mi rutina porque eso que antes parecía tan corriente y repetitivo se convirtió en un sueño y ahora vivo en la anormalidad. Pero si hay algo que realmente extrañe es la calle que siempre recorrí de memoria esquivando la loza partida o el regalo del perro del vecino y la gente que, sin conocernos, habitó conmigo ese espacio y ese tiempo. 

Este texto no será ni mucho menos la romantización de un lugar que a veces puede ser violento, segregador, gentrificador y antihigiénico. Sin embargo, no celebrar esa libertad que tuvimos de recorrerlo y habitarlo y no soñar con hacerlo de nuevo, sería una sutil pereza que me pienso evitar. Por el derecho a extrañar la calle y por el derecho a volver a ella, cuando podamos, eso sí. 

La calle también es un encuentro de muchos actos de fe 

Gracias, Calle

Foto: Archivo personal

Los transeúntes, los carros, las bicicletas, las motos, las zorras, las busetas y/o Sistemas des(integrados) de Transporte, las patinetas, las motonetas y los que viajan con la mente. Todos al tiempo moviéndonos. Me subo a un bus. Estar juntos es poco. Parecemos fundirnos en el otro. Los recién bañados y los que aún tienen guayabo. Los recién comidos y los que no han probado bocado desde antier. Los motivados y los derrotados. Los soñadores y enamorados. Repito todos al tiempo moviéndonos. Cantaletas telefónicas. Terminadas a las 9:16 de la mañana. Un WhatsApp que le saca una sonrisa al que tiene la maleta morada del de adelante enterrada en un ojo. Un ‘Qué pena incomodarlos, yo no los vengo a robar’.  

Me bajo. Casi me lleva una bicicleta. Caos. Groserías. Piropos. Semáforo en rojo. Cruzo. Una moto se las pica de avispada. Qué adjetivo tan feo. Dedos del medio izados con orgullo.  Madrazos memorables.

Buscar un lugar desconocido y saber, o creer que se sabe, el conteo básico de calles y carreras para entender hacia qué dirección aumentan o disminuyen. Hacer el amague de saber dónde es. Volver a intentarlo. Cansarse. Devolverse, regresar y maldecir. Rendirse al fin a la lógica marciana de los planeadores de la ciudad. Buscar ojos vigilantes. Decir ‘buenos días’. Oír un ¿qué está buscando?. Responder. Tener fe. Oír una risa y un ‘pero sí está al lado’. Preguntar ¿dónde carajos queda ‘al lado’. Agradecer. Caminar. Creer. 

Andar con audífonos y asumir la canción. Disimular el baile con la chaqueta larga y la actuación muda. Ver a una persona guapa. Quitar la mirada. Volverla a poner. Ya no hay nadie. Qué le vamos a hacer. Ver una casa guapa. Sostener la mirada. Imaginarse dentro de la sala. Acostada en el suelo de madera. Limonada de panela. Sol de tres de la tarde detrás de ese vidrio. Qué delicia. Abrir los ojos. Seguir. Detenerse en una calle para oler el aroma del plátano frito a medio día. Si el cielo existe, debe oler a tajadas.

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“Y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”

Andar. Detenerse. Comprarse un café y sentarse en el bordillo menos cagado. Briznar. Lloviznar. Llover del verbo ‘rompieron el cielo’ de un puñetazo. Poner la mano sobre el capul. Tomar café frío. Aguado. Rendido. Derrotado. Ver a una señora con sus hijos sin nada que los cubra. Sentirse una mierda. Comprar una bolsa de pan. Dárselas. Caminar hasta que se me olvide el privilegio.

Oír una sirena de policía. Una arenga a lo lejos. Cada vez más cerca. Parar. Ver veinte personas. Cincuenta. Cien. Una marcha. ¿De qué?. Por la salud. Por la educación. No más corrupción. No más asesinatos a líderes sociales. Carteles desteñidos. Pancartas inmensas. Me uno. Una cacerola. Una olla de arroz rota. Un molinillo a punto de quebrarse. Una sartén con barriga por los golpes. Música. Cantos. Durante cinco minutos, tres horas, una vida. Somos.

Gracias, CalleFoto: Archivo personal

Le falta calle

Andrea. Escucho. No debo ser yo. Siempre hay mil andreas. Además, mi cara es corriente. Me han saludado diciendo Hola, Mónica, Laura, Catalina. Yo digo jajaja. No volví a voltear al escuchar mi nombre. No volví a voltear porque tengo cara de Catalina. Y no sé qué significa eso. Solo cuando escucho ‘Marea’. Digo ah, es amigo. Solo amigos me dicen así. 

Pero cuando alguien que no conozco se acerca mucho, suena una voz ancestral en mi cabeza: ‘No des papaya’. Aprieto el celular. Camino más pesado como si tuviera zapatos de acero. Me giro con todo el cuerpo. Miro a los ojos. Él o ella se quedan con la mano colgando. Sonríen. Se apartan. Yo quedo con la sangre haciéndome cosquillitas en las manos. Adrenalina. ¿Tengo todo?. Me reviso. Se llevaron el mecato para el viaje en el bus. Rateros.

Va a oscurecer. Los buses pasan llenos. El pavimento humea. Petricor. Cuento monedas. Me alcanza. Hago fila. El ama de este cuadradito de andén con sombrilla de colores desteñidos es una señora rubia con el pelo esponjado por el calor. Doña Rosa. Le gritan. Doña Rosa vale por mil hombres. Manos quemadas por el aceite. Veinte bocas haciendo pedidos. Una mano en la freidora. Otra recibiendo plata. Otra pasando una servilleta. Las cejas señalando el ají. Y al fin llego. Pido de las que vayan a salir de ese aceite milenario. Me quemo la boca por afanada. Doña Rosa se ríe. Me sirve una gaseosa. Le echo ese ají casero que tiene tomate, cilantro y cebolla. Soplo. Cierro los ojos. Ay. Empanada. 

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Gracias, CalleFoto: Archivo personal

Me gasté lo del bus. Sí, en empanadas. Llamo a mi mejor amigo. ¿Me puede quedar esta noche allí?. Ok. Camino. Hay un concierto en la calle de adelante. Me arrimo. Aún llueve. Hay gente. Son las ocho. Es tarde. No. Es demasiado temprano. Me detengo. Es uno de mis grupos favoritos. Y la tocan. Tocan la canción. Lola. La Derecha. 

Con la alegría intacta y con la ropa emparamada, sigo caminando entre el barrio. Me arrojo a la calle. No hay carros pasando. Por un minuto no tengo miedo de estar ahí. No hay prisas. Camino despasito. Para que no se me corra el piso. No hay nadie. Ni carros, ni personas. Hay sombras. Son los carros. Son el reflejo de las luces de los carros. Son los bombillos del cuarto del 303 del edificio verde. Son rateros. Nuevos. No. Son dos enamorados que se besan detrás de un árbol. Es el perro del reciclador que esculca la bolsa verde de la esquina. Soy yo. Mis tenis están mojados y suenan inundados. ¡Nos hundimos!. Alguien se mueve a mi lado. Brinco del susto. ‘Le falta calle, mamita’. Me dice un señor que emerge del antejardín de una casa. Él se ríe. Yo sigo caminando. Viejo, pendejo. Pienso. Me río. 

Llego. ¿Cómo te fue?. No hice nada, respondo. Sí hice, mucho. Pienso ahora. Habité la calle por un ratito. Me habitó para siempre. Ay, calle del hambre, del pecado, del aburrido, del sentenciado, de la esperanza, de la tristeza, de la agonía, del 41 ¡Hasta siempre!

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Gracias, CalleFoto: Archivo personal

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