Volver a la familia, reescribir los afectos

Irene, la protagonista de Vigilia (2022), la ópera prima de la barranquillera Daniella Sánchez Russo, observa a sus padres, desdibujados y silenciosos, a través de brumosos recuerdos durante su propia crisis matrimonial. Luzmila, la trabajadora doméstica que la ha acompañado desde niña, es la vértebra más firme en su propia historia afectiva —empantanada y rota—, en la que su presente familiar busca espejar y replicar de manera oblicua el pasado. En La encomienda (2022), la más reciente novela de la cartagenera Margarita García Robayo, la narradora cortó desde hace años el vínculo con su madre, que llega un día sin avisar a su apartamento en Buenos Aires y lo ocupa espectralmente, trastornando su vida cotidiana y sacudiendo el ya frágil orden interior de su hija. “La conciencia del vínculo basta para convencer a las personas de que el parentesco es un recurso inagotable”, dice, en su intento por cortar “el hilo invisible” que la amarra a un nudo familiar del que quisiera poder soltarse. Para Hache, protagonista de La manada (2021), la novela debut de la bogotana María del Mar Ramón, en cambio, el opresivo pacto de perpetuación del orden familiar y social dominante triunfa sobre la vulnerabilidad que intentar salir a flote en el feroz mundo de los colegios masculinos, en el que parece castigarse toda muestra de ternura.

Las matrices emocionales de los personajes que pueblan estas tres novelas, publicadas en los últimos dos años, son apenas una muestra de un creciente corpus literario colombiano escrito por mujeres que ha regresado, a la luz de las discusiones éticas y políticas del presente, a preguntarse intensamente por los vínculos familiares; por cómo repensar desde la escritura las relaciones de cuidado y afecto en el parentesco, hurgando y deshilachando la solidez de los pilares que las sostienen. Y es que, como consecuencia de los impactos que desde 2020 tuvo la pandemia por la COVID-19 en el ámbito doméstico, palabras como “cuidado”, “afectos” y “familia” han ganado un relieve particular en el discurso público, y la literatura ha sido un espacio fundamental para mirarlas con atención. ¿Por qué seguir escribiendo sobre la familia en tiempos en que una veta del pensamiento crítico contemporáneo y ciertos feminismos la juzgaban como una institución en ruinas? ¿Podemos imaginar configuraciones afectivas nuevas, más allá del mandato de obediencia al padre y a la madre? ¿De qué maneras puede la literatura señalar esos nudos para comenzar a deshacerlos? 

Durante el Hay Festival de Cartagena de Indias, hablamos con Ramón, García Robayo y Sánchez Russo para que reflexionaran, a partir de esas preguntas, sobre cómo sus obras examinan los vínculos familiares y las relaciones de cuidado bajo una nueva luz.


María del Mar Ramón: “No podemos desechar la institución familiar con frases hechas”

La familia es uno de los problemas que a mí más me interesa abordar en mi escritura. Pienso que ha habido una simplificación de ese conflicto en la época contemporánea a raíz de la herencia de ciertos discursos que, en las últimas décadas, cuestionaron profundamente la institución familiar. Muchas de las narrativas feministas y la discusión moral contemporánea sobre las experiencias de vida de las personas de comunidades diversas nos hicieron ver que la familia era una institución supremamente violenta, que perpetuaba no solo un estatus de clase, sino múltiples formas de exclusión. La familia es, sin duda, uno de los bastiones de la norma patriarcal y capitalista, y por eso durante un tiempo la señalamos como una institución presuntamente prescindible. El feminismo popularizó consignas como “Las amigas son mi familia” o ideas como la de “La familia que uno elige”, que pedimos prestada de las narrativas de la comunidad LGBTIQ+. Ese giro fue, en su momento, un paso muy importante para muchas de nosotras: pensar que en resistencia o en oposición a esa institución tan violenta se podían pensar otros vínculos afectivos. 

Sin embargo, esa supuesta sensación de desprendimiento de la obligatoriedad de esa institución no la vimos con suficiente complejidad. Lo que nos pasó a muchas es que, cuando la pandemia llegó y nos hizo elegir los vínculos, la mayoría eligió ver a su familia. Ver al padre o a la madre con los que uno quizá tuvo una relación tensa o ruda, a esos hermanos que uno no entiende muy bien. Retomamos ese vínculo con una profundidad nueva. Y es que en América Latina sabemos que en la familia hay algo mucho más intrincado y espeso de lo que ciertos feminismos pintan, que no es tan fácil de desandar y no se puede desechar con frases hechas. Esto de “Si tu familia te hace daño, no la veas más” no es tan fácil, eso tiene muchos costos. La idea de la muerte y la soledad a la que nos enfrentó la pandemia nos hizo revisar con más sensibilidad todo lo que pulsa debajo de esa palabra: que la familia es un lastre del que no es tan fácil desprenderse, y que ese desprendimiento es doloroso en exceso, que es costoso renunciar a él. Que dejarla te enfrenta a una soledad que no tenemos del todo resuelta.

Eso, creo, nos hizo a las escritoras revisar un cierto “utilitarismo vincular” de algunas narrativas contemporáneas, esa idea de que los vínculos perfectos e idóneos son aquellos que elegimos. Nos enfrentamos a que no es tan sencillo como veníamos diciendo que era. A mí la pandemia me hizo revisar esos vínculos con más compasión y más ironía. Y ahí entra la literatura, porque nuestra capacidad de imaginar otros mundos fuera del nuestro y otras relaciones posibles es fundamental para resolver cualquier problema social.

«La pandemia me hizo revisar los vínculos familiares con más compasión y más ironía»

En La manada, por ejemplo, yo quise explorar el problema de la familia desde un segmento muy específico: el de las clases medias altas bogotanas. Me interesaba cómo se fueron formando y el rol de las mujeres en ellas, y que eso funcionara como espejo de lo que la gente podía pensar sobre las adolescencias: cómo todos estamos sujetos a las normas y obligaciones de nuestras comunidades de pertenencia. Si bien en los adolescentes está más presente el asunto de la violencia, de llevar sus cuerpos al límite para ser validados como hombres, en todas sus familias hay un montón de esfuerzos y de apariencias para ser validados como gente de la clase media alta. Esas jerarquías, así finjan que no, siguen presentes en los adultos, que son gente que hace muchas cosas en detrimento de sus intereses personales porque lo demanda una comunidad.

También me interesaba pensar sobre lo arbitraria que es la maldad, esa idea de que si alguien “cría bien a los hijos”, si pone amor, empeño y dinero van a ser “buenas personas”. Pero la verdad es que puede que sí o puede que no. Mi novela abre esa pregunta sobre cuáles son los estímulos a los que respondemos. En mi caso, quise desmontar la idea de que lo que hacemos es mera mímesis de lo que ocurre en nuestra casa, porque la cuestión moral es bastante más arbitraria que eso. Esa es, para mí, la idea más subversiva de La manada: puedes criar muy bien a tu hijo, pero eso no lo exime de poder ir a matar a alguien, de transgredir la moral social dominante que quisiste enseñarle en casa. Porque la familia, por más opresiva que sea, no tiene el control total del futuro moral y ético de nadie.


Margarita García Robayo: “La familia es un relato”

Cualquier familia parte de una historia común. La familia es un relato. Y el relato que prepondera es el que consigue imponerse. La versión de una familia puede ser la que dicen la madre o el padre porque tienen la voz más fuerte, la autoridad, pero lo que puede hacer un hijo —y lo hacemos casi siempre— es intentar subvertir esas versiones y construir versiones propias. En ese sentido, creo que la literatura juega un papel súper importante, porque es lo que nos permite darle la vuelta a esas versiones dominantes de los vínculos familiares, de la sociedad, de las relaciones humanas.

Para mí justamente lo que está haciendo la literatura contemporánea escrita por mujeres (novelas como Vigilia, de Daniella Sánchez Russo, o la mía) es intentar pensar desde otro lugar eso que está dado por cierto respecto de la manera como nos vinculamos con los demás. Pensar, por ejemplo, cómo sería el devenir de ese relato familiar dominante si el punto de partida fuera otro. Ese pequeño movimiento en la observación puede dar origen a una nueva versión de nuestros afectos. En La encomienda quise pensar eso desde algo en lo que he pensado mucho en mi literatura: en cómo las cosas regresan aún cuando uno pensaba que se había desprendido de ellas, cómo el pasado no se puede cercenar y uno no puede amputar el origen. Por más que quieras, no puedes cortar del todo ese hilo invisible que es el parentesco. Y uno de los temas sobre los que insisto es cómo el afecto sucede aún en la incomprensión. Puede que no nos entendamos con nuestros familiares, pero no podemos desprendernos tan fácilmente de ellos.

Pienso, además, que desde cierto pensamiento crítico contemporáneo se le exige demasiado a la familia sin revisar las particularidades de nuestros contextos. La carga que tiene la institución familiar, particularmente en América Latina, es enorme. Y aunque está gastada, creo que no es justo seguir cargando todas las tintas contra ella. Yo me preguntaría más bien por qué no funciona. En una región como América Latina, por ejemplo, cuando hablamos de “familia” estamos hablando casi exclusivamente de madres. La madre representa ese origen y se la ve como una presencia híper opresiva, justamente porque el padre no está presente. Yo solo puedo identificar el origen de una familia en la figura de la madre, me cuesta mucho trasladar esa representación del elemento fundante a un padre. Eso tiene que ver con cómo han sido concebidas nuestras sociedades: una de las formas más rotundas, flagrantes y crueles del patriarcado latinoamericano es el abandono. Yo crecí con un padre endiosado que nos daba libros para leer, pero que luego se ausentaba el resto del día y era nuestra mamá la única que estaba presente. La madre termina cargando con todas las taras y las culpas de una familia porque, básicamente, es la única que está.

«Una de las formas más rotundas, flagrantes y crueles del patriarcado latinoamericano es el abandono»

Para imaginar vínculos afectivos nuevos por fuera del núcleo familiar tradicional, entonces, no es necesario remitirse a la literatura, ni siquiera. Basta con ver la realidad. Pensemos, por ejemplo, en las maternidades en el Caribe. Lo que hay aquí es una serie de maternidades sustitutas. Una tuvo muchas madres. Vi tal cantidad de gente criada por mujeres que no eran sus madres biológicas, que siempre me pareció un fenómeno que debía ser retratado: mujeres que eran de un pueblo y mandaban a la ciudad a estudiar a hijas que vivían con una tía que hacía de mamá o nietas criadas por sus abuelas porque sus madres tenían que salir a buscar los medios de sostenimiento económico. El orden social está construido de tal manera que si la madre trabaja no puede ocuparse de sus hijos, y si se ocupa de sus hijos no puede trabajar. Entonces, ¿quién los mantiene? Si no está el papá, ¿qué pasa? Todo habita en esa disyuntiva. 

En el caso de la narradora de La encomienda me interesaba señalar ese nudo: ella no tiene el chip del arraigo pero está buscando todo el tiempo escenarios que le permitan echar raíz, quedarse. Siento que la necesidad de cuidar al hijo de la vecina, de ocuparse de una gata que no tiene dueño, incluso esta especie de encomienda que recibe y de la que tiene que hacerse cargo, es una gran contradicción. Al final, por más que busques desprenderte, sí estás buscando cuidado y afecto. Cuidar a alguien. Hacer eso de lo que careciste. Y como nadie se ocupó de ella, ella sí se quiere ocupar de otros.

Al final, lo que nos permite la literatura, y es una de las razones por las que escribo, es la subversión. Que podamos hacer trizas la familia en la literatura para poder verla de otro modo en el mundo social. Esa, la de escribir, es una herramienta que nos permite derrumbar o poner en cuestión esas estructuras sociales que, por una u otra razón, en la vida real muy pocos se atreven a deshacer. Y eso es liberador.


Daniella Sánchez Russo: “Quisiera pensar la casa como un espacio en el que uno le apuesta a la vida”

No me interesa el pensamiento que dice “La familia es un desecho” o “El género es un desecho”, porque hay muchísima carga humana y demasiada historia que pasa por ellas como para zafarnos tan fácil de esas matrices conceptuales. Me parece más interesante quedarme en la familia y pensar cómo esa institución puede transformarse, cómo puede responder a sujetos sociales y ontologías nuevas. La pregunta es: ¿cómo nos relacionamos de formas nuevas con estructuras que fueron violentas u opresivas? 

Durante mi doctorado, al que había entrado con un feminismo de esa línea, vi profesoras que se relacionaban de otra forma con los hilos afectivos de la maternidad. Eso me cambió la perspectiva, me permitió imaginar que podíamos encontrar nuevas formas de ternura, mejores formas de afecto. Creo que por ahí va la exploración de mi novela Vigilia: cómo dentro de la estructura de la casa, que a veces es una estructura perversa, se pueden suavizar las cargas emocionales, las culpas de hace décadas, para entrar a formar afectos más horizontales. Quisiera pensar la casa familiar no como un lugar al que uno llega y absorbe todas las fuerzas posibles antes de volver a trabajar, sino como un espacio en el que uno le apuesta a la vida, que es lo que nos están mostrando los nuevos feminismos. Y creo que en la literatura hay una posibilidad privilegiada de presentar esas nuevas formas y estructuras afectivas al mundo. 

En Vigilia quise revisar minuciosamente las relaciones que hay dentro de una casa del Caribe colombiano, en un contexto muy particular: los años noventa en Barranquilla. Me interesaba especialmente la temática del servicio doméstico en ese marco espacial y temporal. En la novela busco señalar cómo las casas son más que un lugar de cuidado o un lugar afectivo, porque en ellas se dan relaciones de trabajo —económicas, salariales— que afectan muchísimo cómo sentimos la estructura de la familia y los vínculos que se dan en el espacio íntimo. Yo crecí en esa Barranquilla, donde las relaciones de disparidad social se ven más fácilmente que en otras ciudades, y cuando me mudé a otro país me di cuenta de que la casa en la que yo había crecido definitivamente no se replicaba en otras zonas.

«La pregunta es: ¿cómo nos relacionamos de formas nuevas con estructuras que fueron violentas u opresivas?»

En La encomienda, siento que Margarita García Robayo tiene que desplazar el Caribe a Argentina para lograr cuestionarse por el lugar de la casa caribeña. Hay un desplazamiento geográfico y, por eso, en su novela la casa va cambiando: el apartamento de una mujer soltera va mutando hacia una atmósfera que se va volviendo más pesada, cargada y densa. Ahí ella estaba llamando el norte de Colombia desde el sur. María del Mar Ramón en La manada, por otro lado, capta muy bien el desplazamiento de un niño de clase alta que baja a la clase media, esa sensación de dislocación que puede tener el afecto de hogar en un tratamiento menos familiar de la domesticidad. 

Lo que yo quise fue explorar lo que no se siente como familiar dentro de la casa a través del servicio doméstico. Son relaciones laborales, de dependencia, que no parecerían poder ser constitutivas de la intimidad, pero que en nuestras sociedades operan de forma compleja dentro del hogar. Siempre me sorprende que la servidumbre doméstica todavía permanezca tan vigente a pesar del avance de los Estados-nación democráticos y capitalistas. Tanto en mi trabajo académico como en mi escritura quiero desmontar ciertas ideas que tenemos del capitalismo, como las supuestas condiciones de igualdad de cara al trabajo o que somos autónomos y podemos disponer como queramos de nuestra fuerza laboral. Me interesaban esas relaciones microscópicas que se cruzan en un lugar como la casa caribeña y cómo, en el servicio doméstico dentro de esa casa, las relaciones laborales y afectivas están cruzadas de manera profunda, además, por asuntos de raza y género.

Pensando en torno a la familia,Vigilia también buscaba pensar sobre las fricciones que hay entre el ansia de réplica del pasado y las fuerzas del cambio. Ese ansia de replicar el pasado es muy fuerte en Irene, la protagonista, no porque ella desee la réplica, sino porque hay fuerzas sociales que la llevan a ella. Y, sin embargo, como las estructuras sociales están cambiando, la réplica ya no es posible. Ella tiene que buscar fisuras dentro de la réplica para ver con qué se queda. Por ejemplo, que sus mellizos le recuerden a su hermano Federico y a ella misma es precisamente porque ha tratado de hacer homogéneo lo que ya no puede ser homogéneo. El matrimonio heteronormativo le está fallando, la maternidad le está fallando desde el pasado brumoso y los padres ya se están desdibujando. Mi idea era acentuar que nada puede vencer el cambio: ni siquiera las sociedades que quieren permanecer intocadas por la progresión del tiempo, ni las familias que parecen más tradicionales, pueden solo circular sobre el pasado.


Este contenido fue escrito y editado en el marco del Laboratorio de Periodismo Cultural #HayLab23


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