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Otra forma de conocer La Alta Guajira

Foto: Pixabay

A Karen Duarte, la fundadora de ‘Niños del desierto’, la he escuchado hablar muchas veces, como si fuera una canción no aprendida, sobre el mismo tema: La Guajira. Porque la historia empezó allá. Allá que es donde están sus personas queridas y sus objetos casa, allá que es su lugar en el mundo. Allá dónde han empezado todos sus viajes:

Había vivido toda su vida en Riohacha y, sin embargo, hacía 10 años no iba al Cabo de la Vela, y había estudiado una Técnica en Auxiliar de Pedagogía y sentía que no tenía una razón de vivir sino más bien una serie de cosas desagradables y momentos oscuros que la consumían.

Tal vez por eso cuando un amigo suyo, Carlos, la incitó a viajar en autostop hasta La Alta Guajira (un territorio habitado en un 90% por indígenas Wayuu), dijo sin dudarlo: Sí. Sí, sin imaginar siquiera que esa pequeña huida era la apertura de un proyecto que se le iba a calar en los huesos:

Durante la travesía llegaron a Uribia, y de Uribia se enrutaron hacia el Cabo. Primero en un bus que en ciertas ocasiones se llenó de niños nativos que ofrecían un canje “justo”: manillas o artesanías que hacían sus papás, por agua y comida. Y después, en una caminata de 17 kilómetros de carretera destapada (desde la entrada del Cabo hasta el Cabo), en la que otros niños (de entre 3, 4 y 5 años), trataban de impedir, con una cuerdita, que los carros pasaran o disminuyera su velocidad, y así, la oportunidad de un intercambio se hiciera visible.

La nostalgia y la tristeza que le produjo ver que un ser humano está creciendo en esas condiciones la hicieron sentir enferma, porque, como ella misma me decía con la voz fracturada: “Honestamente, me dolía muchísimo el hambre de esas criaturas”, pues había contado 137 cabezas, había dado toda la comida que tenía y sentía que no podía seguir adelante y hacerle una reverencia a la indiferencia. Por eso no acompañó a Carlos hasta Punta Gallinas: “Le prometí a esos niños que iba a volver para ayudarlos”. Y entendió que a fin tenía una razón de vivir: “Entendí que nacemos para servir y que ahí estaba mi labor y mi propósito”.

De regreso a su casa lo primero que hizo fue organizar una campaña para recoger alimentos, gracias a la cual pudo regresar un mes después con 130 desayunos que no alcanzar a cubrir todas las bocas que esperaban un bocado de comida:

"Regresé una vez cada 15 días. Hasta que en algún momento la Policía me quiso quitar lo que llevaba: pan, agua y chocolate, porque estaba ‘incentivando la mendicidad’… tuve muchos problemas con ellos pero entonces la gente se oponía y bueno, en ese momento yo no era fundación, ni una organización, era un reto personal, entonces ellos no tenían cómo demostrar que yo era más que una persona natural que quería donar comida, porque las agencias sí tienen prohibido hacer ese tipo de labores y al final no tuvieron bases para quitarnos los desayunos”. A raíz de este hecho un amigo le explicó que si quería seguir repitiendo esa actividad debería legalizarse como una fundación.

Por eso empezó a empaparse del tema y a preguntarle a gente que conocía qué pensaba, hasta que una amiga suya, abogada, le dijo: “Puedes iniciar con un proyecto de turismo social, pero tienes que darle forma, ponerle un nombre, crearle una página en redes sociales, etc.”. Unió todas las ideas que había escuchado y fue armando la iniciativa: los primeros viajeros que hicieron parte de ella fueron personas que llegaban a su casa por medio de una aplicación en la que ella estaba inscrita y por la cual había conocido a Carlos, Cohousing.

“Empecé a pensar mucho en que lo que me estaba planteando debía sostenerse solo económicamente, y en una de mis idas al Cabo conocí a Fabián, un nativo Wayuú al que le había contado que quería dar cosas útiles y seguir con los desayunos pero que no tenía los fondos completos. Fabián me dijo: ‘Bueno, qué tal si hacemos un intercambio, todas las personas que pasen por tu casa, tú me las das a mí y yo les sirvo como guía nativo y cuando tú vayas a entregar los desayunos yo te aporto el agua, o los panes, o las frutas’. Y eso hicimos, yo le conseguía clientes, y él me aportaba lo que me hiciera falta. De esta manera estamos trabajando desde hace un año. Y ahora que estoy en Bogotá estoy creando la sociedad colectiva en la Cámara de Comercio porque queremos hacer un turismo diferente. Así nació ‘Niños del desierto’”.

¿Cómo funciona?

Los recorridos inician en Riohacha, donde los viajeros son recogidos en el hotel en el que se estén alojando por conductores nativos. De allí son llevados hasta Uribia, donde hacen una primera parada turística. Luego van hasta el Cabo de la Vela y son recibidos por Fabián, que los hospeda en su casa para ofrecerles un chinchorro y la experiencia de vivir por dos días como indígenas Wayuú; y que los guía a Playa Arcoíris, el Pilón de Azúcar y el Ojo de Agua, y les habla de la cultura a la que pertenece, de sus ancestros, de sus legados. Al día siguiente llegan hasta Punta Gallinas, donde visitan El Faro, el Mirador de Casares, las Dunas de Taroa, y las playas de Punta Agujas, para ver el atardecer. Hasta que es hora de regresar a Riohacha.

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