Notas de la carretera de una visita a Socotá

La vista, sentido sobreestimado, deja filtrar esbozos de verde pradera y cielos Azul Klein, mientras tu olfato identifica el momento exacto en el que abandonas la urbe y te adentras en la zona rural. Es el cambio de olor: metal corroído y humo atosigante versus esencia floral y sutiles toques de hoja húmeda, bastante nivelado si se compara con el tono “chicle” y lavanda que regalan los aromatizantes caseros. Es un equilibrio, es andar por la naturaleza en 500 kilos de aluminio aerodinámico. Para la app Waze, nuestro mitológico Hermes convertido en flechas y dibujos ilustrativos, de voz femenina y en el mejor de los casos atractiva, Socotá, municipio de la provincia de Valderrama en el departamento de Boyacá, no es un kilómetro cuadrado de casas, es un viaje que representa 5 horas 30 minutos y bajar el contador de 272,6 km a 0. Mientras divagas en la reflexión sobre los sentidos y dioses griegos, la carretera empieza a brindar testimonios. Luego de afrontar la destapada y muy singular pista de motocross que es la salida vehicular de Sogamoso – el viaje hasta allí merece un premio Nobel de suavidad-, donde la mayoría de capitalinos creen que termina Boyacá, emprendes un zigzagueo estratégico por la cordillera oriental; resulta atractivo detenerse en la berma contigua a un puente surrealista que, por tu educación cinematográfica gringológica, comparas con el Golden Gate, claro, no lleva carros, no tiene 8 kilómetros de longitud pero “qué rojo tan bonito”.   Paz de Río, donde se erige este hermano menor de la estructura californiana, cuenta con puentes y estructuras propias para el transporte del hierro. Actividad minera y gente cálida. Como la sonrisa del portero que evitó amablemente unas tomas en la parada del tren. Está en su deber. Andrés, camarógrafo y surfista, asiente, cierra la puerta y sonríe. “¡Alcancé a hacer unas imágenes!”, nos dice para alegría de todos. Las volquetas se hacen amigas del frente de nuestra carrocería. Al transportarnos por vías angostas, dejarlas atrás se convierte en tarea peligrosa para José, conductor de comprobada experiencia. Además, el constante cuchicheo amoroso por celular de nuestro asistente de cámara, nos impide concentrarnos. Risas y buena vibración para ‘Gatico’, como le apodamos cariñosamente, y su relación a distancia. Disfrutamos su novela pero volvemos a la radio am, la USB, y sus bendiciones musicales.     Encontramos un arco en ladrillo según las indicaciones de nuestros anfitriones. Aquel sería el punto donde entraríamos a Socotá. Para un poblador desparpajado que se apoyaba en un muro al que preguntamos si estaba destapado hasta allá, le pareció que la vía estaba “pavimentada 1 km”. Excelentes noticias, faltan 10km y el polvo comienza a penetrar nuestras narices al por mayor. Allí, en el paraje más inhóspito, mientras se trabaja en una panorámica de las montañas, sube en bicicleta Raúl con una sonrisa notable. Lo detuve. “¿De dónde viene, quién es usted, por qué Trump ganó las elecciones? El español nacionalizado canadiense venía de la Costa atlántica y recorría en promedio 100 kilómetros diarios en una travesía sin punto final. Me culpo por quejarme de mi diario pedalear por Bogotá y su topografía rocosa. Le brindamos buena energía a falta de agua de panela y despedimos su aventura con una fotografía.     La tarea en la llegada está escrita: conocer, palpar, escuchar y atestiguar una jornada de salud gratuita que la Fundación Equipo Solidario Colombia, (Fuesco), lleva a los socotenses. Sus rostros de alegría son testimonio. Ojos que vuelven a leer, niños que vuelven a caminar, ejército que no empuña armas sino energía positiva, y filas que, por primera vez según mi experiencia de vida, sí se hacen con alegría. Pero para ello, que hable lo audiovisual: https://www.youtube.com/watch?v=RkAebPlS2N4   Texto e imágenes por Diego Lurduy            

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