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¡Letras pal trancón! Volumen II

Dulce

No es el aire el que llena mi vida.
Eres tú.

Eres tú y tus pupilas tibias,
tus caminos de flores
y aromas de dulzura.
Tus palabras de ocasos
y cabellos del alba.

Eres tú y las ventanas abiertas,
que esperan la llegada del cantor.

Eres tú y las rosas florecidas,
que se duermen en tu boca.

No es el aire el que llena mi vida.
Eres tú y tus pasos con los míos.

–David Henáo, Bogotá

16/08/2017

***

Instrumentos del amor y las ausencias

Hace mucho tiempo me topé con tu imagen en una noche bogotana. Estaba yo en el BBC de la Candelaria esperando a Lucía, una amiga caleña que había acabado de llegar de Barcelona. Apenas entré me ubiqué en una mesa del piso subterráneo, pedí una cerveza negra y abrí el libro que tenía en ese momento para ojearlo mientras ella llegaba. Tenía muchas ganas de verla. Su proceso de finalización y presentación del trabajo de tesis de la universidad de esa ciudad europea nos habían separado por más de seis meses y desde que se fue, habíamos prometido un encuentro mágico cuando regresara.

La idea, en principio, era tomarnos unas cervezas ahí en el BBC que a ella le encantaba y que a mí no tanto. Después, cualquier cosa que se nos ocurriera. Eran tantas las ganas de vernos que apenas aterrizó en El Dorado, me llamó.

Yo terminé mi clase de la noche de ese jueves y me fui al bar. Menos mal no tenía clase el viernes en la mañana y eso me daba la posibilidad de extender la jornada con ella sin límites de tiempo. En el libro que cargaba, y que abrí cuando la esperaba, encontré un párrafo que se me metió en el alma. Julio Ramón Ribeyro me parecía, y me sigue pareciendo, de lo mejor que han dado las letras peruanas. Por eso compré el libro en la librería Lerner y lo llevé conmigo dos semanas hasta que me lo volví a leer completo. Seix Barral, la editorial española, había publicado una versión maravillosa de las Prosas apátridas del escritor peruano y con ese librito llegué al BBC. Cuando lo abrí al azar caí en la página 83. El escrito 97 fue el que se me metió en el alma. Decía:

“Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota”.

Leí el párrafo tres veces seguidas y al tiempo que lo leía el alma se abrió involuntariamente para que el párrafo entrara completo. Y ahí se acomodó y se quedó viviendo como un gato huérfano al que le abren la puerta de una casa en una noche de invierno.

Pero la resurrección de tu imagen se dio cuando Lucía llegó al bar. A veces las ausencias largas me cambian las lecturas, de las personas y de las cosas. Apenas la vi me di cuenta de que era a vos a quien estaba viendo y no a ella. Entonces recordé ese cinco de enero que nos encontramos en la calle en pleno carnaval, pero sobre todo, la vez que fuimos a donde mi amiga Ana a hacer un video para la presentación que hicimos vos y yo en el teatro La Guagua.

Pese a que tenía muchísimas ganas de ver a Lucía, te vi fue a vos, y me alegré el doble. Yo nunca le conté a Lucía ese detalle y pasé con ella la noche de ese jueves y casi todo el viernes, hasta que tuve que salir de su apartamento para ir a mi clase de la noche. Esa fue una de las jornadas más maravillosas de mi vida, lo que quiere decir que vos tienes mucho que ver con mis estados de felicidad cuando estos llegan. Yo sé que esos estados de felicidad para mí cada vez son menos, pero de vez en cuando aún aparecen.

Gracias por pulsar mis cuerdas todo el tiempo para no dar siempre la misma nota.

–John Rodríguez Saavedra

***

I

A ella se le había olvidado el sabor de lo que era prohibido. Pero no esa prohibición que arde en el cuerpo, sino aquella que la hacía temblar. Temblaba cuando la pensaba aunque sabía que era inminente su encuentro desde hacía tiempo. Le había caído como un balde de agua fría a las 5 de la madrugada. Fría, toda ella. Fría. Sabía que le habían tocado las manos, y ahí derechito, el corazón. ¿El corazón? Tal vez era el alma porque se sentía como la cera de una vela recorriendo la espalda. Un calor que se hilaba entre las vértebras amargas de una vida caminada. 

–Tal vez al caer revientes el vacío–. Le dijo con la mirada.

–Y tal vez nos reventemos los dos.

Ella se había mojado la camisa de pintura, sudor, agua, saliva y una batalla no resuelta. Había perdido ante la tentación del amor que no se toca, que es insaboro, que es callado. Prohibido. Tal vez la inminencia de ese encuentro se había estrellado cuando ambas manos se acurrucaron escondidas en el carro de vuelta a casa. Tal vez se habían atropellado en cada beso de despedida añorado en la boca. La mojada boca que palpitaba desde el centro del pecho en ambos. Una boca mojada que se humedecía cuando se acercaban los rostros y simulaban no desearse entre miradas. Entre adioses. Entre juegos prohibidos con las manos. 

–El silencio es mi lenguaje.

–Es mejor el de tu lengua.

–No lo conoces. No sabes de esa clase de lenguaje.

–Que solo pueda imaginarlo no significa que sea desconocido… 

–Pruébame. Saboréame.

–Humedece la boca entonces.

Ella cerró los ojos y la cera se hizo caliente. Bajó desde la nuca hasta la nalga. Se removió en su asiento y lo saboreó. Sabía a ají. Picaba. Mil y un hormigas transitaban en sus labios mientras intentaba imaginar la mojada lengua que no conocía. Como un juego que se abre en la oscuridad para palpar siluetas que no tienen líneas, ni contorno, ni cuerpo. Un cuerpo que se deshacía mientras las hormigas caminaban al lado de la cera y le hacían crujir su par de caderas calientes.

Seis de la madrugada.

–Maria

***

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