‘Lázaro’: recuperar al padre y decirle adiós

—Querido hijo, espero que estés muy bien. No quisiera preocuparte con mi llamada a esta hora, pero se me están olvidando las cosas. El doctor dice que pronto perderé la memoria. He pensado mucho en ti y me haría bien verte.

Una llamada de su padre Lázaro —un silencioso grito de auxilio, sabía él— empujó al realizador y fotógrafo bogotano José Alejandro González a regresar a su casa en Bogotá después de once años de ausencia. José Alejandro se había radicado en Barcelona, adonde se había ido a hacer una vida nueva lejos de Colombia, lejos de aquel mosaico familiar desarticulado y frágil en el que había crecido. La llamada de su padre lo obligó a volver a “cerrar un gran hueco”, dice, a lidiar con todo ese pasado irresuelto de fricciones entre él y su madre, a encarar los dolores aún palpitantes: “los demonios que había dejado parqueados”. 

El diagnóstico de su padre era severo: demencia frontotemporal. Lázaro estaba perdiendo las palabras. Con el paso de los días, su autonomía se veía cada vez más limitada. Los recuerdos —y los rostros y el mundo— se le iban haciendo cada vez más nebulosos. La llegada del olvido definitivo era inevitable. Irreversible.

Todas las fotos cortesía de José Alejandro González

Desde su llegada a la casa familiar y hasta el día de su muerte, José Alejandro estuvo al lado de su padre. Decidió, al tiempo que cuidaba de él, registrarlo con su cámara. Lo grabó durante horas, semanas, años: sus caminatas, sus baños juntos, sus paseos desorientados hacia el río en Pijao —su pueblo natal—, el desgarrador proceso de darse cuenta de cómo la enfermedad iba avanzando, la inminencia del silencio y la despedida última. 

El material que grabó en esos años es la médula de Lázaro (2020), el documental que estrenó este 21 de septiembre, el Día Mundial del Alzheimer. Para José Alejandro, su propósito fue poner en escena la búsqueda esquiva de un padre que se está yendo, el regreso de un hijo en busca de “una segunda oportunidad” de rehacer el álbum familiar y transformar en robusto amor unos vínculos frágiles, delgados, esquivos. 

En nueve segmentos —pensados y estructurados junto a su montajista, el cubano Marcel Beltrán—, la película acompaña la temporada de compañía de José Alejandro a su padre. Cada segmento intenta dar un lenguaje a esa ausencia de lenguaje de la demencia superponiendo imágenes de la curva degenerativa de su enfermedad con su propia historia familiar, con destellos de memoria de su propio pasado: fotografías de su archivo personal y recuerdos de sus vecinos y familiares.

Después de su estreno online, hablamos con él sobre su película, sobre su familia, sobre acompañar la enfermedad de su padre. Estas nueve cápsulas, tituladas como los segmentos de Lázaro y escritas desde su voz, son recuerdos suyos que iluminan su experiencia en busca de su propio lugar como director y como hijo.

I. Buscando a papá

Lázaro soy yo buscando a papá. La película no es realmente sobre su enfermedad, sino sobre todas esas otras cosas que rodeaban mi relación con él. Puede verse hasta infantil, pero es que esta película es hecha por un niño: yo tenía que sanar muchas cosas y, desde el amor, rodando la película yo fui el mismo niño de siete años que jugaba y abrazaba a su padre. Lo que pasa es que yo me fui a vivir once años por fuera de Colombia y eso generó un gran hueco entre nosotros. La familia se volvió muy disfuncional. La enfermedad era lo que menos me importaba: Lázaro es mi búsqueda por reencontrarme con ellos.

La intimidad de la película es la intimidad que yo me había ganado como hijo toda la vida. Creo que mi papá habría aceptado cualquier cosa mía: si yo hubiera sido músico, él hubiera cargado el violín conmigo y hubiera caminado a mi lado. Aunque la vida familiar fue difícil, nunca existieron cosas terribles. Yo supuestamente jugaba con la cámara y hacía fotos desde chiquito. Esa intimidad que se ve ahí ya estaba ganada desde que nací. También está esa testarudez mía, ese no respetar nada, romper reglas, ese impulso por mostrar lo que no se muestra. Pero al final yo era su hijo: otra persona no hubiera podido entrar ahí. En una escena, él aparece cargando un trípode: él es el sostén mío y de la película.

II. Como quien busca el río

La enfermedad de mi papá fue absolutamente degenerativa. Es como cuando un niño empieza a crecer: uno no se da cuenta y de repente ya es grande. Lo tienes al frente, no te das cuenta y te vas acostumbrando. Fue solo al ver este registro que nos dimos cuenta: en Lázaro puedes ver ese proceso; están las fotos de él al lado de una bicicleta o cuando caminaba por Cundinamarca y luego lo ves cuando ya está disminuido. Primero dejó la bicicleta. Él hacía sus viajes, pero la enfermedad lo empezó a limitar. Fue como a los 65 años, cuando aún seguía haciendo sus grandes caminatas que empezó a volverse más aguda la enfermedad. Le llegó en su casa y eso él también lo fue entendiendo paulatinamente. Por ejemplo, cuando vivía solo salía a la calle con la camisa con los botones mal puestos. Esas cosas me preocupaban mucho, pero también me producían una ternura profunda.

III. La vida pasa

Yo sabía que había un límite en lo que debía grabar y no mostrar. De hecho, lo que se muestra es el límite: eso lo pensé y fui consciente de aquello que iba a retratar y que no. Hay una película donde una mujer de Cuba se va Londres a buscar a su papá, con quien tiene una relación súper distante, y el papá la echa, entonces ella lo filma a escondidas. Aquí no es así, aquí es una situación muy diferente: aunque a veces mi mamá decía “Ya, no grabe eso”, yo sabía hasta dónde grabar y hasta dónde no. Mi hermano sí puso ese límite y él no aparece en la película.

Lázaro es, en ese sentido, una película totalmente intuitiva. Yo me permití ser, antes que realizador, hijo: todo el rodaje se dio sin ningún tipo de presión, porque en principio no estaba grabando una película, sino que estaba era capturando imágenes con el sueño de algún día hacer algo con eso. Pero no había un guion ni un productor ni nadie que me estuviera presionando. Lo hacía cuando me daba la gana: fue un proceso largo y libre. Nunca me obligué ni fui corriendo a casa cuando tenía que filmar. 

De hecho, cuando viví en la Macarena, me robaron la cámara y duré un muy buen tiempo sin poder grabar nada. La película agradece ese espacio, porque cuenta momentos diferentes. Se nota el contraste entre la imagen de la cámara de antes a cuando compré luego una mejor cámara. Fue natural, intuitivo, detenido.

IV. Nosotros

Yo pasé once años fuera de Colombia. Vivía en Barcelona, tenía un sueldo, un trabajo, una casita: toda esa felicidad capitalista. Eso me daba la oportunidad de irme a Roma o a Londres, de vivir de rumba, y eso en ese momento para mí era una vida feliz. Pero en un momento decidí volver a Bogotá con mi familia y ahí se despertó el demonio, se despertó todo lo que había dejado parqueado. Yo era un evasor, un tipo incompletísimo, con una inseguridad terrible. No tenía un peso, empecé a sentir una presión profesional durísima, y, para rematar, mi mamá volvió a la casa después de muchos años de haber vivido separada de mi papá.

Mi mamá y mi papá no se llevaban bien, eso se ve en la película. Yo siempre pensé que ella me debía algo: a mi regreso a la casa comenzamos a pelear mucho, teníamos agarrones miedosos. Pero ella siempre era incondicional y amorosa. Después de esas pataceras y esas groserías en la casa, ella era capaz de levantarse y decirme: “¿Quieres una arepa?”. Eso solo lo hace una mamá. Cuento esto porque Lázaro fue una manera de arreglar mi vida: de empezar a mirar a mi familia de otro modo, de dejar de gritarle a mi mamá, de pedirle perdón. Ahí cambié el foco y empecé a ver lo lindos que eran ellos; empecé a valorarme a mí mismo también. Por eso esta película es tan importante para nosotros: porque es terapéutica. Después de todos esos problemas, la cámara ve a mi mamá con mucho amor, le da el lugar que merece. Cuando decidí eso, se me empezó a abrir la casa. Hacer Lázaro fue eso: un exorcismo sentimental.

V. Hasta la habitación vacía

Algo que entendí con Lázaro es que nosotros podemos comunicarnos de muchas maneras. Cuando mi papá ya estaba en la cama, yo tuve que aprender a entender sus silencios, sus miradas. Yo le ponía música, lo consentía. El tacto en toda la película es muy importante. Una de las cosas que yo jamás quise fue ver a mi papá disminuido: yo lo miraba en un estado natural de existencia, tratando de entenderlo, y ahí él empezó a comunicarse de otras maneras. A pesar de su enfermedad, y como se ve en la película, mantuvimos una comunicación cercana de maneras no verbales: con sonidos, tactos, murmullos, con esos ruidos geniales, con ese “prrrrrrr” que era el clímax de nuestra alegría. Eso se empezó a volver un lenguaje. Nosotros teníamos largas conversaciones que otra gente podría mirar desde afuera y decir: “¿Esta gente de qué habla?”. Mi papá me contaba sus sueños: en un momento de la película, él me cuenta en la cocina de un sueño sobre un hermano suyo que se cae. Cuando ya no hay lenguaje, esos otros registros son lo que queda. 

VI. La familia unida

Yo fui el artífice de la reconciliación de mis papás, pero después ellos lo hicieron todo. Mi papá fue el que le dijo a mi mamá que volviera y le entregó una carpeta donde están todos los papeles de todo, como si él supiera que se iba a morir. Yo fui una excusa: la película también. Al final se dio una gran reconciliación entre nosotros, que quise registrar también en Lázaro. Cuando mi mamá se fue de la casa él no le hablaba porque ella era muy joven y mi papá era como rabón y pasivo-agresivo. Hasta que ella un día se mamó y se fue de la casa. Hubo mucha tristeza de todos con todos. Pero mi mamá volvió con el amor impecable: el gran personaje de la película, creo, es mi mamá.

VII. 28 de mayo

El cumpleaños fue una fecha importantísima. Él ya estaba con todo encima y, sin embargo, disfrutaba toda esa alegría, del “Feliz cumpleaños” y todos cantando. Hacer Lázaro fue muy lindo y muy largo; ahora aprecio que se ha generado una conversación sobre todos nuestros papás, de un modo también muy colombiano, muy íntimo. Qué bonito que ahí quedó una cosa tan cotidiana: la escena de su cumpleaños es muy valiosa para mi familia porque muestra momentos en los que mi papá estuvo bien antes de irse pa’bajo.

Sobre el Alzheimer también aprendí que hay que enfrentar estas cosas con mucho positivismo: pregúntese cómo está usted por dentro y cómo enfrenta usted situaciones como esas en la vida. Puede llegar lo que sea, pero si uno lidia de manera optimista con eso, puede sobreponerse. Pero, sin duda, es una gran tragedia como tantas otras: como el cáncer, como la diabetes. Aprendí, también, que hay que saber morir, dejar el miedo, soltarse. Hay cosas, como la muerte o la enfermedad, que son inevitables.

VIII. La memoria

Yo soy un capturador de memoria, porque mi memoria es fatal. Esta película es, entonces, un álbum familiar. Cada quien tiene en su casa un álbum y, en mi caso, recordar a mi papá, que se me fue tanto y tan mal, recordar otras cosas de él —la ternura, las conversaciones bacanas o cuando estaba lloviendo y él miraba por la ventana— fue mágico. Eso nunca más se va a poder volver a guardar en la vida. Si quitamos ese archivo se me va mi papá. En un momento cuando se está comiendo una arepa, él ve una imagen suya y pregunta: “¿Quién es ese?”. Con Lázaro quise hacer memoria de él a través de la imagen. La película es sobre la memoria. 

Rodando Lázaro aprendí a que valen huevo muchas cosas. Mi papá tenía una realidad en esa casa, ese universo pequeño, y aprendí a encontrar ahí la felicidad, el entretenimiento y belleza. Gladys, la cuidadora, se parchaba, ponía música, lo limpiaba, veía una película. Ahí pensé: la felicidad también puede ser esto. Nos enseñan muchas pendejadas de cuál es el éxito o la alegría: pero esos son puros inventos del ego. La bailada de mi mamá, parchar con mi mamá, yo no tenía eso. Con la película aprendí a abrazarlo y valorarlo.

IX. El río

El final de Lázaro es la muerte. Desde el principio de la película uno sabe que eso va a acabar mal. Confieso algo: el final iba a ser más cruel. Yo filmé el momento exacto en el que mi papá se murió. Ese día yo me encerré en la habitación y empecé a llamar a todos mis tíos para decirles que vinieran y se despidieran. Aunque con algunos había incomodidades, les dimos la oportunidad de despedirse de él. Fue una escena muy bella, pero dura: hay unas secuencias de mi tío Gustavo o de mi tía Elvira muy fuertes en la clínica que hubieran podido quedar, que como material audiovisual eran muy intensas, de unos niveles altísimos drama. Grabé también un rezo de mi tía Ángela, una vaina fuerte, que yo quería que cinematográficamente estuviera en la película, pero que al final descarté. 

Después de las despedidas, recuerdo que entró la enfermera a revisar a mi papá y empezó a sonar la máquina: “Pppiiiipppp-Ppppiiiiip”. Yo cogí la cámara y ella comenzó a decir que mi papá ya se estaba muriendo. Nadie entendía nada. La enfermera nos dijo: “Alejo, Pilar, Carlos: vengan a darle la mano que se va”. Todo eso está filmado: yo me quedé en un zoom grabándolo mientras moría. Pero decidí no usar nada de eso: quise despedirme de un modo más poético, irme por la metáfora. Mucho más lindo decir que se fue con una imagen de él saltando al río.

El río representa el amor de mi papá con la naturaleza. El montajista sintió que la película estaba llena de agua: eso es lo que hace el cine, darle una estructura a unas imágenes. Al final Lázaro quedó como la búsqueda del río. Concluimos que debíamos poner los intertítulos y a abordar el tema desde el agua: el baño, el río, el sonido acuático de todo. Mi papá amaba las caminatas. Quise recordar que mi papá no fue siempre ese enfermo que está en la película, y ahí quedó eso: las fotos de archivo, los paseos que hacíamos y el agua y el ruido del agua. Ahí se empezó a volver cine: usamos esos recursos como dispositivo.

Mi hermano, que ya dije que nunca había querido salir en la película, aceptó ir conmigo a hacer un viaje por el Eje Cafetero con el cofre de las cenizas: las sembramos bajo un árbol. Eso no quedó, pero tuve que filmarlo para saber todos los caminos que podía seguir como realizador. La muerte era el final, pero en ese final me di cuenta de que la muerte es, en realidad, toda la película.

Para terminar, me gustaría poner sobre la mesa una discusión y es la del derecho a morir dignamente. La película debe navegar por ahí. Yo no sé hasta qué punto nos equivocamos… ¿Pero quién hubiera podido mandar a mi papá antes o aplicarle una eutanasia? Mi mamá decía que la gente se muere cuando Dios quiere. Pero, si algo quisiera que se hablara de Lázaro, es sobre esa posibilidad: de que no merecemos morir dignamente.


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