Hace cuatro décadas, el 6 y 7 de noviembre de 1985, Colombia vivió una de las tragedias más profundas de su historia reciente: la toma y posterior retoma del Palacio de Justicia en el corazón de Bogotá. Aquel edificio, símbolo del Estado de derecho, se convirtió en escenario de fuego, muerte y desapariciones que todavía resuenan en la memoria colectiva del país.
El hecho fue protagonizado por el M-19, un movimiento insurgente que buscaba juzgar al entonces presidente Belisario Betancur por incumplir los acuerdos de paz firmados meses antes. En cuestión de minutos, el grupo armado ingresó al edificio y tomó como rehenes a magistrados, empleados y visitantes. La respuesta del Estado fue inmediata y desmedida: el Ejército rodeó el Palacio y emprendió una operación militar que terminó con el edificio en ruinas y más de un centenar de muertos, entre ellos once magistrados de la Corte Suprema.
Las imágenes del fuego devorando la sede de la justicia marcaron un antes y un después en la historia nacional. Durante 28 horas, la televisión transmitió fragmentos de la tragedia: helicópteros sobrevolando el centro de la ciudad, disparos que no cesaban y un país paralizado por el miedo y la incertidumbre. Cuando las llamas se apagaron, el saldo fue devastador.
Aparte de las víctimas fatales, 11 personas fueron dadas por desaparecidas, entre ellas trabajadores de la cafetería, visitantes y funcionarios judiciales, cuyos familiares aún reclaman verdad y reparación.
Las voces de la memoria
A 40 años, la herida sigue abierta. Las familias de los desaparecidos continúan buscando justicia, mientras el Estado colombiano ha sido condenado en reiteradas ocasiones por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por las violaciones cometidas durante la retoma.
El Palacio, reconstruido y hoy sede de la Corte Suprema de Justicia, se ha convertido en un espacio de memoria, pero también en símbolo de lo que Colombia no puede repetir.
En los últimos años, nuevas generaciones han empezado a conocer lo ocurrido gracias a documentales, series y producciones que rescatan los testimonios de quienes sobrevivieron. Sin embargo, muchos de los responsables políticos y militares de entonces siguen sin rendir cuentas.
El recuerdo de esa tragedia también plantea una pregunta incómoda: ¿qué tanto ha aprendido el país de aquel episodio?
Un país entre el olvido y la reflexión
La Toma del Palacio no solo fue un ataque al poder judicial, sino también una fractura en la confianza institucional. En plena década de los ochenta, marcada por el auge del narcotráfico y la violencia política, el suceso reflejó la debilidad de las instituciones y la distancia entre el Estado y la ciudadanía.
Para muchos, el fuego del Palacio no solo consumió expedientes y archivos judiciales, sino también parte de la esperanza en un Estado capaz de garantizar la justicia.
Hoy, en 2025, cuando el país habla de paz total y reconciliación, recordar el 6 y 7 de noviembre no es solo un acto de conmemoración, sino una oportunidad para entender la importancia de la memoria histórica. Los jóvenes que no vivieron aquel día merecen conocer lo que pasó, no para alimentar el rencor, sino para construir una sociedad más consciente de su pasado.
Una lección que aún duele
Cada aniversario del Palacio de Justicia convoca a familiares, víctimas y organizaciones de derechos humanos en la Plaza de Bolívar. Allí, frente al edificio reconstruido, se encienden velas y se leen los nombres de quienes nunca regresaron.
La escena, silenciosa y contundente, recuerda que la justicia no puede levantarse sobre el olvido.
Cuarenta años después, la toma del Palacio de Justicia sigue siendo una herida que atraviesa generaciones. Es la memoria de un país que aún busca respuestas, y una advertencia sobre el costo de la violencia cuando el diálogo se rompe.
Recordar no es abrir la herida: es evitar que vuelva a sangrar.




