Siempre fui yo, tener un nombre distinto no me hizo ser otra persona, fui aún más yo, dueño de mi cuerpo, dueño de todo el espacio que habité y los movimientos que hice. Los tacones unían el cielo y la tierra y yo tocaba las nubes mientras perreaba; mi labial tenía el color y el sabor de todos los besos que he dado; vestirme de mujer fue un abrazo de todas las personas que me han amado y hacerme el amor a mí mismo. Estuve siempre excitado, siempre emocionado, siempre mío.
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Yo recuerdo que me rompí el brazo izquierdo, fractura abierta de radio y cúbito. Me caí de un pasamanos porque estaba persiguiendo un diamante que brillaba en el suelo; mientras caía me di cuenta de que era solo mi imaginación y mucho después entendí que el diamante por el que me quebré era mi feminidad, mi masculinidad y mi realidad.
Con solo cinco años pude ver cómo lo más duro y rígido de mi cuerpo se quebraba, se me salía de la piel y me mostraba también todas las capas suaves, delicadas y finas que me conformaban. Me enamoré de todo eso: del hueso roto, la piel suave, las finas fibras musculares y la capa blanda de grasa que me daba calor. Con cinco años, mi primer amor fueron todas las caras de mi cuerpo.
Me enteré luego, cuando entré al colegio, que yo era un hombre heterosexual, no recuerdo haberlo decidido ni meditado, solo recuerdo que eso se esperaba de mí, en cómo me hablaban mis profesores, mi familia extendida, mis compañeritos y los programas de televisión. Mi papá insistía mucho en que él me amaría sin importar quién me gustara, aunque me gustara un hombre, y que podía confiar en él sin importar qué. Más tarde en la vida aprendí que eso era mil veces más de lo que muchos tenían, pero que tampoco la palabra ‘aunque’ jamás sería la adecuada.
Ilustración: Manuela Rodríguez
Fui creciendo y aprendí que era todo menos un hombre heterosexual, me gustaba mover el culo, la música en inglés que le gustaba a mis amigas quinceañeras, tomarme muchas fotos y preocuparme mucho por cómo me veía y luego de mucha exploración sexual con mujeres, un hombre me dio el segundo mejor beso que me han dado hasta ahora.
La adolescencia no fue mejor, nunca pude ser quien quería porque importaba más lo que dijeran mis amigos que lo que yo sintiera, tanto así que durante mucho tiempo ni siquiera sentía taconear la mujer que llevaba dentro. De cualquier manera la vida siguió y esta mujer siguió caminando en el piso de arriba hasta que decidí ir a tocar su puerta, ella abrió y la miré de pies a cabeza, me enamoré de ella. Descubrí que era todo menos un hombre porque me vestí de reina y fui yo misma por una noche.
Me senté un día a pensar en la fractura de hace 18 años, la fractura de la que todavía tengo cicatrices; sentí de nuevo mis huesos, mi piel y las finas fibras de mis músculos. Entendí que tampoco era mujer ni bisexual, sentí la piel vestida de traje y fui yo mismo un día; mi sueño hoy es vestirme de traje y tacones para ser yo toda la vida.
Me llevo preguntando desde los cinco años por qué soy así y he tenido todas las respuestas que he querido: que nací así, fue la cultura, fue la crianza, fueron los rayos homosexualizadores y fue el presidente. Hoy me pregunté por qué no he disfrutado de mi vida y mi cuerpo sin importar si el cielo o la tierra se caen, me fui de fiesta, entaconado y con labial color sangre toro. Hoy fui yo misma, yo mismo y todo lo que hay dentro de mí.
Y de pronto mañana me quiera vestir de traje y ser yo misma, de pronto mañana decida casarme con una mujer que salga a bailar conmigo e ir vestidas de reinas, de pronto mañana me quiebre la cabeza y salga mi más profunda esencia. Por hoy soy Susan, reina de mi cuerpo y mis preguntas, dueña de mi vida y mis decisiones, perfecta, regia, divina.