En “el riñón de la montaña” de Belén de los Andaquíes (Caquetá), como decía su madre, nació un jueves de mayo de 1950, el escultor caquetense José Emiro Garzón Correa. De la manigua no salió sino hasta los 17 años, cuando tuvo que ir al pueblo a sacar su identificación por primera vez, y por eso fue precisamente ahí donde moldeó entre plantas, raíces y piedras, una curiosidad plástica que lo llevaría a ser uno de los escultores más interesantes del país y más queridos en su región.
Su corazón ha estado dividido toda su vida entre Caquetá y Huila, de donde proviene casi toda su familia y en donde inició su carrera artística. Allí, se metió de lleno en el mundo de las artes, primero vendiendo en las calles mirlas y figuras campesinas en papel maché, arcilla y parafina, y luego estudiando en la desaparecida Escuela de Bellas Artes de Neiva. En los 70, Emiro se formó junto a artistas como Eduardo Ramírez Villamizar y, aunque ateo y rebelde, fue pupilo del padre Rafael García Herreros, fundador del Minuto de Dios.
Foto: Somos Región
Moldeando barro se encontró de frente con que las formas ovaladas de las vasijas eran como unas sensuales caderas, que en sus manos, se convirtieron luego en una mujer de arcilla, quien sería la madre de obras emblemáticas como Las Lavanderas o mucho después, La Diosa del Chairá. El erotismo y la sensualidad femenina se hicieron, entonces, un tema recurrente en Emiro Garzón, quien hizo divino el cuerpo humano y retrató lo cotidiano y lo popular con una picardía mordaz.
Su obra, a medio camino entre el realismo, el expresionismo y el neohumanismo, rinde tributo constante a los trabajadores, a las mujeres, al campo y a la vida. Y cuando fue preciso, también se hizo consigna para gritar por las que Emiro creía causas justas.
Foto: Somos Región
Ningún material le quedó grande jamás. Y en un momento de su carrera, encontró en la piedra, un lenguaje común a los artistas del suroccidente colombiano, que quedaron atónitos con San Agustín y le dieron un sentido nuevo y casi sagrado. En sus primeras obras, trabajó con raíces, plantas, maderas o piedras de río y luego jugó con cemento, ferroconcreto, bronce, látex, entre muchos otros materiales.
Lleva más de 40 años mostrándo esta región del país al mundo entero, y a finales del siglo pasado, el trabajo de Emiro llegó incluso a ciudades como Nueva York, Tokio o Friburgo.
De mil formas y con diversos materiales, Emiro Garzón, hijo del Huila y el Caquetá, lleva talladas más de 5000 obras que recorren el país hablando de temas como el erotismo, la cultura popular o la historia local de su región amada. Hoy sigue trabajando desde su casa taller 'La casa embrujada' en el misterioso poblado de La Jagua en Garzón (Huila), famoso por historias de brujas y calles empedradas, que siguen alimentando la imaginación eterna de un artista sincero.
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