El reguetón es un género que desprende odios y amores: "Detestable escucharlo", "increíble ir a perrear hasta el suelo". Lo que es un hecho es que el reguetón se ha convertido en un espacio de denuncia para algunas mujeres: cantarlo, sentirlo, entenderlo y, sobre todo, perrearlo son una herramienta para construir una identidad consciente de la sexualidad, sensualidad y agencia que tienen. En esta oportunidad, para no caer en los peligros de las miles aristas, hablaré desde lo que tengo más consciencia: mi experiencia. Prenda la playlist y alcemos juntas las voces al ritmo del reguetón.
Cierro los ojos y las luces, que a duras penas percibo a través de los párpados, recrean un universo que se mezcla con una voz gruesa, agresiva, fuerte, caribeña y con sabor. La cadera siente un llamado a forzar sus movimientos en la pelvis con un tra tra tra. El agua, en un intento arrebatado por hacerme sentir incómoda, baja desde mi cuello hasta lo que parece la médula espinal y se encuentra con mis muslos para llegar a un sexo que no planea ser alimentado, sino deseado. Aquella curva en la espalda se convierte en la cuna de deseos ajenos. Mi cuerpo tiene agencia mientras se somete al morbo del otro. Eso es bailar reguetón y saber que soy la soberana de mi cuerpo.
Antes de empezar en forma una narrativa un poco distinta –tal vez incómoda para algunos–, puedo escuchar a un Lennox –acompañando a Daddy Yankee– rapear en uno de los grandes clásicos del reguetón:
"Busco, mami, cómo decirte lo que por ti siento. No tenerte sigue causándome sufrimiento pero si me vieras con los ojos que te veo, fueras mi Julieta y yo por siempre tu Romeo. Quiero tenerte aquí, mi nena, en una noche serena…" (Tu príncipe, 2004)
Y cuando hago el ejercicio de volver a leer la introducción de este texto, recuerdo a unos Rayo & Toby cantando, con un siseo suave que se expandía por nuestra pelvis y caderas en aquellos tiempos, una de las canciones que más nos emocionaban de jóvenes en una farra:
"Ella tiene cierto movimiento de cadera, aunque intente no encuentro la manera de que no me afecte el ver cómo se mueve. Sepa que espero una reacción que sea buena (…) Ella creyéndose culebra, sacándome la lengua, está haciendo mi vida tan bella como si adivinara el movimiento que yo quiero". (Movimiento de caderas, 2011)
Sé que sabe cuáles son. Así como sé que sabe quién es Don Omar, Bad Bunny, Zion & Lennox, Arcangel, Wisin y Yandel, entre otros, y esto pasa porque el reguetón se ha instaurado especialmente en nuestra cultura latina de tal forma que los imaginarios alrededor del "pedazo de continente con sabor y sensualidad" se han reforzado más, pero más importante –y peligroso también– se ha reforzado la imagen de la mujer latina como un objeto de deseo. Cuando un extranjero piensa en una latina, inmediatamente asocia su don de movimiento de caderas como una herramienta hipnotizante y seductora, casi como si fuera una sabiduría ancestral. Imaginarios que se posan en la posible realidad de un otro: un sujeto que mira hacia un cuerpo femenino y cree que puede convertirlo en una propiedad, como si este estuviera a su merced. Todo esto nos lleva a la discusión que ha estado sobre la mesa durante años sobre el cuerpo femenino y cómo es observado por otro. Yo, saliéndome un poquito de esa línea argumentativa –la cual abandero en algunas aristas–, quiero apostar por una mirada donde mi foco sea constructor desde la experiencia.
La idea de que mi cuerpo es un objeto que pueden llegar a poseer probablemente nació en mi prematura educación como niña católica en donde mi cuerpo era un templo que debía cuidar, un “lugar sagrado”, un “objeto sagrado” al que nadie podía acceder –como una puerta entreabierta– y mucho menos penetrar –como si, además, se tuviera una llave–, un discurso que venía de aquellos que me aman con el objetivo de que no permitiera que nadie irrumpiera allí. Tal vez soy muy perversa al pensar que esa intención se perdió en el momento en que permití que tuvieran voz y voto en mi cuerpo, cómo me veía, cómo debía lucir, quién podía llegar a tener "acceso" a mi cuerpo y por qué debía hacerlo. Sin sospecha alguna, y lanzándome a un gran abismo, puedo verme a mí misma como una propiedad que no se vendía, arrendaba ni permutaba.
He cantado reguetón junto al eco de mi cuarto desde hace muchos años. Lo empecé a bailar en el colegio, era una delicia elegir la canción que queríamos y armarle coreografía para los eventos culturales. A veces llegaba a casa y fantaseaba con coreografías profesionales que terminaban siendo de carácter profesional. Claro, en ese tiempo no entendía ni problematizaba muchas de las cosas que hoy día hago sobre mi cuerpo y sexualidad, pero sí recuerdo que tenía la plena seguridad de una sensación al momento de bailar reguetón que no he perdido hoy día: saber, a ciencia cierta, que ese cuerpo me pertenecía a mí, a nadie más. Yo ponía mis límites y ellos bailan conmigo e incluso me llegaban a proteger de mí misma y las infinitas oportunidades en que he sido yo la primera en juzgarme. Era dueña de ese par de caderas que parecían poseídas y de mi voz cantando a grito herido la satisfacción de saber que este cuerpo era deseado primero por mí y no por otro. Darme cuenta de eso me tomó años porque estaba acostumbrada a escuchar un discurso que me hablaba de ese otro, aquel que me miraba y observaba, y no de mí.
“Vamos a hacer una película como Redtube-tube. Quítate la ropa para que suban los views, views que esta noche pecaremos en multitud, gato salvaje aquiétame que me tienes mojaita como agua Perrier- La que vino contigo dile que hoy somos tres. Esta noche sin tabú y en mi cuarto no hay ley” (Sin tabú, 2019)
En las farras me fascina vivir la experiencia reguetonera: cuerpo lleno de sudor, un perreo que me invita a tocar el suelo y una seducción empeñada por hacer que ese otro venga a mí y descubrir que tengo un poder sobre mí misma que me hace magnética. Me gusta pensar en un mundo donde las mujeres podemos ser dueñas de nuestro cuerpo, ‘menear el culo’ como nos viene en gana, no permitir que nos hagan creer que es otro quien puede hacernos tomar decisiones sobre nosotras: ni en el sexo, ni en la ropa, ni en la manera de hablar, ni en la manera de decir aquello que nos emberraca, ni la forma en que queremos vernos, ni el peso, ¡NADA! Y creo que esa consciencia sobre mí misma es una de las pequeñas revoluciones que puedo hacer desde un yo herido, mientras me sigo apoyando en el reguetón para seguir alzando la voz ante las injusticias que, como mujer seguirán siendo una lucha.
“La disco se prende cuando ella llegue (wuh), a los hombres los tiene de hobby (iyah), una malcriá' como Nairobi (jaja) y tú la ves bebiendo de la botella (ey). Los nenes y las nenas quieren con ella, tiene más de veinte, me enseñó la cédula”. (Yo perreo sola, 2020)
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