Federico García Lorca en ocho de sus poemas

Agosto: una nueva conmemoración de su muerte. Un año más en el que se recuerda su infame fusilamiento antes del amanecer de 1936 en la carretera entre Víznar y Alfacar. Un amanecer de agosto. El suyo, el de Federico García Lorca. Federico, el andaluz nacido en Fuente Vaqueros un 5 de junio de 1898, el hijo de Vicenta Lorca Romero y Federico García Rodríguez, el que aún en sus días en Madrid recordaba los olores del campo granadino. Federico, el que decía: “Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre”.

Hoy se recuerda, una vez más, la vida y versos de Federico García Lorca, el que vio cómo morían de amor los ramos, el agudo observador del habla. La vida y versos de Federico, el dramaturgo que supo prestar su oído al campo para hacer audibles las inquietudes más profundas del corazón humano: el deseo, el amor y la muerte, el misterio de la identidad y el milagro de la creación artística. Federico, Federico García Lorca, el que pasó por la Universidad de Granada y por la Residencia de Estudiantes, el poeta que viajó a Nueva York, el que le cantaba a la noche, a la muerte y a la luna, el de los romances, las farsas y las tragedias. El gran Federico García Lorca. Federico, esa voz sin la cual el teatro moderno en habla hispana no sería pensable, el gran poeta del 27, el homosexual, el que fundó y dirigió por años la compañía La Barraca, el de Yerma y La casa de Bernarda Alba, el que escribió: “¡Oh, Salvador Dalí, de voz aceitunada!”.

En una nueva conmemoración de su muerte, de su infame fusilamiento antes del amanecer un agosto de 1936 en la carretera entre Víznar y Alfacar, recordamos a Federico en voz de Federico en ocho de sus poemas.

El poeta dice la verdad

Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores,
con un puñal, con besos y contigo.

Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.

Que no se acabe nunca la madeja
del te quiero me quieres, siempre ardida
con decrépito sol y luna vieja.

Que lo que no me des y no te pida
será para la muerte, que no deja
ni sombra por la carne estremecida.

Casida del herido por el agua

Quiero bajar al pozo
quiero subir los muros de Granada
para mirar el corazón pasado
por el punzón oscuro de las aguas.

El niño herido gemía
con una corona de escarcha.
Estanques, aljibes y fuentes
levantaban al aire sus espadas.
¡Ay qué furia de amor! ¡qué hiriente filo!
¡qué nocturno rumor! ¡qué muerte blanca!,
¡qué desiertos de luz iban hundiendo
los arenales de la madrugada!
El niño estaba solo
con la ciudad dormida en la garganta.
Un surtidor que viene de los sueños
lo defiende del hambre de las algas.
El niño y su agonía, frente a frente
eran dos verdes lluvias enlazadas.
El niño se tendía por la tierra
y su agonía se curvaba.

Quiero bajar al pozo
quiero morir mi muerte a bocanadas
quiero llenar mi corazón de musgo
para ver al herido por el agua.

Soneto del amor oscuro

Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores,
con un puñal, con besos y contigo.

Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.

Que no se acabe nunca la madeja
del te quiero me quieres, siempre ardida
con decrépito sol y luna vieja.

Que lo que no me des y no te pida
será para la muerte, que no deja
ni sombra por la carne estremecida.

Romance de la Luna

a Conchita García Lorca

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.

Romance de la pena negra

A José Navarro Pardo

Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.

Soledad, ¿Por quién preguntas
sin compañía y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.

Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.

No me recuerdes el mar
que la pena negra brota
en las tierras de la aceituna
bajo el rumor de las hojas.

¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.

¡Qué pena tan grande! Corro
mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo,
de la cocina a la alcoba.

¡Qué pena! Me estoy poniendo
de azabache, carne y ropa.
¡Ay, mis camisas de hilo!
¡Ay, mis muslos de amapola!
Soledad: lava tu cuerpo
con agua de alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.

*

Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh! pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota.

Canción de la muerte pequeña

Prado mortal de lunas
y sangre bajo tierra.
Prado de sangre vieja.

Luz de ayer y mañana.
Cielo mortal de hierba.
Luz y noche de arena.

Me encontré con la Muerte.
Prado mortal de tierra.
Una muerte pequeña.

El perro en el tejado.
Sola mi mano izquierda
atravesaba montes sin fin
de flores secas.

Catedral de ceniza.
Luz y noche de arena.
Una muerte pequeña.

Una muerte y yo un hombre.
Un hombre solo, y ella
una muerte pequeña.

Prado mortal de lunas.
La nieve gime y tiembla
por detrás de la puerta.

Un hombre, ¿y qué? Lo dicho.
Un hombre solo y ella.
Prado, amor, luz y arena.

Soneto de la dulce queja

Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.

Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.

Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,

no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.

El poeta pide a su amor que le escriba

Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.

El aire es inmortal. La piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena pues de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.


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