Cada 17 de octubre el mundo conmemora el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, una fecha proclamada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1992 con el propósito de visibilizar las desigualdades económicas y sociales que persisten en todos los países. Más allá de las cifras, este día busca reconocer la dignidad de las personas que enfrentan condiciones de exclusión y recordar que la pobreza no es solo la falta de ingresos, sino la ausencia de oportunidades, educación, justicia y bienestar.
En Colombia, donde millones de personas aún viven en condiciones de vulnerabilidad, este llamado a la acción tiene una resonancia particular. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el país ha avanzado en la reducción de la pobreza monetaria, pero aún enfrenta brechas profundas entre las zonas rurales y urbanas. La lucha por una sociedad más equitativa no solo es un desafío político y económico, sino también cultural. En ese sentido, la literatura colombiana ha sido un espacio fundamental para narrar, denunciar y humanizar la pobreza, poniendo rostro e historia a quienes viven sus consecuencias.
Desde los clásicos hasta las obras contemporáneas, diversos autores han retratado la desigualdad como parte central de la identidad nacional. Gabriel García Márquez, por ejemplo, en novelas como La hojarasca o El coronel no tiene quien le escriba, muestra la pobreza no solo como una carencia material, sino como una herida social que revela la indiferencia, la burocracia y la soledad de los más vulnerables. Su célebre coronel, esperando una pensión que nunca llega, se convierte en símbolo de la resistencia silenciosa de miles de colombianos olvidados por el Estado.
Otro autor clave es Jorge Isaacs, quien en María describe las diferencias sociales y económicas del siglo XIX, donde el acceso a la educación, la tierra y los derechos estaban reservados a una élite. Aunque su narrativa es romántica, deja ver el trasfondo de una sociedad desigual que empezaba a consolidar estructuras de poder basadas en la riqueza heredada.
Por su parte, Manuel Mejía Vallejo y Álvaro Cepeda Samudio abordaron la marginalidad desde miradas urbanas y rurales, retratando a los trabajadores, campesinos y desplazados que enfrentan la crudeza de la violencia y el olvido. Sus obras reflejan un país fragmentado, donde la pobreza está ligada a la guerra, al despojo y a la exclusión histórica de las comunidades campesinas e indígenas.
Más recientemente, autoras como Laura Restrepo, con novelas como Delirio y Hot Sur, y escritores como Fernando Vallejo o William Ospina, han ofrecido lecturas críticas sobre cómo la pobreza se entrelaza con la corrupción, la falta de oportunidades y las contradicciones del progreso. En sus textos, el dolor y la injusticia no son solo temas narrativos, sino llamados éticos que invitan a pensar el país desde la empatía y la responsabilidad colectiva.
La literatura colombiana, en todas sus etapas, ha sido una memoria viva de la desigualdad, pero también un espacio de esperanza. En las historias de sus personajes más humildes hay dignidad, coraje y resistencia. Desde las calles de Macondo hasta los barrios populares de Bogotá o Medellín, las voces literarias han hecho visible lo que muchas veces se oculta en los informes estadísticos: que la pobreza tiene nombre, rostro y sueños.
Conmemorar este día desde la cultura es reconocer que la erradicación de la pobreza no depende solo de políticas públicas, sino también de una transformación profunda en la manera en que miramos al otro. La literatura nos recuerda que la verdadera riqueza de un país está en su gente, en su capacidad de narrarse y reinventarse.
Así, cada 17 de octubre, además de reflexionar sobre los retos económicos, vale la pena volver a los libros, a esos personajes que nos enseñan que la lucha contra la pobreza comienza por no ser indiferentes ante las historias que habitan en los márgenes, pero que forman parte esencial del alma colombiana.




